vivía, del cual se había enamorado perdidamente en su juventud puesto que, como todas las otras chicas de su edad, Zedka era una persona absolutamente normal y necesitaba pasar por la experiencia del amor imposible.
Sólo que, al contrario que sus amigas, que apenas soñaban con el amor imposible, Zedka había decidido ir más lejos: intentaría conquistarlo. Él vivía al otro lado del océano, y ella vendió todo para ir a su encuentro. Él era casado, y ella aceptó el papel de amante, haciendo planes secretos para un día conquistarle como marido. Él no tenía tiempo ni para sí mismo, pero ella se resignó a pasar días y noches en el cuarto de un hotel barato, esperando sus escasas llamadas telefónicas.
A pesar de estar dispuesta a soportar todo en nombre del amor, la relación no funcionaba. Él nunca se lo dijo directamente, pero un día Zedka comprendió que no era bien recibida, y regresó a Eslovenia.
Pasó algunos meses casi sin comer, recordando cada instante de los que estuvieron juntos, reviviendo miles de veces los momentos de alegría y placer en la cama, intentando descubrir alguna razón que le permitiese tener fe en el futuro de aquella relación. Sus amigos empezaron a preocuparse, pero algo en el corazón de Zedka le decía que aquello era pasajero: el proceso de crecimiento de una persona exige un cierto precio, que ella estaba pagando sin quejarse. Y así fue: cierta mañana se levantó con unas inmensas ganas de vivir, se alimentó como no hacía desde mucho tiempo atrás y salió a la calle a buscar empleo.
Y no sólo encontró empleo, sino que consiguió ser objeto de las atenciones de un joven guapo, inteligente, deseado por muchas mujeres. Un año después se hallaba casada con él.
Despertó la envidia y el aplauso de sus amigas. Los dos se fueron a vivir a una casa confortable, con el jardín orientado hacia el río que cruza Ljubljana.
Tuvieron hijos y viajaron por Austria e Italia durante el verano.
Cuando Eslovenia decidió separarse de Yugoslavia, él se vio obligado a enrolarse en el ejército. Zedka era serbia, o sea «el enemigo», y su vida pareció a punto de desplomarse. En los diez días de tensión subsiguientes, con las tropas listas para enfrentarse y sin que se supiera bien cuáles serían las consecuencias de la declaración de independencia ni la sangre que sería necesario derramar por esa causa, Zedka fue consciente de cuánto amaba a su marido. Pasaba todas las horas rezando a un Dios que hasta entonces le había parecido distante, pero que ahora era su única salida: prometió a los santos y a los ángeles cualquier cosa con tal de tener a su marido de vuelta.
Y así fue. Él retornó, los hijos pudieron ir a escuelas que enseñaban el idioma esloveno, y la amenaza de guerra se desplazó a la vecina república de Croacia.
Pasaron tres años. La guerra de Yugoslavia con Croacia se trasladó a Bosnia, y empezaron a aparecer denuncias de masacres cometidas por los serbios. Zedka consideraba aquello injusto: juzgar criminal a toda una nación por causa de los desvaríos de algunos alucinados. Su vida pasó a tener un sentido que nunca había imaginado: defendió con orgullo y bravura a su pueblo, escribiendo en periódicos, apareciendo en la televisión, organizando conferencias. Nada de aquello dio resultado y hasta hoy los extranjeros continuaban pensando que todos los serbios eran responsables de las atrocidades; pero Zedka sabía que había cumplido con su deber y no había abandonado a sus hermanos en un momento difícil. Para ello había contado con el apoyo de su marido esloveno, de sus hijos y de las personas que no eran manipuladas por la maquinaria de propaganda de ambos bandos.
Una tarde pasó delante de la estatua de Preseren, el gran poeta esloveno, y se puso a meditar acerca de la vida del escritor A los treinta y cuatro años él había entrado una vez en una iglesia donde había visto a una muchacha adolescente, Julia Primic, de la cual se había enamorado perdidamente. Como los antiguos juglares, empezó a escribirle poemas, con la esperanza de casarse con ella.
Sucede que Julia era hija de una familia de la alta burguesía y, con excepción de aquella visión fortuita dentro de la iglesia, Preseren nunca más consiguió aproximarse a ella. Pero aquel encuentro inspiró sus mejores versos y creó la leyenda en torno a su nombre. En la pequeña plaza central de Ljubljana, la estatua del poeta mantiene sus ojos fijos en una dirección: quien siga su mirada descubrirá, al otro lado de la plaza, un rostro de mujer esculpido en la pared de una de las casas. Era allí donde vivía Julia; Preseren, aún después de muerto, contempla a su amor imposible. ¿Y si hubiera luchado más?
El corazón de Zedka se aceleró, quizás por el presentimiento de algo malo, como un accidente de sus hijos. Volvió corriendo a la casa: estaban viendo televisión y comiendo palomitas de maíz.
La tristeza, sin embargo, no se disipó. Zedka se acostó, durmió casi doce horas seguidas y, cuando se despertó, no tenía ganas de levantarse. La historia de Preseren había hecho volver a su mente la imagen de aquel primer amante, de cuyo destino no volvió jamás a tener noticias.
Y Zedka se preguntaba: ¿Habré insistido lo suficiente? ¿Debería haber aceptado el papel de amante en vez de querer que las cosas se amoldasen a mis expectativas? ¿Luché por mi primer amor con la misma fuerza con que he luchado por mi pueblo?
Zedka se convenció de que sí, pero la tristeza no se alejaba. Lo que antes le parecía el paraíso -la casa cerca del río, el marido a quien amaba, los hijos comiendo palomitas de maíz delante de la televisión- comenzó a transformarse en un infierno.
En esos momentos, después de muchos viajes astrales y de numerosos encuentros con espíritus desarrollados, Zedka sabía que todo aquello eran tonterías. Había usado su amor imposible como una disculpa, un pretexto para romper los lazos con la vida que llevaba y que estaba lejos de ser aquella que verdaderamente esperaba de sí misma.
Pero desde hacía doce meses la situación era diferente: empezó a buscar frenéticamente al hombre distante, gastó fortunas en llamadas internacionales, pero él ya no vivía en la misma ciudad, y fue imposible localizarle. Mandó cartas por correo certificado, que acababan siendo devueltas. Llamó a todos los amigos y amigas que le conocían y nadie tenía la menor idea de qué había sido de él.
Su marido no sabía nada, y esto la conducía a la locura, porque él debía por lo menos sospechar algo, hacer alguna escena, quejarse, amenazar con dejarla tirada en mitad de la calle. Pasó a creer que las oficinas de correos, las telefonistas internacionales y las amigas habían sido sobornadas por él, que fingía indiferencia. Vendió las joyas que le regalaron para su boda y compró un pasaje para partir al otro lado del océano, hasta que alguien la convenció de que América constituía un territorio inmenso y no servía de nada ir sin saber adónde llegar.
Una tarde ella se acostó, sufriendo por amor como no había sufrido nunca antes, ni siquiera cuando tuvo que volver a la aburrida cotidianeidad de Ljubljana. Pasó aquella noche y todo el día siguiente en su habitación. Y otro más. Al tercer día, su marido llamó a un médico, ¡qué bueno era! ¿Cómo se preocupaba por ella! ¿Sería posible que ese hombre no entendiera que Zedka estaba intentando encontrarse con otro, cometer adulterio, cambiar su vida de mujer respetada por la de una simple amante escondida, dejar Ljubljana, su casa y sus hijos para siempre?
El médico llegó, ella tuvo un ataque de nervios, cerró la puerta con llave y sólo la abrió cuando él se fue. Una semana después no tenía ganas ni de ir al cuarto de baño, y pasó a hacer sus necesidades fisiológicas en la cama. Ya ni siquiera pensaba: su cabeza estaba completamente absorbida por los fragmentos de memoria del hombre que -estaba convencida- también la buscaba sin conseguir encontrarla.
El marido, irritantemente generoso, cambiaba las sábanas, pasaba la mano por su cabeza, le decía que todo terminaría bien. Los hijos no entraban en el cuarto desde que ella abofeteara a uno de ellos sin el menor motivo, y después se arrodillara y besara sus pies implorando disculpas, rasgando su camisón en pedazos para mostrar su desesperación y arrepentimiento.
Después de otra semana, en el curso de la cual escupió la comida que le ofrecían, entró y salió varias veces de la realidad, pasó noches enteras en blanco y días enteros durmiendo, dos hombres entraron en su cuarto sin llamar Uno de ellos la sujetó, otro le aplicó una inyección y ella se despertó en Villete.
–Depresión -había escuchado que el médico decía a su marido-, a veces provocada por los motivos más banales. Falta un elemento químico, la serotonina, en su organismo.
–Exactamente. Esta vez voy a responderte sin rodeos: la locura es la incapacidad de comunicar tus ideas. Como si estuvieras en un país extranjero, viendo todo, entendiendo lo que pasa a tu alrededor, pero incapaz de explicarte y de ser ayudada, porque no entiendes la lengua que hablan allí.
–Todos nosotros ya sentimos eso.
–Todos nosotros, de una manera u otra, estamos locos.
Desde el techo de la enfermería, Zedka vio llegar al enfermero con una jeringa en la mano. La chica continuaba allí, parada, intentando conversar con su cuerpo, desesperada por su mirada vacía. Durante algunos momentos, Zedka consideró la posibilidad de contarle todo lo que estaba sucediendo, pero después cambió de idea: las personas nunca aprenden nada de lo que les cuentan, necesitan descubrirlo por ellas mismas.
El enfermero le clavó la aguja en