Poder, alianzas, guerra, venganza… La travesía a un imperio distante de sanadores mágicos.
Chaol Westfall siempre se ha definido a sí mismo como un hombre de lealtad inquebrantable, de gran fortaleza y a partir de su posición como capitán de la Guardia. Pero todo eso ha cambiado desde que el castillo de cristal se hizo añicos: sus hombres fueron diezmados y el rey de Adarlan lo libró de un golpe mortal pero dejó su cuerpo destrozado.
Su única oportunidad de recuperarse reside en los legendarios curanderos de la Torre Cesme en Antica, el bastión del poderoso imperio en el Continente Meridional. Y ahora que la guerra se cierne sobre Dorian y Aelin de vuelta en casa, su supervivencia quizá dependa de que Chaol y Nesryn convenzan a sus regidores de formar una alianza con ellos.
Pero lo que descubren en Antica los cambiará por completo y será más vital salvar a Erilea de lo que podrían haber imaginado.
Sarah J. Maas
Torre del alba
Trono de cristal – 6
ePub r1.0
Titivillus 11-06-2019
Título original: Tower of Dawn
Sarah J. Maas, 2017
Traducción: Carolina Alvarado Graef
Diseño de cubierta: Regina Flath
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Para mi abuela, Camilla,
quien cruzó montañas y mares;
su historia asombrosa es mi épica favorita.
Capítulo 1
Chaol Westfall, excapitán de la guardia real y ahora Mano del recién coronado rey de Adarlan, descubrió que odiaba un sonido en particular más que todos los demás: las ruedas. Específicamente, el traqueteo que generaban al avanzar sobre los tablones del barco donde había pasado tres semanas, navegando en aguas tormentosas. Y ahora el traqueteo y golpeteo que iban haciendo al rodar sobre el mármol verde pulido y los mosaicos intrincados del reluciente palacio del khagan en Antica, en el Continente del Sur.
Chaol no tenía otra cosa que hacer salvo permanecer en esa silla de ruedas —que, a su juicio, ya se había convertido en su prisión y al mismo tiempo en su único medio para ver el mundo—, así que prestó atención a cada detalle del enorme palacio situado sobre una de las numerosas colinas de la capital. Todos los materiales provenían y estaban elaborados para honrar alguna parte del poderoso imperio del khagan.
Los pisos verdes pulidos que recorría su silla provenían de canteras del suroeste del continente. De los desiertos arenosos del noreste provenían las columnas rojas de la enorme sala de recepción. Estas estaban diseñadas para representar árboles majestuosos con las ramas superiores extendidas hacia los domos altos.
Los mosaicos distribuidos entre el mármol verde habían sido elaborados por los artesanos de Tigana, otra de las ciudades más preciadas del khaganato, en la montañosa punta sur del continente. Cada uno representaba una escena del pasado rico, brutal y glorioso del khaganato: los siglos que pasaron como jinetes nómadas entre los pastizales de las estepas al este del continente; el surgimiento del primer khagan, un caudillo que unificó las tribus dispersas y las transformó en una potencia conquistadora que fue adueñándose del continente, parte por parte, con una visión astuta y estratégica que permitió forjar el enorme imperio. Más adelante, las representaciones de los siguientes tres siglos: los diversos khagans que expandieron el imperio y distribuyeron la riqueza de cien territorios por todas sus tierras, que construyeron incontables puentes y caminos para conectarlos a todos y que gobernaron el vasto continente con exactitud y transparencia.
Tal vez los mosaicos representaban un vistazo de lo que Adarlan pudo haber sido, pensó Chaol al avanzar entre el murmullo de la corte ahí reunida y paseando entre las columnas talladas bajo los domos dorados. Claro, eso si Adarlan no hubiera pasado años gobernado por un hombre bajo el control de un rey demonio decidido a hacer del mundo un festín para sus hordas.
Chaol levantó la cabeza para ver a Nesryn, quien iba empujando su silla, y la notó con expresión dura. Solo sus ojos oscuros —que recorrían con rapidez cada rostro, ventana y columna que pasaba frente a ellos— mostraban alguna señal de interés en la enorme mansión del khagan.
Habían reservado sus ropas más finas para ese día. La recién nombrada capitana de la guardia se veía esplendorosa en su uniforme carmín y dorado. Chaol no tenía idea de dónde lo había sacado Dorian, pues era el mismo uniforme que él alguna vez portó con tanto orgullo.
En un inicio, Chaol tenía la intención de vestir de negro, simplemente porque eso del color… Nunca se había sentido cómodo usando ropa de colores, salvo el rojo y dorado de su reino. Pero el negro ya se había convertido en el color de los guardias de Erawan infestados del Valg, quienes usaron esos uniformes negros cuando aterrorizaron Rifthold, y cuando apresaron, torturaron y después masacraron a sus hombres. Los habían dejado colgados de las rejas del palacio, meciéndose con el viento.
Chaol casi no podía mirar a los guardias de Antica, ni de camino al palacio, ni en las calles ni en esa misma sala, tan orgullosos y alertas, con sus espadas a la espalda y sus cuchillos a los lados. Incluso en ese momento tuvo que controlarse para no mirar hacia los sitios donde sabía que estarían apostados en el salón, exactamente donde él hubiera colocado a sus propios hombres. Donde él mismo estaría, sin duda, monitoreando todo durante la llegada de los emisarios de un reino extranjero.
Nesryn le devolvió la mirada, con sus ojos color ébano, fríos y sin parpadear, el cabello negro a los hombros, que se mecía con cada paso. No se podía ver ni un rastro de nerviosismo en su semblante hermoso y solemne. No se notaba ninguna señal de que estuvieran a punto de conocer a uno de los hombres más poderosos del mundo, un hombre que podría alterar el destino del continente si decidía participar en la guerra que, todo parecía indicar, estaba por estallar en Adarlan y Terrasen.
Chaol se quedó mirando al frente, sin decir palabra. Nesryn le había advertido que los muros, pilares y arcos tenían oídos, ojos y bocas.
Solo por ese motivo, Chaol evitó ajustarse la ropa que tanto le costó elegir para la ocasión: pantalones color café claro, botas color castaño a la rodilla y camisa blanca de la seda más fina. Sobre ella, traía una chaqueta oscura de tono azul verdoso. Era una chaqueta sencilla: su costo se podía ver en las hebillas de latón fino de la parte delantera y en el brillo del delicado hilo dorado que corría por el cuello y los bordes. No traía la espada colgada del cinturón de cuero. La ausencia del peso tranquilizador de su arma se sentía como la de un miembro fantasma. O unas piernas fantasma.
Dos tareas. Tenía dos tareas mientras estuviera en ese lugar y aún no estaba seguro de cuál de las dos resultaría más imposible: convencer al khagan y a sus seis posibles herederos de que le prestaran sus considerables fuerzas armadas para librar la guerra contra Erawan… O encontrar una sanadora en la Torre Cesme que pudiera descubrir la manera de hacerlo volver a caminar.
Que descubriera, pensó con una oleada considerable de desagrado, una manera de componerlo. Odiaba esa palabra. Casi tanto como el traqueteo de las ruedas. Componer. Aunque eso era lo que le venía a suplicar a las sanadoras legendarias, la palabra seguía siendo irritante y le revolvía el estómago.
Intentó apartar la palabra y la idea de su mente durante el camino, mientras iban con el grupo de sirvientes casi silenciosos que los llevaron desde los muelles, por las sinuosas calles empedradas y polvosas de Antica, hasta la avenida empinada que conducía a los domos y a los treinta y seis minaretes del palacio.
De las innumerables ventanas, antorchas y umbrales de las puertas colgaban tiras de tela blanca, desde seda hasta fieltro y lino.
—El motivo, quizá, sea la muerte de algún funcionario o pariente distante de la familia real —murmuró Nesryn.
Con frecuencia, los diversos rituales funerarios eran una mezcla de los que se acostumbran en los numerosos reinos y territorios regidos por el khaganato, pero la tela blanca era una reliquia de la época en que la gente del khagan recorría las estepas y enterraba a sus muertos bajo la mirada del cielo abierto.
A pesar de esto, la ciudad no les había parecido lúgubre durante el recorrido al palacio. La gente iba de un lugar a otro vestida con ropas de diferentes estilos, los vendedores seguían pregonando su mercancía, los acólitos de los templos de madera o piedra seguían convocando a los peatones.
—Todos los dioses tienen un hogar en Antica —le dijo Nesryn.
El conjunto, incluido el palacio, yacía bajo la vigilancia de la Torre brillante de roca clara que se elevaba sobre una colina al sur. Esa Torre alojaba a las mejores sanadoras mortales del mundo. Chaol hizo un esfuerzo por no quedarse viendo el edificio a través de las ventanas del carruaje, aunque la enorme construcción se alcanzaba a ver desde casi cualquier calle y ángulo de Antica. Ninguno de los sirvientes la había mencionado ni había comentado sobre la presencia dominante, la cual parecía incluso rivalizar con el palacio del khagan.
No, la servidumbre no había dicho gran cosa de camino al palacio, ni siquiera sobre las banderas fúnebres que revoloteaban en el aire seco. Todos los sirvientes permanecieron en silencio, hombres y mujeres por igual. Con sus cabelleras brillantes, lacias y oscuras, sus pantalones holgados y sus chaquetas sueltas de color cobalto y rojo sangre, con remates en tono dorado claro. Eran sirvientes asalariados, pero descendían de los esclavos que alguna vez pertenecieron a la familia del khagan. Fueron esclavos hasta el reinado de la khagan previa, una visionaria y rebelde que abolió la esclavitud para la generación anterior, entre muchas otras mejoras que realizó para el imperio. Esa khagan liberó a los esclavos, pero les dio trabajo a ellos y a sus hijos como servidumbre asalariada, y ahora a los hijos de sus hijos.
Ninguno de ellos parecía haber pasado hambre o estar mal remunerado, y tampoco mostraron siquiera un asomo de miedo cuando escoltaron a Chaol y Nesryn desde el barco hasta al palacio. Al parecer, el khagan actual trataba muy bien a sus sirvientes. Se esperaba que también lo hiciera quien resultara elegido como heredero al trono.
A diferencia de Adarlan o Terrasen, el khagan decidía quién heredaría su imperio sin consideraciones de orden de nacimiento o género. Las cosas no se simplificaban mucho con la costumbre de tener tantos hijos como fuera posible para darle al khagan una amplia variedad de donde escoger. Y la rivalidad entre los hijos de la pareja real… era casi un deporte sangriento. Todos sus actos tenían la intención de demostrarle al monarca quién era el más fuerte, el más sabio, el mejor preparado para gobernar.
Por ley, el khagan debía tener un documento sellado que conservaba en una bóveda secreta y oculta: un documento donde designaba a su heredero en caso de que la muerte lo alcanzara antes de poder hacer el anuncio formal. El documento se podía alterar en cualquier momento, pero el sistema estaba diseñado para evitar que se repitiera aquello que el khaganato temía desde que se anexaron los reinos y territorios del continente: el colapso. No existía el temor de que lo provocara alguna potencia extranjera, sino una guerra interna.
Ese primer khagan de la antigüedad fue sabio, pues en los trescientos años del khaganato nunca había estallado la guerra civil.
Nesryn empujó la silla entre los sirvientes refinados que les hacían reverencias y se detuvo entre dos enormes pilares. Pudieron apreciar las