Por amor, venció la muerte. Para el mundo, se convertirá en un arma mortal.
Tras rescatar a su amado Tamlin de la malvada reina Amarantha, Feyre regresa a la Corte Primavera con los poderes de una Alta Fae. Pero no consigue olvidar los crímenes que debió cometer para salvar al pueblo de Tamlin… ni el perverso pacto que cerró con Rhysand, el Alto Lord de la temible Corte Noche.
Mientras Feyre es arrastrada hacia el interior de la oscura red política y pasional de Rhysand, una guerra inminente acecha y un mal mucho más peligroso que cualquier reina amenaza con destruir todo lo que Feyre alguna vez intentó proteger. Ella deberá entonces enfrentarse a su pasado, aceptar sus nuevos dones y decidir su futuro.
Sarah J. Maas
Una corte de niebla y furia
Una corte de rosas y espinas – 2
ePub r1.2
Titivillus 27.04.2017
Título original: A Court of Mist and Fury
Sarah J. Maas, 2016
Traducción: Márgara Averbach
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Para Josh y Annie…
mi Corte de Sueños
Tal vez siempre estuve quebrada y sin luz por dentro.
Tal vez otra persona, alguien que hubiera nacido entera y buena, habría bajado la daga de fresno y se habría arrojado en brazos de la muerte antes que aceptar lo que estaba por pasarme.
Sangre por todas partes.
Era un esfuerzo enorme apretar la mano alrededor del puño de la daga; me temblaba la mano empapada, roja. Mientras yo me fracturaba poco a poco por dentro y el cadáver tendido del joven alto fae se enfriaba sobre el suelo de mármol.
Yo no conseguía soltar la daga, no podía moverme de mi lugar sobre el cuerpo.
—Bien —ronroneó Amarantha desde el trono—. Otra vez.
Había otra daga de fresno y otro Fae de rodillas. Hembra.
Yo sabía las palabras que ella me dirigiría. La oración que estaba por recitar.
Sabía que iba a asesinarla de todos modos, como había asesinado el joven que estaba frente a mí.
Para liberarlos a todos, para liberar a Tamlin, sí, lo haría.
Yo era la carnicera que mataba inocentes y la salvadora de una tierra.
—Cuando estés lista, hermosa Feyre —dijo Amarantha arrastrando las sílabas, el pelo rojo, brillante, tan lustroso como la sangre que yo tenía en las manos. Que manchaba el suelo.
Asesina. Carnicera. Mentirosa. Engañadora. Monstruo.
Yo ya no sabía a quién me refería. Las líneas que me separaban de la reina se habían borrado hacía mucho.
Los dedos se me aflojaron sobre la daga, y la daga cayó al suelo con un ruido metálico y salpicó líquido rojo sobre el charco de sangre. Unas gotas se me pegaron a las botas gastadas: lo que quedaba de una vida mortal que ahora estaba tan lejos de mí que podría haber sido uno de mis sueños afiebrados de los últimos meses.
Me enfrenté a la hembra que esperaba la muerte, la capucha sobre la cara, el cuerpito firme. Me preparé para el final que yo iba a darle. A ella, la víctima del sacrificio.
Levanté la segunda daga que me esperaba sobre un almohadón de terciopelo negro; el mango helado, en la mano húmeda, caliente. Los guardias tiraron la capucha hacia atrás con un gesto brusco.
Yo conocía la cara que me estaba mirando.
Conocía esos ojos entre azules y grises, ese pelo entre rubio y castaño, esa boca entera y esos pómulos agudos. Conocía las orejas, delicadamente arqueadas ahora, los miembros que habían cambiado los contornos y se habían llenado de poder; toda imperfección humana, suavizada en un brillo sutil, inmortal.
Conocía el vacío, la desesperación, la corrupción que le goteaba en la cara.
No me temblaron las manos cuando busqué el mejor ángulo para la daga.
Mientras me tomaba de ese hombro de huesos finos y miraba al interior de esa cara odiada…, y sí, sí, era mi cara, mi cara.
Hundí la daga de fresno en mi propio corazón, que la esperaba.
PARTE UNO
LA CASA DE LAS BESTIAS
CAPÍTULO
1
Vomité en el baño, tomada de los costados fríos del inodoro, tratando de contener los sonidos del estómago.
La luz de la luna caía sobre la enorme habitación de mármol; la única iluminación en ese lugar mientras yo vomitaba todo en silencio, hasta el final.
Tamlin no se había movido cuando me desperté bruscamente. Y cuando no pude diferenciar entre la oscuridad de mi cámara y la noche infinita de los calabozos de Amarantha, cuando el sudor frío que me cubría el cuerpo me pareció la sangre de esos inmortales, salí corriendo hacia el baño.
Había estado ahí unos quince minutos, esperando que las arcadas se detuvieran, que los temblores que quedaban se hicieran cada vez menos frecuentes y desaparecieran, como ondas sobre una laguna.
Me tomé del material frío, jadeando, contando las respiraciones.
Solamente una pesadilla. Una de muchas —y las tenía tanto dormida como despierta—, una de tantas que me perseguían en esos días.
Habían pasado tres meses desde Bajo la Montaña. Tres meses de ajustarme a mi cuerpo inmortal, a un mundo que luchaba por volver a poner todas las piezas en su lugar después de que Amarantha lo hiciera pedazos.
Me concentré en la respiración, en inspirar por la nariz, soltar el aire por la boca. Una y otra vez.
Cuando me pareció que ya no iba a vomitar, me levanté despacio…, pero no fui muy lejos. Solo hasta la pared más cercana, cerca de la ventana quebrada, porque ahí veía el cielo de la noche, porque ahí era posible que la brisa me acariciara la cara pegajosa. Recliné la cabeza contra la pared, apoyé las manos contra el suelo de mármol congelado. Real.
Eso era real, sí. Yo había sobrevivido; había salido viva de Bajo la Montaña.
A menos que esto fuera un sueño…, solamente un sueño afiebrado en los calabozos de Amarantha, y yo me despertara en mi celda y…
Me llevé las rodillas al pecho. Real. Era real.
Mastiqué la palabra.
La mastiqué hasta que conseguí soltar las piernas y levantar la cabeza. El dolor me atravesó las manos… De alguna forma, las tenía apretadas en puños tan cerrados que las uñas casi me habían perforado la piel.
Fuerza inmortal…, más una maldición que un regalo. Yo había abollado y estropeado toda la vajilla de plata que toqué durante los primeros tres días en la Corte Primavera, había tropezado sobre esas piernas más rápidas, más largas, con tanta frecuencia que Alis había sacado todos los objetos valiosos de mis habitaciones (se había puesto particularmente gruñona cuando volqué una mesa con un florero de ochocientos años de antigüedad) y había quebrado no uno, no dos, sino cinco puertas de cristal solamente porque las cerré con demasiada fuerza sin intención.
Respiré por la nariz y abrí los dedos.
La mano derecha era lisa, suave. Totalmente Fae.
Levanté la izquierda y la doblé y vi los rulos de tinta negra que me cubrían los dedos, la muñeca, el brazo hasta el codo, empapados de la oscuridad de la habitación. Daba la impresión de que el ojo en el fondo de la palma me miraba, tranquilo y astuto como un gato, la pupila partida más ancha que un rato antes ese mismo día. Como si se ajustara a la luz, como si fuera cualquier otro ojo.
Lo miré con furia.
Miré con furia lo que fuera que estuviera vigilándome a través del tatuaje.
No había sabido nada de Rhys en los tres últimos meses. Ni un susurro. No me había atrevido a preguntar a Tamlin o a Lucien o a cualquier otro… no fuera a ser que la pregunta convocara al alto lord de la Corte Noche, le recordara de alguna forma el trato tonto que yo había hecho con él Bajo la Montaña: una semana de vida con él todos los meses a cambio de salvarme, a cambio de atravesar el umbral de la muerte.
Pero aunque Rhys se hubiera olvidado (lo cual era un milagro), yo no lo conseguía. Ni Tamlin ni Lucien ni ningún otro. No con ese tatuaje a la vista.
Aunque al final, Rhys…, aunque no hubiera sido exactamente un enemigo.
Para Tamlin, lo era. Para cualquier otra corte. Tan pocos cruzaban las fronteras de la Corte Noche y vivían para contarlo. Nadie sabía lo que había realmente en la parte norte de Prythian.
Montañas y oscuridad y estrellas y muerte.
Pero yo no me había sentido enemiga de Rhys cuando le hablé por última vez en las horas que siguieron a la derrota de Amarantha. Y después, no le había contado nada a nadie sobre ese encuentro, ni lo que él me dijo ni lo que yo le confesé.
Agradece que tienes ese corazón humano, Feyre. Deberías sentir lástima por los que no sienten nada.
Cerré los dedos en un puño y así tapé ese ojo del tatuaje. Me puse de pie y descargué el inodoro antes de inclinarme sobre el lavamanos y enjuagarme la boca, después la cara.
Ojalá no sintiera nada.
Ojalá mi corazón humano hubiera cambiado con el resto de mí, convirtiéndome en mármol inmortal. En lugar de ese pedazo de oscuridad destrozada que era mi corazón ahora, esa oscuridad que dejaba escapar su purulencia, que contaminaba el resto de mi ser.
Cuando volví a deslizarme hacia el dormitorio oscurecido, Tamlin seguía durmiendo, el cuerpo desnudo tendido sobre el colchón. Durante un momento, admiré los músculos poderosos de esa espalda, destacados con tanto amor por la luz de la luna; el cabello rubio, enredado por el sueño y los dedos que yo le había pasado por la cabeza mientras hacíamos el amor.
Por él, había hecho todo eso; por él, me había perdido voluntariamente, a mí misma y a mi alma inmortal.
Y ahora tenía que vivir durante toda una eternidad.
Seguí caminando hacia la cama, cada paso más entumecido, más pesado que el anterior. Las sábanas estaban frías y secas y yo me deslicé entre ellas, la espalda hacia Tamlin y puse los brazos a mi alrededor, en un abrazo. Con el oído Fae, a veces me preguntaba si no oía un cambio en la respiración de Tamlin, apenas un instante. Nunca había tenido el valor de preguntarle si en realidad estaba despierto.
Él no se despertaba cuando las pesadillas me arrastraban fuera del sueño; no se despertaba cuando, noche tras noche, yo vomitaba todo lo que había comido. Si él lo sabía, si me oía, no decía nada al respecto.
Yo sabía que a él lo perseguían sueños similares; que esos sueños lo sacaban del sueño con tanta frecuencia como a mí. La primera vez que pasó, me había despertado y había tratado de hablarle. Pero él me rechazó, me separó la mano del cuerpo, la piel cubierta de transpiración, y de pronto, ahí estaba esa bestia de pelo y garras y cuernos y colmillos. Había pasado el resto de la noche tendido frente a la puerta, monitoreando la pared de ventanales.
Desde entonces, había pasado así muchas noches.
Enroscada en la cama, me tapé con las mantas; necesitaba esa tibieza para defenderme de la noche fría. La situación se había transformado en un trato establecido sin palabras: no dejar que Amarantha ganara la partida, reconociendo que seguía atormentándonos tanto en nuestros sueños como cuando estábamos despiertos.
De todos modos, era más fácil no tener que explicar. No tener que decirle a Tamlin que, aunque yo lo había liberado, aunque había salvado a su pueblo y a todo Prythian de Amarantha, eso me había destrozado.
Y que yo no pensaba que la eternidad fuera suficiente para curarme.
CAPÍTULO
2
—Quiero ir.
—No.
Crucé los brazos, metiendo la mano con el tatuaje bajo el bíceps izquierdo, y abrí los pies un poco sobre el polvo de la entrada de las caballerizas.
—Hace tres meses. No pasó nada y la aldea no está ni a diez kilómetros de dista…
—No.
La