que estaba a punto de ser presa del peor de sus miedos: la asfixia. Iba a morir como si estuviese siendo enterrada viva o fuese lanzada de repente al fondo del mar.
Se tambaleó y cayó, sintiendo el fuerte golpe en su rostro. Continuó haciendo un esfuerzo enorme para respirar, pero le faltaba el aire. Y lo peor de todo es que la muerte no venía, estaba enteramente consciente de lo que ocurría a su alrededor, continuaba viendo los colores y las formas. Tenía dificultad para escuchar lo que los otros le decían; los gritos y exclamaciones parecían distantes, como venidos de otro mundo. Aparte de eso, todo lo demás era real, el aire no venía, simplemente no obedecía a las órdenes de sus pulmones y de sus músculos, y la conciencia no desaparecía.
Sintió que alguien la cogía y la giraba de espaldas, pero ahora había perdido el control del movimiento de los ojos, que giraban sin sentido, enviando centenares de imágenes diferentes a su cerebro y mezclando la sensación de sofoco con una completa confusión visual.
Poco a poco las imágenes fueron haciéndose también distantes y, cuando la agonía alcanzó su punto máximo, el aire finalmente entró, emitiendo un ruido tremendo, que hizo que todos los presentes en la sala quedaran paralizados de miedo.
Veronika empezó a vomitar descontroladamente. Una vez hubo pasado el momento más crítico, algunos locos comenzaron a reírse de la escena, y ella se sintió humillada, desorientada, incapaz de reaccionar.
Un enfermero entró corriendo y le aplicó una inyección en el brazo.
–Tranquila, que ya pasó. – ¡No me he muerto! – comenzó a gritar Veronika, avanzando en dirección a los internos y ensuciando el suelo y los muebles con su vómito-. ¡Continúo en esta porquería de hospicio, obligada a convivir con vosotros, viviendo mil muertes cada día, cada noche, sin que nadie se apiade de mí!
Se volvió hacia el enfermero, arrancó la jeringa de su mano y la tiró en dirección al jardín. – ¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué no me inyectas veneno, sabiendo que ya estoy condenada? ¿No tienes sentimientos?
Sin conseguir controlarse, se volvió a sentar en el suelo y empezó a llorar de modo compulsivo, gritando, sollozando estentóreamente, mientras algunos internos reían y hacían comentarios sobre su ropa, completamente estropeada. – ¡Déle un calmante! – ordenó una doctora entrando apresuradamente-. ¡Controle la situación!
El enfermero, sin embargo, estaba paralizado.
La doctora volvió a salir y regresó con dos enfermeros y una jeringa en su mano. Los hombres sujetaron a la histérica joven, que se debatía en medio de la sala, mientras la mujer le aplicaba hasta la última gota de calmante en la vena de un brazo totalmente sucio.
Ella intentó levantarse, pero no lo consiguió: la sala entera había comenzado a girar a su alrededor.
–Quédese ahí un poco más, hasta que se sienta mejor. Usted no me molesta.
«¡Qué bien! – pensó Veronika-. ¿Pero, y si molestara?».
Se encontraba en el consultorio del doctor Igor, acostada en una cama inmaculadamente blanca, con sábanas nuevas.
Él auscultaba su corazón. Ella fingió que aún seguía dormida, pero algo dentro de su pecho había cambiado, porque el médico habló con la certeza de que estaba siendo oído.
–Quédese tranquila -le dijo-. Con la salud que tiene, puede vivir cien años.
Veronika abrió los ojos. Alguien le había cambiado su ropa. ¿Habría sido el doctor Igor? ¿La habría visto desnuda? Su cabeza no funcionaba bien aún. – ¿Qué es lo que ha dicho?
–Le dije que podía estar tranquila.
–No. Usted dijo que viviría cien años. El médico se dirigió a su mesa.
–Usted dijo que yo viviría cien años -insistió Veronika.
–En medicina nada es definitivo -replicó el doctor Igor-. Todo es posible. – ¿Cómo está mi corazón?
–Igual.
Entonces no necesitaba ya nada. Los médicos ante un caso grave suelen aseverar: «Usted conseguirá vivir cien años» o «no es nada serio» o «usted tiene un corazón y una presión propios de un niño», o también: «tenemos que repetir los exámenes». Parece que teman que el paciente vaya a destrozar todo el consultorio.
Como médico experimentado que era, el doctor Igor permaneció en silencio algún tiempo, simulando interesarse en los papeles diseminados sobre su mesa. Cuando nos hallamos delante de otra persona y ella no nos dice nada, la situación se torna irritante, tensa, insoportable. El doctor Igor tenía la esperanza de que la chica empezara a hablar y él pudiera recoger más datos para su tesis sobre la locura y el método de curación que estaba desarrollando.
Pero Veronika no pronunció palabra alguna. «Quizás ya se encuentre en un grado de envenenamiento demasiado alto a causa del vitriolo», pensó el doctor Igor mientras se decidía a romper el silencio, que se estaba volviendo tenso, irritante, insoportable.
–Parece que le gusta tocar el piano -dijo, procurando ser lo más informal posible.
–Y a los locos les gusta oírlo. Ayer hubo uno que se quedó enganchado, escuchando -replicó Veronika.
–Eduard. Él comentó con alguien que le había encantado. A lo mejor eso ayuda a que vuelva a alimentarse como una persona normal. – ¿A un esquizofrénico puede gustarle la música? ¿Y comentarlo con los otros? – inquirió la joven.
–Sí. Y apuesto a que usted no tiene la menor idea de lo que está diciendo.
Aquel médico (que más parecía un paciente, con sus cabellos teñidos de negro) tenía razón. Veronika había escuchado la palabra muchas veces pero no tenía idea de lo que significaba. – ¿Puede curarse? – quiso saber, intentando ver si obtenía más informaciones sobre el tema.
–Puede controlarse. Aún no se sabe bien lo que pasa en el mundo de la locura: todo es nuevo, y los procesos cambian cada década. Un esquizofrénico es una persona que ya tiene una tendencia natural para ausentarse de este mundo, hasta que un hecho, grave o superficial, dependiendo de cada caso, hace que cree una realidad sólo para él. El caso puede evolucionar hasta un punto en que el paciente se ausente totalmente de la realidad, lo que llamamos catatonía, o, por el contrario, puede remitir a la larga, y permitir que el paciente trabaje y desarrolle una vida prácticamente normal. Depende tan sólo de un factor: el ambiente.
–Crear una realidad sólo para él -repitió Veronika-. ¿Qué es la realidad?
–Es lo que la mayoría de la gente consideró que debía ser No necesariamente lo mejor, ni lo más lógico, sino lo que se adaptó al deseo colectivo. ¿Usted ve lo que llevo alrededor del cuello?
–Una corbata.
–Muy bien. Su respuesta es lógica y coherente, propia de una persona absolutamente normal: «una corbata». »Un loco, sin embargo, diría que yo tengo alrededor del cuello una tela de colores, ridícula, inútil, atada de una manera complicada, que termina dificultando los movimientos de la cabeza y exigiendo un esfuerzo mayor para que el aire pueda penetrar en los pulmones. Si yo me distrajera estando cerca de un ventilador, podría morir estrangulado por esta tela. »Si un loco me preguntara para qué sirve una corbata, yo tendría que responderle: para absolutamente nada. Ni siquiera para adornar, porque hoy en día se ha tornado en el símbolo de la esclavitud, del poder, del distanciamiento. La única utilidad de la corbata consiste en llegar a la casa y podérnosla quitar, dándonos la sensación de que estamos libres de algo que no sabemos lo que es. »¿Pero la sensación de alivio justifica la existencia de la corbata? No. Aún así, si yo pregunto a un loco y a una persona normal qué es eso, será considerado cuerdo aquel que responda: «una corbata». No importa quien dice la verdad, importa quien tiene razón.
–De donde usted dedujo que no estoy loca, pues di el nombre adecuado a la tela de colores.
«No, usted no está loca» pensó el doctor Igor, una autoridad en el tema, poseedor de varios diplomas expuestos en la pared de su consultorio. Atentar contra la propia vida era propio del ser humano. Conocía a numerosas personas que lo habían intentado, y aún así él continuaba relacionándose con su entorno y aparentando inocencia y normalidad sólo porque no había elegido el controvertido procedimiento del suicidio. Se mataban lentamente, envenenándose con aquello que el doctor Igor llamaba vitriolo.
El vitriolo era un producto tóxico cuyos síntomas él había identificado en sus conversaciones con los hombres y mujeres que conocía. Estaba ahora escribiendo una tesis sobre el asunto, que sometería a la Academia de Ciencias de Eslovenia para su estudio. Era el paso más importante en el campo de la insania mental desde que el doctor Pinel mandara retirar las cadenas que aprisionaban a los enfermos, revolucionando de esa manera el mundo de la medicina con la idea de que algunos de ellos tenían posibilidades de curación.
Al igual que la libido -una reacción química responsable del deseo sexual, que el doctor Freud había reconocido pero que ningún laboratorio había sido jamás capaz de aislar-, el vitriolo era destilado por los organismos de los seres humanos que se encontraban en situación de miedo, aunque continuase invisible en las modernas pruebas de espectrografía. Pero era fácilmente reconocible por su sabor, que no era ni dulce ni salado, sino amargo. El doctor Igor, descubridor aún no reconocido de este veneno mortal, lo había bautizado con el nombre de un veneno muy utilizado en el pasado por emperadores, reyes y amantes de todos los tipos cuando necesitaban desembarazarse definitivamente de una persona incómoda.
Buenos tiempos aquellos de emperadores y reyes: en aquella época se vivía y moría con romanticismo. El asesino convidaba a la víctima a una espléndida cena, el sirviente entraba con dos hermosas copas, una de ellas con el vitriolo mezclado en la bebida: ¡cuánta emoción despertaban los gestos de la víctima tomando la copa, diciendo algunas palabras, dulces o agresivas, bebiendo como