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  2. Veronika decide morir
  3. Capítulo 14
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si fuera un vino embriagador, mirando sorprendida al anfitrión y cayendo fulminada en el suelo!

Pero este veneno, hoy caro y difícil de encontrar en el mercado, fue sustituido por procedimientos mortales más seguros, como revólveres, bacterias, etc. El doctor Igor, un romántico por naturaleza, había rescatado el nombre casi olvidado para bautizar la enfermedad del alma que él había conseguido diagnosticar y cuyo descubrimiento en breve asombraría al mundo.

Era curioso que nadie jamás se hubiera referido al vitriolo como un preparado tóxico mortal, aún cuando la mayoría de las personas afectadas identificase su sabor y se refiriese al proceso de envenenamiento como amargura. Todos los seres tenían amargura en su organismo, en mayor o menor grado, así como casi todos tenemos el bacilo de la tuberculosis. Pero estas dos enfermedades sólo atacan cuando el paciente se encuentra debilitado; en el caso de la amargura, el terreno propicio para el surgimiento de la enfermedad aparece cuando se crea el miedo a la llamada «realidad».

Ciertas personas, en el afán de querer construir un mundo donde ninguna amenaza externa pueda penetrar, aumentan exageradamente sus defensas contra el exterior (gente extraña, nuevos lugares, experiencias diferentes) y dejan su interior desguarnecido. Y a partir de ahí la amargura comienza a causar daños irreversibles.

El gran objetivo de la amargura (o vitriolo,como prefería decir el doctor Igor) era la voluntad. Las personas atacadas por este mal iban perdiendo la facultad de desear y en pocos años ya no conseguían salir de su mundo, pues habían invertido enormes reservas de energía construyendo altas murallas para que la realidad fuese sólo aquello que anhelaban fervientemente.

Al conjurar el ataque externo, habían limitado también el crecimiento interno. Continuaban yendo al trabajo, viendo televisión, protestando contra el tránsito y procreando, pero todo eso sucedía automáticamente y con la ausencia absoluta de toda emoción interior porque, finalmente, todo se hallaba bajo control.

El gran problema del envenenamiento mediante amargura residía en que las pasiones -odio, amor, desesperación, entusiasmo, curiosidad- también dejaban de manifestarse. Después de algún tiempo, ya no le restaba al amargado ningún deseo. No tenían ganas ni de vivir, ni de morir: ésta era la dramática situación.

Por eso, para los amargados -definitivamente amargos-, los héroes y los locos eran siempre fascinantes: ellos no tenían miedo de vivir o morir Tanto a los héroes como a los locos el peligro les era indiferente, y seguían adelante aunque las personas de su entorno intentaran detenerlos. El loco se suicidaba, el héroe se ofrecía al martirio en nombre de una causa, pero ambos morían, y los amargos pasaban muchas noches y días comentando lo absurdo y la gloria de aquellos dos tipos. Era el único momento en que el amargo tenía fuerzas para saltar sobre su muralla defensiva y mirar un poco el exterior; pero pronto las manos y los pies se cansaban, y él retornaba a su vida cotidiana.

El amargo crónico sólo notaba su enfermedad una vez por semana: en las tardes de domingo. En esos momentos, como no tenía el trabajo o la rutina para aliviar los síntomas, notaba que alguna cosa andaba mal, ya que la paz de aquellas tardes le resultaba infernal, el tiempo no pasaba nunca y una constante irritación se manifestaba sin tapujos.

Pero llegaba el lunes y el amargo pronto olvidaba sus síntomas, aunque protestara con energía contra el hecho de que nunca tenía tiempo para descansar y lamentara vivamente que los fines de semana transcurrieran con excesiva rapidez.

La única gran ventaja de la enfermedad, desde el punto de vista social, es que ya se había transformado en una regla; por consiguiente, el internamiento ya no era necesario, excepto en los casos en que la intoxicación era tan aguda que la conducta del enfermo comenzaba a afectar a los otros. Sin embargo, la mayoría de los amargos podían continuar afuera sin constituir una amenaza para la sociedad en general o las personas en particular, ya que, por causa de las altas murallas edificadas alrededor de ellos mismos, se hallaban totalmente aislados del mundo, aún cuando pareciesen compartirlo.

El doctor Sigmund Freud había descubierto la libido y el procedimiento para remediar los problemas causados por ella, inventando el psicoanálisis.

Además de descubrir la existencia del vitriolo, el doctor Igor necesitaba probar que también en este caso la curación era posible. Quería dejar su nombre en los anales de la historia de la medicina, aún cuando no se ilusionara en relación a las dificultades que tendría que enfrentar para imponer sus ideas, ya que los «normales» estaban satisfechos de sus vidas y jamás admitirían su enfermedad, mientras que los «enfermos» servían de justificación a la existencia de una gigantesca industria de asilos, laboratorios, congresos, etc.

«Sé que el mundo no reconocerá ahora mi esfuerzo», se dijo, orgulloso de ser incomprendido. Al fin y al cabo, ése era el precio que los genios tenían que pagar. – ¿Qué le ha pasado? – preguntó la joven frente a él-. Da la impresión de que hubiera entrado en el mundo de sus pacientes.

El doctor Igor dejó pasar el impertinente comentario.

–Puede irse ya -dijo.

Veronika no sabía si era de día o de noche, pues aunque el doctor Igor tenía la luz encendida, acostumbraba a hacerlo todas las mañanas; pero al llegar al corredor vio la luna, y se dio cuenta de que había dormido más tiempo de lo que pensaba.

En el camino hacia la enfermería, se fijó en una fotografía enmarcada en la pared: era la plaza central de Ljubljana, aún sin la estatua del poeta Preseren, con varias parejas paseando, posiblemente en domingo.

Comprobó la fecha de la foto: verano de 1910. Verano de 1910. Allí estaban aquellas personas, cuyos hijos y nietos ya habrían muerto, captados en un momento de sus vidas. Las mujeres usaban pesados vestidos y todos los hombres llevaban sombrero, chaqueta, corbata (o tela de colores, como la llamaban los locos), polainas y paraguas al brazo. ¿Y el calor? La temperatura debía de ser la misma que en los veranos actuales, 35º a la sombra. Si hubiese aparecido un inglés con bermudas y en mangas de camisa (vestimenta mucho más apropiada para el calor), ¿qué habrían pensado estas personas?

«Un loco».

Había entendido perfectamente bien lo que el doctor Igor había querido expresar De la misma manera entendía que siempre había tenido en su vida mucho amor, cariño, protección, pero le había faltado un elemento para transformar todo eso en una bendición: debía haber sido un poco más loca.

Sus padres habrían continuado queriéndola de cualquier manera, pero ella no había osado pagar el precio de su sueño por miedo a herirlos. Aquel sueño que estaba enterrado en el fondo de su memoria, aunque a veces fuese despertado durante un concierto, o un hermoso disco escuchado por casualidad. No obstante, siempre que afloraba su sueño, el sentimiento de frustración que la embargaba era tan profundo que ella intentaba adormecerlo con presteza.

Veronika sabía, desde pequeña, cuál era su verdadera vocación: ¡ser pianista!

Lo había presentido desde que recibió su primera clase de piano, cuando contaba doce años de edad. Su profesora también había advertido su talento, y la había alentado para convertirse en una profesional. Sin embargo, cuando, feliz por un concurso que acababa de ganar, dijo a su madre que iba a dejar todo para dedicarse solamente al piano, ella la había mirado con cariño y había comentado:

–Nadie vive de tocar el piano, amor mío. – ¡Pero si tú misma me has hecho tomar las clases!

–Solamente para desarrollar tus dotes artísticas; a los maridos les gusta, y puedes lucirte en las fiestas. Olvida ese capricho de ser pianista y ponte a estudiar derecho, que es la profesión del futuro.

Veronika hizo lo que le pidió su madre, segura de que ella tenía la suficiente experiencia para entender lo que era la realidad. Terminó sus estudios, entró en la facultad y salió de ella con un diploma y notas altas… pero sólo consiguió un empleo de bibliotecaria.

«Debía haber sido más loca», reflexionó. Pero, como sucede con la mayoría de las personas, lo había descubierto demasiado tarde.

Iba a continuar su camino cuando alguien la sujetó por el brazo. El poderoso calmante que le habían aplicado aún circulaba por sus venas, y por eso no reaccionó cuando Eduard, el esquizofrénico, delicadamente fue llevándola en una dirección diferente, hacia la sala de estar.

La luna continuaba en cuarto creciente y Veronika ya se había sentado al piano, atendiendo al silencioso pedido de Eduard, cuando empezó a oír una voz que procedía del refectorio. Pertenecía a alguien que hablaba con acento extranjero, y Veronika no recordaba haberlo escuchado en Villete.

–No quiero tocar el piano ahora, Eduard. Quiero saber lo que pasa en el mundo, lo que hablan aquí al lado, quién es ese hombre extraño.

Eduard sonreía, quizás sin entender una sola palabra de lo que le estaban diciendo. Pero ella recordó lo que había dicho el doctor Igor: los esquizofrénicos podían entrar y salir de sus aisladas realidades.

–Voy a morir -prosiguió Veronika, con la esperanza de que sus palabras tuvieran sentido. La muerte rozó hoy mi rostro con sus alas y llamará a mi puerta mañana o pasado mañana. Es preferible que no te acostumbres a escuchar un piano todas las noches. »Nadie puede acostumbrarse a nada, Eduard. Fíjate: yo estaba volviendo a apreciar el sol, las montañas, y hasta a aceptar los problemas; estaba incluso aceptando que la falta de sentido de la vida no era culpa de nadie más que de mí misma. Quería volver a ver la plaza de Ljubljana, sentir odio y amor, desesperación y tedio, todas esas cosas sencillas y banales que forman parte de lo cotidiano y dan sabor a la existencia. Si algún día pudiese salir de aquí,

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