salir de aquí, nunca más me implicaré en el mundo de la justicia, no pienso convivir con locos que se juzgan normales e importantes, pero cuya única función en la vida es dificultar la de los otros.
Prefiero ser modista, bordadora o vendedora de fruta frente al teatro Municipal; ya cumplí mi parte de locura inútil».
En Villete estaba permitido fumar, pero estaba prohibido tirar el cigarrillo en la hierba. Con placer hizo lo que estaba prohibido, porque la gran ventaja de estar allí era no respetar los reglamentos y, a pesar de ello, estar a resguardo de las consecuencias.
Se acercó a la puerta de la entrada. El vigilante (siempre había un vigilante allí; al fin y al cabo, ésta era la ley) la saludó con la cabeza y abrió la puerta.
–No voy a salir -dijo ella.
–Bonito piano -respondió el vigilante-. Lo oigo casi todas las noches.
–Pues se acabará pronto -contestó Mari mientras se alejaba velozmente para evitar dar explicaciones.
Se acordó de lo que había leído en los ojos de la chica cuando entró en el refectorio: miedo. Miedo. Veronika podía sentir inseguridad, timidez, vergüenza, falta de libertad, pero ¿por qué miedo? Este sentimiento sólo se justifica ante una amenaza concreta -como animales feroces, personas armadas, terremotos-, jamás por un grupo reunido en un refectorio.
«Pero el ser humano es así -se consoló-. Sustituye gran parte de sus emociones por el miedo».
Y Mari sabía muy bien de lo que estaba hablando, porque éste había sido el motivo que la llevó a Villete: el síndrome del pánico.
Mari mantenía en su cuarto una verdadera colección de artículos sobre la enfermedad. Hoy ya se hablaba abiertamente del tema, y recientemente había visto un programa de la televisión alemana donde algunas personas relataban sus experiencias. En este mismo programa, una pesquisa revelaba que parte de la población humana sufre el síndrome del pánico, aún cuando todos los afectados procurasen esconder los síntomas por temor a ser considerados locos.
Pero en la época en que Mari había sufrido su primer ataque, nada de eso era conocido. «Fue el infierno. El verdadero infierno», pensó, encendiendo otro cigarrillo.
El piano continuaba sonando; la chica parecía tener la energía suficiente como para pasar la noche en vela.
Desde que Veronika llegara al sanatorio, muchos internos se habían visto afectados por su presencia, y Mari era una de ellos. Al principio había procurado mantenerse alejada, temiendo despertar sus ganas de vivir; era mejor que continuase deseando la muerte, ya que no podía evitarla. El doctor Igor había propagado el rumor de que, aunque continuase aplicándole inyecciones todos los días, el estado de la chica se deterioraba claramente, y no conseguiría salvarla de ninguna manera.
Los internos habían entendido el mensaje, y se mantenían distantes de la mujer condenada. Pero, sin que nadie supiese exactamente por qué, Veronika había comenzado a luchar por su vida, aunque sólo dos personas se le hubieran aproximado: Zedka, que salía mañana y no era muy habladora, y Eduard.
Mari necesitaba tener una conversación con Eduard: él siempre la escuchaba con respeto. ¿Es que el joven no entendía que la estaba devolviendo al mundo? ¿Y que eso era lo peor que podía hacer con una persona sin esperanza de salvación?
Consideró mil maneras de explicar el asunt o; pero todas ellas iban a crearle un sentimiento de culpa, y esto ella no lo haría nunca. Mari reflexionó un poco y decidió dejar las cosas correr a su ritmo normal; ya no ejercía de abogada, y no quería dar el mal ejemplo de crear nuevas leyes de conducta en un lugar donde debía reinar la anarquía.
Pero la presencia de la chica había afectado a mucha gente allí, y algunos estaban dispuestos a replantear sus vidas. En una de las reuniones de la Fraternidad, alguien había intentado explicar lo que estaba sucediendo: los fallecimientos en Villete ocurrían de repente, sin dar tiempo a que nadie meditara en ello, o al final de una larga enfermedad, cuando la muerte es siempre una bendición.
En el caso de aquella chica, sin embargo, el panorama era dramático: porque era joven, estaba deseando volver a vivir y todos sabían que eso era imposible. Algunos se preguntaban: ¿Y si esa me estuviese pasando a mí? ¿Y yo, que tengo una oportunidad, la estaré aprovechando?»
Otros no se preocupaban por la respuesta; hace mucho tiempo que habían desistido y ya formaban parte de un mundo donde no existe ni vida ni muerte, ni espacio ni tiempo. Pero muchos, no obstante, se veían obligados a reflexionar, y Mari era uno de ellos.
Veronika dejó de tocar el piano por un instante y vio a Mari allá afuera, afrontando el frío nocturno con escaso abrigo; ¿querría suicidarse?
«No. Quien quiso hacerlo fui yo».
Volvió al piano. En sus últimos días de vida había plasmado finalmente su gran sueño: tocar con alma y corazón, como y cuanto quisiera. No tenía importancia que su único auditorio fuese un muchacho esquizofrénico; él parecía entender la música, y era eso lo que importaba.
Mari nunca había pensado en el suicidio. Por el contrario, cinco años atrás, en el mismo cine al que fue hoy, había contemplado horrorizada una película sobre la miseria en El Salvador que le había hecho considerar lo importante que era su vida. En aquella época, con sus hijos crecidos y ya encaminados en sus respectivas profesiones estaba decidida a dejar la tediosa e inacabable práctica de la abogacía para dedicar el resto de sus días a una entidad humanitaria. Los rumores de guerra civil en el país crecían a cada momento, pero Mari no les daba crédito: era imposible que al finalizar el siglo, la Comunidad Europea permitiese que estallara un nuevo conflicto bélico a las puertas del nuevo milenio.
Al otro lado del mundo, sin embargo, la gama de las tragedias era enorme. Y entre ellas estaba la de El Salvador, con sus criaturas pasando hambre en la calle y siendo obligadas a prostituirse. – ¡Qué horror! – comentó a su marido, que se hallaba sentado en el sillón de al lado.
Él asintió con la cabeza.
Hacía mucho tiempo que Mari venía atrasando la decisión, pero quizás fuese ya la hora de hablar con él. Ya habían recibido todo lo que la vida puede ofrecer de bueno: casa, trabajo, buenos hijos, el necesario confort, diversiones y cultura. ¿Por qué no hacer ahora algo por el prójimo? Mari tenía contactos con la Cruz Roja y sabía que necesitaban desesperadamente voluntarios en todas partes del mundo.
Estaba harta de trabajar luchando con la burocracia, los procedimientos, incapaz de ayudar a gente que perdía años de su vida intentando solucionar problemas que no habían creado. Trabajar en la Cruz Roja, en cambio, le daría resultados inmediatos.
Decidió que en cuanto salieran del cine le sugeriría ir a un café a discutir la idea.
La pantalla mostraba a un funcionario del gobierno salvadoreño dando una disculpa banal para determinada injusticia y, de repente, Mari sintió que su corazón se aceleraba.
Se dijo a sí misma que no era nada. Quizás el aire enrarecido de la sala la estuviese asfixiando; si el síntoma persistía, saldría al hall de entrada para respirar un poco.
Pero en una sucesión rápida de acontecimientos, el corazón comenzó a latir más y más fuerte y ella sintió un sudor frío.
Se asustó e intentó concentrar su atención en la película, para ver si alejaba de su mente cualquier pensamiento negativo. Sin embargo, advirtió que ya no conseguía seguir lo que estaba sucediendo en la pantalla; las imágenes continuaban desfilando ante sus ojos, los subtítulos eran visibles, pero Mari parecía haber entrado en una realidad completamente diferente, donde todo aquello era extraño, fuera de lugar, propio de un mundo donde jamás había estado antes.
–Me encuentro mal -dijo a su marido.
Había procurado evitar al máximo hacer este comentario porque significaba admitir que algo más profundo la afectaba. Pero era imposible atrasarlo más.
–Vámonos -respondió él.
Cuando tomó la mano de su mujer para ayudarla a levantarse, notó que estaba helada.
–No podré llegar hasta afuera. Por favor, dime qué me está pasando.
El marido se asustó. El rostro de Mari estaba cubierto de sudor y sus ojos tenían un brillo diferente. – ¡Cálmate! Saldré y llamaré a un médico.
Ella se desesperó. Las palabras tenían sentido, pero todo el resto -el cine, la penumbra, las personas sentadas una al lado de la otra y contemplando una pantalla iluminada-, todo aquello parecía amenazador Tenía la seguridad de que estaba viva, podía hasta palpar la vida a su alrededor, como si fuese sólida. Y nunca le había pasado esto antes.
–No me dejes aquí sola, de ningún modo. Me levantaré y saldré contigo.
Camina despacio.
Los dos pidieron permiso a los espectadores que se encontraban en la misma fila y empezaron a caminar en dirección al fondo de la sala, donde estaba la puerta de salida. El corazón de Mari estaba ahora completamente desbocado y ella tenía la certeza, absoluta certeza, de que nunca conseguiría salir de allí. Todo lo que hacía, cada gesto suyo -colocar un pie delante del otro, pedir permiso, agarrarse al brazo del marido, inspirar y espirar- parecía consciente y pensado, y aquello era aterrador.
Nunca había sentido tanto miedo en su vida. «Me voy a morir dentro de un cine».
Y le pareció que entendía lo que estaba pasando, porque una amiga suya había muerto dentro de un cine, muchos años atrás: un aneurisma había estallado en su cerebro.
Los aneurismas cerebrales son como bombas de tiempo. En los vasos sanguíneos se forman pequeñas varices -como ampollas o burbujas en neumáticos usados- y pueden quedarse ahí durante toda la existencia de una persona sin que pase nada. Nadie sabe si tiene un aneurisma hasta que es descubierto sin querer -como en el caso de una radiografía de