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  2. Veronika decide morir
  3. Capítulo 11
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zapatillas y tejanos de marca mientras ella remendaba el viejo vestido que usaba desde hacía años. ¿Cómo puedo odiar a quien sólo me dio amor?,pensaba Veronika, confusa, queriendo modificar sus sentimientos. Pero ya era demasiado tarde: el odio estaba liberado, ella había abierto las puertas de su infierno personal.

Odiaba el amor que le había sido dado, porque no pedía nada a cambio, lo que es absurdo, irreal, contrario a las leyes de la naturaleza.

El amor que no pedía nada a cambio conseguía llenarla de culpa, de ganas de corresponder a sus expectativas aunque eso significara abandonar todo lo que había soñado para ella misma. Era un amor que había intentado esconderle, durante años, los desafíos y la podredumbre del mundo, ignorando que un día ella se daría cuenta de eso y no tendría fuerzas para enfrentarlos. ¿Y su padre? Odiaba a su padre también. Porque, al contrario de su madre, que trabajaba todo el tiempo, él sabía vivir, la llevaba a los bares y al teatro, se divertían juntos, y cuando aún era joven ella lo había amado en secreto, no como se ama a un padre, sino a un hombre. Le odiaba porque siempre había sido tan encantador y tan abierto con todo el mundo, menos con su madre, la única que realmente merecía lo mejor.

Odiaba todo. La biblioteca, con su montaña de libros llenos de explicaciones sobre la vida, el colegio donde había sido obligada a pasar noches enteras aprendiendo álgebra, aunque no conociese a ninguna persona -excepto los profesores y los matemáticos- que necesitase del álgebra para ser más feliz. ¿Por qué le habían hecho estudiar tanta álgebra, y geometría, y todas aquellas asignaturas absolutamente inútiles?

Veronika empujó la puerta de la sala de estar, se acercó al piano, levantó su tapa y, con toda su fuerza, golpeó con las manos el teclado, un acorde loco, disonante, desquiciado, que resonaba en el ambiente vacío, chocando con las paredes y regresando a sus oídos bajo la forma de un ruido agudo que parecía arañar su alma. No obstante, ése era el mejor retrato de su alma en aquel momento.

Volvió a golpear con las manos y nuevamente las notas disonantes reverberaron por todas partes. «Estoy loca. Puedo hacer esto. Puedo odiar y puedo aporrear el piano. ¿Desde cuándo los enfermos mentales saben disponer las notas en orden?». Golpeó el piano una, dos, diez, veinte veces y, cada vez que lo hacía su odio parecía disminuir, hasta que se disipó por completo.

Entonces, nuevamente, la embargó una profunda paz y Veronika volvió a contemplar el cielo estrellado, con la luna en cuarto creciente -su favorita-llenando con suave luz el lugar donde se encontraba. Retornó la sensación de que el Infinito y la Eternidad eran inseparables, y bastaba contemplar a uno de ellos -como el Universo sin límites- para notar la presencia del otro, el Tiempo que no termina nunca, que no pasa, que permanece en el Presente, donde están todos los secretos de la vida. En el breve lapso transcurrido entre la enfermería y la sala, ella había sido capaz de odiar tan fuerte y tan intensamente que no le habían quedado rastros de rencor en el corazón. Había dejado que sus sentimientos negativos, reprimidos durante años en su alma, salieran finalmente a la superficie. Ella los había sentido, y ahora ya no los necesitaba más: podían partir.

Se quedó en silencio, viviendo su instante presente, dejando que el amor ocupase el espacio vacío que había ocupado el odio. Cuando sintió llegado el momento, miró a la luna y tocó una sonata en su homenaje, sabiendo que ella la escuchaba, se sentía orgullosa y esto provocaba los celos de las estrellas.

Tocó entonces una música dedicada a las estrellas, otra al jardín y una tercera a las montañas que no podía ver de noche pero sabía que estaban allí.

En medio de la música para el jardín, otro loco apareció: Eduard, un esquizofrénico sin ninguna posibilidad de curación. Ella no se amedrentó con su presencia; por el contrario, sonrió y, para su sorpresa, él le devolvió la sonrisa.

También en su mundo distante, más distante que la propia luna, la música era capaz de penetrar y hacer milagros.

«Tengo que comprar un llavero nuevo», pensaba el doctor Igor mientras abría la puerta de su pequeño consultorio en el sanatorio de Villete. El antiguo se estaba cayendo a pedazos, y el pequeño escudo de metal que lo adornaba se acababa de desprender y había caído al suelo.

El doctor Igor se inclinó y lo recogió. ¿Qué haría con este escudo que mostraba el blasón de Ljubljana? Sería mejor tirarlo. Claro que también podía hacerlo arreglar, pidiendo que le hicieran una nueva presilla de cuero, o podía dárselo a su nieto para que jugara. Ambas alternativas le parecieron absurdas; el llavero era muy barato, y su nieto no tenía el menor interés en los escudos.

Se pasaba el tiempo viendo televisión o divirtiéndose con juegos electrónicos importados de Italia. A pesar de eso, no lo tiró, sino que lo guardó en el bolsillo para decidir más tarde lo que haría con él.

Por eso era el director de un sanatorio y no un paciente; porque reflexionaba mucho antes de tomar cualquier decisión.

Encendió la luz: amanecía cada vez más tarde a medida que avanzaba el invierno. La ausencia de luz, así como los cambios de casa o los divorcios eran los principales responsables del aumento del número de casos de depresión. El doctor Igor deseaba intensamente que la primavera llegase pronto y resolviese sus problemas.

Consultó la agenda del día. Tenía que tomar algunas medidas para impedir que Eduard muriese de hambre; su esquizofrenia le tornaba imprevisible, y ahora había dejado de comer por completo. El doctor Igor ya había recetado alimentación endovenosa, pero no podía mantener aquello para siempre; Eduard tenía veintiocho años y era fuerte, pero a pesar del suero terminaría consumido, con aspecto esquelético. ¿Y cuál sería la reacción de su padre, uno de los más conocidos embajadores de la joven república eslovena, uno de los artífices de las delicadas negociaciones con Yugoslavia en los comienzos de los años noventa?

A fin de cuentas, este hombre había conseguido trabajar durante años para Belgrado, había sobrevivido a sus detractores -que le acusaban de haber servido al enemigo- y continuaba en el cuerpo diplomático, sólo que ahora representando a un país diferente. Era un hombre poderoso e influyente, temido por todos.

El doctor Igor se preocupó un instante -como antes se había preocupado por el escudo del llavero-, pero pronto alejó el pensamiento de su cabeza: al embajador no le importaba mucho que su hijo tuviera buena o mala apariencia; no tenía intención de invitarle a fiestas oficiales, ni hacer que le acompañase por los diversos lugares donde era designado representante del gobierno. Eduard estaba en Villete, y allí se quedaría para siempre, o por lo menos durante el tiempo que su padre continuara percibiendo aquellos elevados emolumentos.

El doctor Igor decidió que suspendería la alimentación endovenosa de Eduard y le dejaría consumirse un poco más hasta que tuviese, por sí mismo, deseos de volver a comer. Si la situación se agravaba, haría un informe y pasaría la responsabilidad al Consejo de médicos que administraba Villete. «Si no quieres verte en apuros, divide siempre la responsabilidad», le había enseñado su padre, que también era un médico que se había visto enfrentado a varios casos mortales y, no obstante, había obviado cualquier problema con las autoridades.

Una vez hubo ordenado la interrupción del medicamento de Eduard, el doctor Igor pasó al siguiente caso: el informe decía que la paciente Zedka Mendel ya había terminado su período de tratamiento y podía recibir el alta. El doctor Igor lo quería comprobar con sus propios ojos: al fin y al cabo, nada peor para un médico que recibir quejas de la familia de los enfermos que pasaban por Villete. Y eso sucedía con bastante frecuencia, pues después de pasar una temporada en un hospital para enfermos mentales, difícilmente un paciente conseguía adaptarse de nuevo a la vida normal.

La culpa no era imputable al sanatorio ni a ninguno de los establecimientos diseminados -sólo Dios sabía el número- por el mundo entero, donde el problema de readaptación de los internos era exactamente igual. Así como la prisión nunca corregía al preso (se limitaba a enseñarle a cometer más crímenes), los sanatorios hacían que los enfermos se acostumbrasen a un mundo totalmente irreal, donde todo les era permitido y nadie era responsable de sus actos.

De modo que únicamente quedaba una salida: descubrir la cura para los desvaríos de la mente. Y el doctor Igor estaba empeñado en eso hasta la raíz de los cabellos, desarrollando una tesis que revolucionaría el ámbito psiquiátrico. En los asilos, los enfermos transitorios en convivencia con los pacientes irrecuperables iniciaban un proceso de degeneración social que, una vez comenzado, era imposible detener La tal Zedka Mendel terminaría volviendo al hospital, esta vez por voluntad propia, quejándose de males inexistentes, sólo para estar cerca de personas que parecían comprenderla mejor que el mundo exterior.

Si él descubriese, no obstante, cómo combatir el vitriolo (según el doctor Igor, el veneno responsable de la locura), su nombre entraría en la Historia, y Eslovenia sería colocada definitivamente en el mapa. Aquella semana se le había presentado una oportunidad caída del cielo bajo la forma de una suicida potencial, y él no estaba dispuesto a desperdiciar esa oportunidad por nada del mundo.

El doctor Igor se puso contento. Aunque, por razones económicas, continuase obligado a aceptar tratamientos que habían sido hace mucho tiempo condenados por la medicina (como el shock insulínico), también por motivos financieros, Villete estaba innovando el tratamiento psiquiátrico.

Además de tener tiempo y elementos

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