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  2. Torre del alba
  3. Capítulo 2
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dimensiones de la sala del trono, elegante y ornamentada, donde se reunían docenas de personas alrededor de una plataforma dorada reluciente bajo el sol del mediodía. Chaol se preguntó cuál de las cinco personas paradas frente al hombre en el trono sería la elegida para gobernar este imperio.

Lo único que se escuchaba era el movimiento de las ropas de las casi cincuenta personas —las contó rápidamente en el lapso de unos cuantos parpadeos discretos— reunidas a ambos lados de la plataforma deslumbrante y que formaban un muro de seda, carne y joyas, una auténtica avenida por la cual Nesryn lo iba empujando.

El roce de la tela… y el traqueteo y rechinido de las ruedas. Nesryn las había aceitado esa mañana, pero las semanas que pasaron en altamar habían afectado el metal. Cada chirrido y crujido le ponía a Chaol los pelos de punta, pero mantuvo la cabeza en alto y los hombros hacia atrás.

Nesryn se detuvo a una distancia prudente de la plataforma y del muro que formaban frente a su padre los cinco hijos del khagan, todos en la flor de la edad, hombres y mujeres.

La defensa de su emperador: la labor principal de los príncipes y princesas. Esa era la manera más fácil de demostrar su lealtad, de buscar una ventaja para ser nombrados herederos. Y los cinco que estaban frente a ellos…

Chaol ajustó su expresión para que solo manifestara neutralidad y volvió a contar. Eran solo cinco. No los seis que le había descrito Nesryn.

Pero no miró hacia el salón para buscar al príncipe o princesa faltante, en cambio, hizo una reverencia doblándose a la altura de la cintura. Practicó la maniobra una y otra vez durante la última semana en altamar, cuando el clima se empezó a volver más cálido y el aire se sentía seco y tostado por el sol. Las reverencias en la silla seguían sintiéndose poco naturales, pero Chaol se inclinó lo más que pudo, hasta alcanzar a ver sus piernas inertes, sus botas color marrón impecables y esos pies que no podía sentir, que no podía mover.

A su izquierda, el sonido de la ropa al moverse le indicó que Nesryn estaba a su lado y que también hacía una reverencia. Se mantuvieron en esa posición durante tres respiraciones, como Nesryn le había dicho que se debía hacer. Chaol utilizó esas tres respiraciones para tranquilizarse, para bloquear de su mente el peso de la responsabilidad que cargaban.

Alguna vez fue bueno para conservar la compostura sin alterarse. Trabajó al servicio del padre de Dorian durante años y obedecía las órdenes sin siquiera parpadear. Y antes de eso, soportó a su propio padre, cuyas palabras eran tan hirientes como sus puños, el verdadero y actual lord de Anielle.

El título de lord, que ahora precedía al nombre de Chaol, era una burla. Una burla y una mentira que Dorian se había negado a abandonar a pesar de sus protestas.

Lord Chaol Westfall, la Mano del Rey.

Lo odiaba. Más que el sonido de las ruedas. Más que el cuerpo que ahora no podía sentir por debajo de la cadera; el cuerpo cuya quietud seguía sorprendiéndolo, a pesar de que habían pasado ya varias semanas.

Era el lord de Nada. El lord de los que Rompen sus Juramentos. El lord de los Mentirosos.

Y cuando Chaol levantó el torso y vio los ojos rasgados del hombre canoso en aquel trono, cuando la piel morena y maltratada del khagan se frunció para formar una sonrisita astuta… Chaol se preguntó si el khagan también lo sabría.

Capítulo 2

Nesryn suponía que ella estaba formada por dos partes.

La parte que correspondía a la nueva capitana de la guardia real de Adarlan, quien le hizo un juramento a su rey asegurándole que el hombre junto a ella en la silla de ruedas sería curado y que también conseguiría que el hombre del trono frente a ellos les proporcionara un ejército. Esa parte de Nesryn mantuvo la cabeza en alto, los hombros echados hacia atrás y las manos a una distancia poco amenazadora de la espada ornamentada que llevaba en su cadera.

Pero luego estaba la otra parte.

La parte que, cuando el navío empezó a acercarse, vio aparecer las torres, minaretes y domos de la Ciudad de los Dioses en el horizonte; la que reconoció la columna reluciente de la Torre que sobresalía orgullosa y tuvo que tragarse las lágrimas. La parte que olió la paprika ahumada, el característico picor del jengibre y la dulzura atrayente del comino en cuanto llegaron a los muelles y supo, en sus huesos, que estaba en casa. Que sí, vivía, servía y moriría por Adarlan, por la familia que aún estaba allá, pero en este sitio, donde su padre alguna vez vivió y donde incluso su madre adarlaniana se sentía más a gusto… estaba su gente.

La piel de diversos tonos de marrón y café. La abundancia de ese cabello negro brillante: su cabello. Los ojos que iban de rasgados a redondos y de grandes a delgados, en tonalidades de ébano y pardo o, incluso, algunos castaños y verdes. Su gente. Una mezcla de reinos y territorios, sí, pero… aquí no se siseaban insultos en las calles, aquí los niños no lanzarían rocas, aquí los hijos de su hermana no se sentirían diferentes, no se sentirían no queridos.

Esta parte de ella… que, a pesar de sus hombros firmes y su barbilla levantada, hacía que le temblaran las rodillas al considerar quién, qué, estaba delante de ella.

Nesryn no se atrevió a decirle a su padre dónde iría ni qué haría. Se limitó a decirle que tenía un encargo del rey de Adarlan y que estaría fuera por un tiempo. Su padre no le había creído. Ella misma no lo creía.

El khagan era una historia que se contaba en susurros alrededor de la chimenea en las noches invernales, sus hijos eran leyendas cuyas historias se contaban mientras amasaban esas incontables hogazas para la panadería. Eran los cuentos que en las noches sus ancestros contaban para ayudarla a dormir o para mantenerla despierta toda la noche con terror hasta en los huesos.

El khagan era un mito viviente. Era una deidad al igual que los treinta y seis dioses que gobernaban esta ciudad e imperio. Había tantos templos dedicados a esos dioses en Antica como tributos a los diversos khagans. Más.

La ciudad recibió el nombre de Ciudad de los Dioses por ellos y por el dios viviente sentado en el trono de marfil sobre esa plataforma dorada. Estaba hecha de oro puro, tal como decían las leyendas que le había susurrado su padre. Y los seis hijos del khagan… Nesryn podía nombrarlos a todos sin que se los presentaran.

Tras la meticulosa investigación de Chaol durante el viaje en barco, sabía que a él tampoco le quedaba ninguna duda.

Pero la reunión resultaría distinta a lo esperado.

Por cada cosa que ella le enseñó al excapitán sobre su tierra en esas semanas, Chaol la instruyó en el tema de los protocolos de la corte. Aunque él participó pocas veces directamente, fue testigo de suficientes encuentros mientras estuvo al servicio del rey. Había sido un observador del juego que ahora se convertía en protagonista y que estaba arriesgando mucho.

Esperaron en silencio a que hablara el khagan.

Ella intentó recordar que debía cerrar la boca mientras recorrían el palacio. Nunca había entrado en sus visitas a Antica cuando era niña. Ni su padre, ni el padre de su padre, ni ninguno de sus antepasados. En una ciudad de dioses, este era el templo más sagrado… y el laberinto más mortífero.

El khagan no se movió de su trono de marfil.

Un trono más reciente, más ancho, de unos cien años de antigüedad, mandado a hacer cuando el séptimo khagan se deshizo del anterior porque no cabía, debido a su corpulencia. Ese khagan comió y bebió hasta morir, decía la historia, pero al menos tuvo la sensatez de nombrar a su heredero antes de llevarse la mano al pecho un día y caer muerto… justo en ese trono.

Urus, el khagan actual, no tenía más de sesenta años y parecía estar en mucho mejor condición física. Aunque su cabello oscuro ya tenía años de estar tan blanco como su trono tallado; aunque tenía cicatrices que le decoraban toda la piel arrugada recordándole al mundo que él había luchado por este trono en los últimos días de vida de su madre… sus ojos de ónix, delgados y rasgados, brillaban como estrellas, claros y omniscientes. En la cima de su cabellera nevada no había corona porque los dioses entre los mortales no necesitaban marcadores de su mando divino.

Detrás de él, las tiras de seda blanca atadas a las ventanas abiertas revoloteaban con la brisa caliente. Estas provocaban que los pensamientos del khagan y su familia se centraran en el lugar donde el alma del finado, quien fuera, sin duda alguien importante, se reuniría al Eterno Cielo Azul y a la Tierra Durmiente que el khagan y sus ancestros seguían honrando, en vez del panteón de treinta y seis dioses que sus ciudadanos tenían la libertad de adorar. O de cualquier otro dios fuera de ese panteón, en el caso de que los territorios fueran lo suficientemente nuevos para que sus dioses aún no se hubieran incorporado al grupo. Con seguridad había varios de estos, porque desde que asumió el trono tres décadas atrás, el hombre sentado frente a ellos había anexado un puñado de reinos extranjeros a sus fronteras. Un reino por cada uno de los anillos con resplandecientes rocas preciosas que le adornaban los dedos llenos de cicatrices.

Un guerrero ataviado con ropas finas apoyaba los codos en los brazos del trono de marfil —construido con los colmillos extraídos de las bestias poderosas que recorrían los pastizales centrales—, mientras sus manos bajaban para acomodarse en su regazo, ocultas detrás de tramos de seda azul con bordes dorados. La tela estaba teñida con la tinta índigo proveniente de las tierras calientes y exuberantes del oeste, de Balruhn, de donde provenía originalmente la gente de Nesryn, antes de que la curiosidad y la ambición hicieran que su bisabuelo arrastrara a la familia por las montañas, pastizales y desiertos hacia la Ciudad de los Dioses en el árido norte.

Los Faliq habían sido comerciantes desde siempre, pero no de cosas particularmente finas. Solo telas simples de buena calidad y especias. Su tío seguía comerciando con ese tipo de bienes y, a través de varias inversiones lucrativas, se había convertido en un hombre moderadamente rico. Su familia ahora vivía en una casa hermosa en esta misma ciudad. Estaba sin duda un peldaño más arriba del panadero, el camino que su padre había elegido al dejar estas costas.

—Que un nuevo rey envíe a alguien tan importante a nuestras costas no es algo que se vea todos los días —dijo al fin el khagan en la lengua de ellos y no en halha, el idioma del Continente del Sur—. Supongo que debemos considerarlo un honor.

Su acento era tan similar al de su padre, pensó Nesryn, pero el tono no tenía la misma calidez, el mismo humor. Este era un hombre que había sido obedecido toda su vida, que peleó para ganarse su corona y que ejecutó a dos de sus hermanos, quienes demostraron ser malos perdedores. De los tres que sobrevivieron… uno estaba exiliado y los otros dos habían jurado lealtad a su hermano e hicieron que las sanadoras de la Torre los dejaran estériles.

Chaol inclinó la

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