media mañana entraba por debajo de la puerta de las caballerizas y hacía brillar el cabello dorado de Tamlin mientras él terminaba de acomodarse la bandolera de dagas sobre el pecho. La cara —hermosa en un sentido tosco, exactamente como la había soñado yo en los largos meses en que él había usado la máscara— estaba tensa; los labios, una línea fina.
Por detrás, ya sobre el caballo tordillo, junto con otros centinelas Fae, Lucien, meneaba la cabeza sin decir nada en un gesto de advertencia, el ojo de metal entrecerrado. No lo presiones, parecía estar diciéndome.
Pero cuando Tamlin se fue caminando a zancadas hacia el semental negro ya ensillado, apreté los dientes y lo seguí, furiosa.
—La aldea necesita toda la ayuda que pueda recibir.
—Y nosotros seguimos cazando a las bestias de Amarantha —dijo él y montó en un único movimiento fluido. A veces, yo me preguntaba si los caballos no serían para mantener un aspecto de civilización, de normalidad. Para fingir que ellos no eran capaces de correr más rápido, que no vivían a medias como los animales del bosque. Cuando el semental empezó a andar, los ojos verdes de Tamlin parecían pedacitos de hielo.
—No tengo los centinelas que necesitaría para escoltarte.
Tomé la rienda.
—No necesito escolta. —Se me tensó la mano sobre el cuero, obligué al caballo a detenerse y el anillo dorado que yo llevaba en el dedo, junto con la esmeralda cuadrada, brilló bajo el sol.
No habían pasado ni dos meses desde que Tamlin me pidiera en matrimonio, dos meses en los que había tenido que aguantar presentaciones sobre flores y ropa y disposición de los invitados y comida. Había habido un respiro corto un mes antes, gracias al Solsticio de Invierno, pero en ese período yo no había hecho otra cosa que cambiar la contemplación de las puntillas y la seda por la contemplación de las coronas y las guirnaldas de la celebración. De todos modos, había sido un alivio.
Tres días de fiesta, bebida, intercambio de regalitos, que terminaron en una ceremonia larga, más bien odiosa, sobre las colinas de la noche más larga del año para escoltar al mundo en el pase de un año a otro mientras el sol moría y volvía a nacer. O algo así. Celebrar un feriado de invierno en un lugar que siempre estaba atrincherado en la primavera no había hecho mucho para mejorar mi falta general de alegría festiva.
Yo no había prestado demasiada atención a las explicaciones sobre el origen, y los Fae también debatían todavía si la costumbre había surgido en la Corte Invierno o en la Corte Día. Las dos reclamaban esa fecha como la fiesta más sagrada. Lo único que me importaba a mí era que, durante esa noche interminable, había tenido que tolerar dos ceremonias: una, durante la puesta del sol antes de la infinita entrega de regalos y el baile y la bebida en honor de la muerte del sol viejo; y la otra, durante el amanecer siguiente, con los ojos rojos y los pies doloridos, para dar la bienvenida al sol renacido.
Ya era suficientemente malo que se me hubiera pedido que estuviera de pie frente a los cortesanos reunidos y los inmortales de menor alcurnia mientras Tamlin llevaba a cabo sus muchos brindis y saludos. Yo había olvidado convenientemente mencionar que mi cumpleaños también caía en esa noche, la más larga del año. Ya había recibido bastantes regalos y sin duda recibiría muchos más el día de la boda. Y no veía la utilidad que pudiera tener todo eso… esas cosas.
Ahora, solamente quedaban dos semanas entre ese momento y la ceremonia. Si yo no salía de la mansión, si no tenía un día o dos de cualquier cosa que no fuera gastar el dinero de Tamlin y que me arrastraran a…
—Por favor. Los esfuerzos para la recuperación de la aldea son tan lentos… Podría cazar para llevarles algo de comida…
—No es seguro —dijo Tamlin y espoleó al caballo para que volviera a andar. El pelo del animal brillaba como un espejo negro, incluso a la sombra de las caballerizas—. Especialmente para ti.
Había dicho eso cada vez que teníamos esa discusión, cada vez que yo le rogaba que me dejara ir hasta la aldea más cercana de los altos fae para ayudar a reconstruir lo que había quemado Amarantha en los últimos años.
Lo seguí hacia el día brillante, sin nubes, fuera de las caballerizas; el pasto que cubría las colinas cercanas ondulaba en la suave brisa.
—Todos quieren volver, todos quieren un lugar donde vivir…
—Y todos te ven como a una bendición…, una hacedora de estabilidad. Si te pasara algo… —Se quedó en silencio mientras detenía el caballo en el borde del sendero de tierra que lo llevaría a los bosques del este. Lucien lo esperaba unos metros más allá—. No tiene sentido reconstruir nada si las criaturas de Amarantha atraviesan estas tierras y lo destruyen todo otra vez.
—Los muros están de pie…
—Algo se metió antes de que los arregláramos. Ayer Lucien estuvo persiguiendo a cinco naga.
Di vuelta la cabeza hacia Lucien, que se encogió. No me lo había contado en la cena la noche anterior. Había mentido cuando le pregunté por qué rengueaba. Se me dio vuelta el estómago, no solamente por la mentira sino por…, por los naga. A veces, soñaba con la sangre de esas criaturas sobre mí cuando los maté, con esas caras burlonas de serpiente cuando trataron de llevarme hacia el bosque.
Tamlin dijo con suavidad:
—No puedo hacer lo que tengo que hacer si estoy preocupado por tu seguridad.
—Pero si voy a estar segura. —Como alta fae, con mi fuerza y mi velocidad, tenía una buena oportunidad de escapar si pasaba algo.
—Por favor, por favor, te pido que hagas esto por mí, esto nada más —dijo Tamlin y acarició el cuello del semental que pedía rienda con impaciencia. Los otros ya habían puesto los caballos a un trote cómodo; el primero estaba ya casi dentro de la sombra del bosque. Tamlin movió el mentón de alabastro hacia la mansión que acechaba detras de mí—. Estoy seguro de que hay cosas en las que podrías ayudar en la casa. O podrías pintar. Probar el nuevo equipo de pintura que te regalé en el Solsticio de Invierno.
Yo tenía que resolver cuestiones de la planificación de la boda en la casa; Alis se negaba a dejarme levantar ni un dedo. No por quién era yo para Tamlin, por lo que iba a ser para él muy pronto…, sino por lo que había hecho por ella, por sus chicos, por Prythian. Todos los sirvientes se portaban de la misma forma conmigo; algunos seguían llorando de gratitud cuando se cruzaban conmigo en los pasillos. Y en cuanto a pintar…
—De acuerdo —jadeé. Me obligué a mirarlo a los ojos, me obligué a sonreír—. Ten cuidado —dije y lo decía en serio. La idea de que él saliera a los bosques, a cazar a los monstruos que una vez habían servido a Amarantha…
—Te amo —dijo Tamlin con tranquilidad.
Asentí y le murmuré una respuesta mientras él trotaba hasta donde seguía esperándolo Lucien, con el ceño apenas fruncido. No me quedé a verlos partir.
Me tomé un tiempo para retroceder por los jardines mientras los pájaros de la primavera gorjeaban con alegría y la grava me crujía bajo los zapatos endebles.
Yo odiaba los vestidos brillantes que se habían convertido en mi uniforme diario, pero no tenía el corazón para decírselo a Tamlin, no cuando él había comprado tantos, no cuando parecía tan feliz de verme elegir uno de ellos. No cuando sus palabras no estaban lejos de la verdad. El día en que me pusiera la túnica y los pantalones de siempre, el día en que me colgara armas como si fueran joyas, eso enviaría un mensaje claro hasta muy lejos en estas tierras. Así que yo me ponía los vestidos y dejaba que Alis me arreglara el pelo, aunque solo fuera para comprar a todos algo de paz y comodidad para este pueblo.
Por lo menos, Tamlin no había estado en desacuerdo con la daga que yo llevaba a un costado, sostenida por un cinturón enjoyado. Me la había regalado Lucien, la daga quiero decir, en los meses anteriores a Amarantha; el cinturón, en las semanas después de su caída cuando yo llevaba la daga a todos lados. Si vas a armarte hasta los dientes, por lo menos, que te quede bien, había dicho.
Y sin embargo, aunque reinara la estabilidad durante cien años, yo dudaba de que me despertase una mañana y no me pusiera ese cuchillo sobre el cuerpo.
Cien años.
Sí, tenía eso…, tenía siglos frente a mí. Siglos con Tamlin, siglos en este lugar hermoso, tranquilo. Tal vez consiguiera entenderme a mí misma en ese camino. Tal vez no.
Me detuve frente a las escaleras que llevaban a la casa cubierta de hiedra y rosales, y miré hacia la derecha…, al jardín formal de rosas y las ventanas detrás de él.
Solamente una vez había puesto un pie en mi viejo estudio de pintura, cuando acababa de volver.
Y todas esas pinturas, todos los colores y suministros, todas esas telas en blanco que me esperaban para recibir historias y sueños y sentimientos… Lo había odiado. Un momento después, había salido de la habitación y no había vuelto nunca.
Había dejado de catalogar color y textura y sentimiento, había dejado de notarlos. Apenas si conseguía mirar las pinturas que colgaban dentro de la mansión.
Una voz suave, femenina, gorjeó mi nombre desde las puertas abiertas de la mansión y la tensión que yo sentía en los hombros se aflojó un tanto.
Ianthe. La alta sacerdotisa, además de alta fae y amiga de la infancia de Tamlin, que había tomado la responsabilidad de ayudar a planificar las festividades de la boda. Y que había decidido adorarnos a mí y a Tamlin como si los dos fuéramos dioses recién creados, bendecidos y elegidos por el Caldero.
Pero yo no me quejaba…, no cuando Ianthe conocía a todos en la corte y fuera de ella. Se había quedado conmigo en distintas ceremonias y cenas, pasándome detalles sobre los que venían, y era la mayor razón por la que yo había sobrevivido al remolino alegre del Solsticio de Invierno. Después de todo, ella había presidido varias ceremonias, y yo había estado más que feliz de dejarle elegir qué forma debían tener las guirnaldas y coronas de flores que adornarían la mansión y los jardines, qué vajilla de plata complementaba mejor cada comida…
Tamlin era el que pagaba mi ropa diaria, y el ojo de Ianthe el que la seleccionaba. Ella era el corazón del pueblo, ordenada por la Mano de la Diosa para alejarnos de la desesperación y la oscuridad.
Yo no estaba en una posición que me permitiera dudar de ella. Hasta el momento, Ianthe no me había llevado hacia ningún desastre y yo había aprendido a temer los días en que ella estaba ocupada en su propio templo, lejos, en los jardines, supervisando acólitos y peregrinos. Sin embargo, hoy, sí…, pasar un rato con Ianthe era mejor que cualquier otra alternativa.
Me levanté las faldas del vestido color rosado aurora en una mano y ascendí las escaleras de mármol hacia la casa.
La próxima vez, me prometí. La próxima vez convencería a Tamlin de dejarme ir a la aldea.
—Ah, no, no vamos a dejar que ella se siente tan cerca de él. Se harían pedazos y nos mancharían de sangre los manteles de lino. —Por