Esperen sólo un minuto.
El enfermero decidió que valía la pena correr el riesgo; al fin y al cabo, todo parecía haber vuelto a la normalidad.
–Yo creo que tú… creo que tú eres importante para mí -dijo Eduard a Veronika.
–No puede ser, tú no puedes hablar, no vives en este mundo, no sabes que me llamo Veronika. No estuviste conmigo anoche, ¡por favor, di que no estuviste!
–Estuve.
Ella le tomó la mano. Los locos gritaban, aplaudían y decían cosas obscenas. – ¿Adónde te llevan?
–Para un tratamiento.
–Voy contigo.
–No vale la pena. Te asustarás, aunque yo te asegure que no duele, que no se siente nada. Es mucho mejor que los calmantes porque la lucidez se recupera antes.
Veronika no sabía de qué le estaba hablando. Se arrepintió de haberle tomado la mano, tenía ganas de escaparse lo más pronto posible y esconder su vergüenza, no volver a ver nunca más a aquel hombre que había presenciado lo que había de más sórdido en ella y, a pesar de eso, continuaba tratándola con ternura.
Pero de nuevo recordó las palabras de Mari: no tenía por qué dar explicaciones a nadie de su vida, ni siquiera a aquel muchacho que se encontraba frente a ella.
–Voy contigo.
Los enfermeros consideraron que quizás fuera mejor así: el esquizofrénico ya no necesitaba ser reducido, les acompañaba por su propia voluntad.
Cuando llegaron al dormitorio, Eduard se acostó voluntariamente en la cama. Ya había dos hombres más esperando, con una extraña máquina y una bolsa con tiras de tela.
Eduard se dirigió a Veronika y le pidió que se sentase en la cama a su lado.
–En algunos minutos esto se sabrá por todo Villete. Y todos se calmarán, porque hasta la más furiosa de las locuras carga su dosis de miedo. Sólo quien ha pasado por esto sabe que no es tan terrible como parece.
Los enfermeros escucharon lo que decía y no lo podían creer Debía de doler mucho, pero nadie sabe lo que pasa por la cabeza de un loco. Lo único sensato que había dicho el chico era acerca del miedo: la historia correría por Villete y la calma volvería instantáneamente.
–Te has acostado antes de tiempo -dijo uno de ellos.
Eduard se levantó y ellos extendieron una especie de manta de goma.
–Ahora sí puedes acostarte.
Él obedeció. Estaba tranquilo, como si todo aquello no pasara de ser mera rutina.
Los enfermeros ataron algunas tiras de tela en torno al cuerpo de Eduard y colocaron una goma en su boca.
–Es para que no se muerda involuntariamente la lengua -explicó a Veronika uno de los hombres, satisfecho de proporcionar a la par una advertencia y una información técnica.
Colocaron la extraña máquina (no mucho mayor que una caja de zapatos, con algunos botones y tres visores como punteros) en una silla al lado de la cama. Dos cables salían de su parte superior y terminaban en algo parecido a unos auriculares.
Uno de los enfermeros colocó los auriculares en las sienes de Eduard. El otro pareció regular el mecanismo girando algunos botones, ora hacia la derecha, ora hacia la izquierda. Aunque no podía hablar por causa de la goma en la boca, Eduard mantenía sus ojos fijos en los de Veronika y parecía decirle:
«No te preocupes; no te asustes».
–Está regulado para 130 voltios en 0,30 segundos -informó el enfermero que se ocupaba de la máquina-. Allá va.
Apretó un botón y la máquina emitió un zumbido. En ese mismo momento, los ojos de Eduard se pusieron vidriosos y su cuerpo se retorció en la cama con tal furia que de no haber sido por las tiras de tela que lo sujetaban se habría partido la columna. – ¡Paren eso! – gritó Veronika.
–Ya lo paramos -respondió el enfermero, retirando los auriculares de la cabeza de Eduard.
Aún así, el cuerpo continuaba retorciéndose y la cabeza se balanceaba de un lado a otro con tal violencia que uno de los hombres decidió sujetarla. El otro guardó la máquina en una bolsa y se sentó a fumar un cigarrillo.
La escena duró algunos minutos. Cuando el cuerpo parecía volver a la normalidad, se reanudaban los espasmos, mientras uno de los enfermeros redoblaba su fuerza para mantener firme la cabeza de Eduard. Poco a poco las contracciones fueron disminuyendo hasta que cesaron por completo. Eduard mantenía los ojos abiertos y uno de los hombres los cerró, como se hace con los muertos.
Después retiró la goma de la boca del muchacho, lo desató y guardó las tiras de tela en la bolsa donde había dejado la máquina.
–El efecto del electroshock dura una hora -informó a la chica, que había dejado de gritar y parecía hipnotizada con lo que estaba viendo-. Todo ha ido bien, pronto volverá a estar normal y, además, más calmado.
En cuanto fue alcanzado por la descarga eléctrica, Eduard sintió lo que ya antes había experimentado: la visión normal iba disminuyendo, como si alguien cerrase una cortina, hasta que todo desaparecía por completo. No había dolor ni sufrimiento, pero ya había presenciado la aplicación de electroshock a otros internos y sabía lo terrible que podía parecer la escena.
Eduard ahora se encontraba en paz. Si momentos antes estaba reconociendo algún tipo de sentimiento nuevo en su corazón, si empezaba a percibir que el amor no era solamente aquello que sus padres le daban, el electroshock -o terapia electro convulsiva (TEC), como preferían llamarlo los especialistas- con seguridad le haría volver a la normalidad.
El principal efecto de la TEC era el olvido de las experiencias recientes.
Eduard no podía alimentar sueños imposibles. No podía estar mirando hacia un futuro inexistente; sus pensamientos debían permanecer dirigidos hacia su pasado, o iba a terminar queriendo retornar nuevamente a la vida.
Una hora más tarde, Zedka entró en la enfermería casi desierta; sobre la cama yacía el muchacho y, a su lado, estaba sentada una chica.
Cuando se acercó vio que la joven había vuelto a vomitar y que su cabeza estaba inclinada, colgando hacia la derecha.
Zedka se dio la vuelta para pedir socorro pero Veronika levantó la cabeza.
–No es nada -dijo-. Tuve otro ataque, pero ya pasó.
Zedka la cogió cariñosamente y la llevó hasta el lavabo.
–Es un lavabo de hombres -comentó la chica.
–No hay nadie aquí, no te preocupes.
Le retiró el jersey inmundo, lo lavó y lo colocó sobre el radiador de la calefacción. Después se quitó su propia blusa de lana y se la puso a Veronika.
La chica parecía distante, como si nada le interesara ya. Zedka la acompañó de vuelta a la silla donde había estado sentada.
–Eduard se despertará dentro de poco. Quizás le cueste recordar lo que pasó, pero la memoria le retornará rápidamente. No te asustes si no te reconoce en los primeros momentos.
–No me quedaré -respondió Veronika-, porque tampoco me reconozco a mí misma.
Zedka buscó una silla y se sentó a su lado. Había estado en Villete tanto tiempo que no le costaba nada permanecer algunos minutos más con su amiga. – ¿Recuerdas nuestro primer encuentro? Aquel día yo te conté una historia para intentar explicarte que el mundo es exactamente de la manera como lo vemos. Todos creían que el rey estaba loco porque él quería imponer un orden que ya no existía en la mente de sus súbditos. »Sin embargo, hay cosas en la vida que, no importa del lado que las veamos, continúan siendo siempre las mismas, y valen para todo el mundo.
Como el amor, por ejemplo.
Zedka notó que los ojos de Veronika habían cambiado y resolvió proseguir.
–Yo diría que, si a alguien le queda muy poco tiempo de vida, y decide pasar ese escaso tiempo que le resta junto a un lecho, velando a un hombre dormido, hay algo de amor Diría más: si durante ese tiempo esta persona sufrió un ataque cardíaco y permaneció en silencio, sólo para no tener que alejarse de ese hombre, es porque ese amor puede acrecentarse notablemente.
–También podría ser desesperación -dijo Veronika-. Una tentativa de probar que, al fin y al cabo, no hay motivos para continuar luchando bajo el sol. No puedo estar enamorada de un hombre que vive en otro mundo.
–Todos nosotros vivimos en nuestro propio mundo. Pero si tú miras hacia el cielo estrellado, verás que todos estos mundos diferentes se combinan, formando constelaciones, sistemas solares, galaxias.
Veronika se levantó y fue hasta la cabecera de Eduard. Cariñosamente pasó las manos por sus cabellos. Estaba contenta porque tenía a alguien con quien hablar.
–Hace muchos años, cuando yo era una niña y mi madre me obligaba a aprender a tocar el piano, me decía a mí misma que sólo sería capaz de tocarlo bien cuando estuviera enamorada. Anoche, por primera vez en mi vida, sentí que las notas salían de mis dedos como si yo no tuviese ningún control sobre lo que estaba ejecutando. »Una fuerza me guiaba, interpretaba melodías y acordes que nunca me juzgué capaz de tocar Yo me había entregado al piano porque había acabado de entregarme a este hombre sin que él hubiese tocado siquiera uno de mis cabellos. Ayer yo no era la misma, ni cuando me entregué al sexo, ni cuando toqué el piano y, sin embargo, a pesar de eso, creo que fui yo misma.
Veronika movió la cabeza.
–Nada de lo que estoy diciendo tiene sentido.
Zedka se acordó de sus encuentros en el espacio con todos aquellos seres que fluctuaban en direcciones diferentes. Quiso contárselo a Veronika, pero tuvo miedo de confundirla más aún.
–Antes de que repitas que vas a morir, quiero que sepas algo: hay gente que pasa la vida entera procurando vivir un momento como el que tú tuviste anoche, y no lo consigue. Por eso, si tienes que morir ahora, hazlo con el corazón lleno de amor.
Zedka se levantó.
–No tienes nada que perder Mucha gente no se