el suave Mercedes GLS climatizado, luchaba contra las oleadas de sueño que amenazaban con anegarme. Pensé en Sam, durmiendo profundamente a varios miles de kilómetros, en su vagón de tren. Pensé en Treena y Thom acurrucados en mi pisito de Londres. De repente la voz de Nathan interrumpió mis pensamientos.
—¡Mira!
Abrí mis ojos somnolientos y… ¡ahí estaba!, al otro lado del puente de Brooklyn, Manhattan, brillante, un millón de fragmentos dentados de luz, inspiradora, bruñida, condensada de manera imposible y hermosa. Era una vista tan familiar por la televisión y las películas que no podía creer que la estuviera viendo de verdad. Me enderecé en el asiento, estupefacta, mientras acelerábamos hacia la metrópolis más famosa del planeta.
—Esta vista nunca cansa, ¿eh? Es algo más imponente que Stortfold.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de verdad. Mi nuevo hogar.
* * *
—Hola, Ashok, ¿qué tal te va?
Nathan atravesó el vestíbulo de mármol con mis maletas, mientras yo me quedaba mirando las baldosas blancas y negras y las barandillas de bronce, intentando no tropezar, mientras mis pasos resonaban en el gigantesco espacio. Parecía el vestíbulo de un gran hotel ligeramente desvaído: el ascensor de bronce bruñido, los suelos alfombrados con los colores del edificio, rojo y oro, la recepción un poco demasiado oscura para resultar agradable. Olía a cera de abejas, a zapatos relucientes y a dinero.
—¡Hombre! ¿A quién tenemos aquí?
—Esta es Louisa. Va a trabajar con la señora G.
El portero uniformado salió de detrás de su mesa y me tendió la mano. Tenía una gran sonrisa y una mirada que parecía haberlo visto todo.
—Encantada de conocerle, Ashok.
—¡Inglesa! Tengo un primo en Londres. En Croydon. ¿Conoce Croydon? ¿Ha estado por allí? Es un muchacho grandote, ¿sabe a lo que me refiero?
—La verdad es que no conozco Croydon —dije. Vi que torcía el gesto—. Pero mantendré los ojos bien abiertos por si le veo la próxima vez que pase por allí —añadí.
—Bienvenida al Edificio Lavery, Louisa. Si necesita algo o quiere saber lo que sea, solo tiene que decírmelo. Estoy aquí veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
—No bromea, a veces creo que duerme debajo de la mesa —dijo Nathan, y a continuación me indicó el ascensor de servicio con las puertas de color gris apagado que había al fondo del vestíbulo.
—Tengo tres niños menores de cinco años —replicó Ashok sonriendo—. Puedes creerme si te digo que estar aquí es lo único que me mantiene cuerdo. ¡Mi pobre esposa no puede decir lo mismo! Bueno, señorita Louisa. Si necesita lo que sea, yo soy su hombre.
—¿Drogas, prostitutas, casas de mala reputación? —murmuré al tiempo que se cerraban las puertas del ascensor.
—No. Más bien entradas de teatro, reservas en restaurantes, las mejores lavanderías, etcétera —dijo Nathan—. ¡Cielos, estamos en la Quinta Avenida! ¿A qué te dedicabas en Londres?
* * *
La residencia de los Gopnik ocupaba seiscientos cincuenta metros cuadrados en los pisos segundo y tercero de un edificio gótico de ladrillo rojo, un dúplex fuera de lo común en esa parte de Nueva York que daba fe de la riqueza de la familia Gopnik durante generaciones. Nathan me contó que el Lavery era una versión reducida del famoso Edificio Dakota y una de las construcciones de viviendas más antiguas del Upper East Side. Nadie podía comprar o vender uno de sus pisos sin el visto bueno de una junta de residentes impermeable al cambio. En los brillantes condominios del otro lado del parque vivían los nuevos ricos: oligarcas rusos, estrellas del pop, magnates chinos del acero y multimillonarios de la tecnología. Los edificios tenían restaurantes comunes, gimnasio, guardería y una infinidad de piscinas, pero los residentes del Lavery preferían las cosas a la antigua usanza.
Los apartamentos habían pasado de generación en generación; sus habitantes tuvieron que aprender a tolerar la fontanería de la década de 1930, libraron largas y tortuosas batallas para que les autorizaran a cambiar algo más grande que un interruptor de la luz y miraron educadamente hacia otro lado mientras Nueva York mutaba a su alrededor, igual que se ignora a un pobre con un cartel de cartón.
Apenas pude vislumbrar la grandeza del dúplex, con sus suelos de parqué, sus techos altos y cortinas damasquinadas hasta el suelo, mientras nos dirigíamos hacia el ala de servicio, escondida en el extremo del segundo piso, al final de un largo y estrecho pasillo que conducía a la cocina: una anomalía de un pasado distante. Los edificios reformados o más nuevos no tenían ala de servicio. Las criadas y niñeras llegaban desde Queens o Nueva Jersey en el primer tren de la mañana y volvían a sus casas al anochecer. La familia Gopnik había poseído estas minúsculas habitaciones desde que se construyó el edificio. No se podían reformar o vender, estaban vinculadas por escritura a la vivienda principal y eran muy codiciadas como trasteros. No era difícil entender por qué podían ser consideradas trasteros.
—Ya hemos llegado —dijo Nathan abriendo una puerta y soltando mis maletas.
Mi habitación medía aproximadamente tres metros y medio por tres metros y medio. Albergaba una cama doble, una televisión, una cómoda y un armario. Una butaca, tapizada en tela beis, descansaba en el rincón; su asiento hundido hablaba de exhaustos ocupantes previos. Tenía una ventana pequeña que daba al sur, o al norte, o al este. Era difícil de decir porque estaba a unos dos metros de la pared trasera y desnuda de un edificio tan alto que solo podía ver el cielo si pegaba la cara al cristal y estiraba el cuello.
Siguiendo por el pasillo había una cocina común que compartiría con Nathan y una criada cuya habitación estaba al otro lado del pasillo.
Sobre la cama había una ordenada pila de cinco polos verde oscuro y lo que parecían pantalones negros que despedían el brillo del teflón barato.
—¿No te dijeron que tenías que llevar uniforme?
Cogí uno de los polos.
—Polo y pantalones. Los Gopnik creen que el uniforme simplifica las cosas. Así todo el mundo sabe cuál es su lugar.
—Si quiere parecer un golfista profesional.
Miré el diminuto baño, alicatado en mármol marrón y con manchas de cal incrustada, que comunicaba con el dormitorio. Disponía de inodoro, un pequeño lavabo que parecía de la década de los cuarenta y una ducha. A un lado había una pastilla de jabón envuelta en papel y un bote de insecticida para cucarachas.
—La verdad es que es bastante grande para los estándares de Manhattan —dijo Nathan—. Ya sé que parece un poco destartalado, pero la señora G dice que podemos darle una mano de pintura. Ponemos un par de lámparas más, nos damos una vuelta por Crate and Barrel en busca de objetos de decoración y…
—Me encanta —respondí—. Estoy en Nueva York, Nathan. Estoy aquí de verdad —exclamé, volviéndome hacia él con voz repentinamente temblorosa.
Me apretó el hombro.
—Sí, ya estás aquí.
* * *
Me las apañé para permanecer despierta el tiempo suficiente como para deshacer las maletas, comprar con Nathan comida para llevar (él lo llamó comida rápida, como los americanos), echar un vistazo a algunos de los ochocientos cincuenta y nueve canales de mi pequeño televisor, la mayoría en un bucle infinito de fútbol americano, anuncios relacionados con problemas digestivos o programas, con escasa iluminación, sobre crímenes de los que nunca había oído hablar. Entonces me dormí. Me desperté sobresaltada a las cinco menos cuarto de la madrugada. Estaba confusa, y era incapaz de localizar el sonido distante de una sirena y el chirrido de un camión que avanzaba marcha atrás. Por fin encendí la luz, recordé dónde estaba y me estremecí de excitación.
Saqué el portátil de la funda y escribí un mensaje de chat a Sam.
¿Estás ahí? Bss
Esperé pero no respondió. Me había dicho que estaría de servicio y estaba tan atontada que me sentía incapaz de calcular la diferencia horaria. Dejé el portátil e intenté dormirme otra vez. (Treena decía que cuando no duermo lo suficiente parezco un caballo triste). Pero los desconocidos sonidos de la ciudad eran como un canto de sirena, y a las seis me levanté y me duché, intentando ignorar el óxido en el agua que salió a presión del cabezal de la ducha. Me vestí (pichi vaquero de verano y una blusa vintage de manga corta, color turquesa, con una imagen de la Estatua de la Libertad) y fui en busca de un café.
Caminé despacio por el pasillo, intentando recordar dónde estaba la cocina de servicio que Nathan me había enseñado la tarde anterior. Abrí una puerta, una mujer se volvió y me miró fijamente. Era de mediana edad, bajita y fornida, con el pelo peinado en ordenadas ondas negras, como si fuera una estrella de cine de los años treinta. Tenía unos ojos hermosos y oscuros, pero tendía a fruncir los labios en un gesto de desaprobación permanente.
—Hum…, ¡buenos días!
Siguió mirándome fijamente.
—So… soy Louisa, la chica nueva, la… asistente de la señora Gopnik.
—No es la señora Gopnik —respondió la mujer; sus palabras quedaron flotando en el aire.
—Usted debe de ser… —Me estrujé el cerebro afectado por el desfase horario, pero no conseguí recordar ningún nombre. ¡Venga, vamos!, me decía a mí misma—. Lo siento mucho. Esta mañana estoy empanada. Jet lag.
—Soy Ilaria.
—Ilaria, claro, lo siento —dije tendiéndole la mano. Ella no la estrechó.
—Yo sí sé quién eres.
—Esto…, ¿puede decirme dónde guarda Nathan la leche? Me gustaría tomar un café.
—Nathan no bebe leche.
—¿En serio? Antes sí tomaba.
—¿Crees que te estoy mintiendo?
—No. No era eso lo que…
Dio un paso a la izquierda y señaló una alacena la mitad de grande que las demás y bastante a trasmano.
—Esa es la tuya.
Abrió la puerta del frigorífico para guardar el zumo y vi en su estante una botella de leche de dos litros. La cerró y me dirigió una mirada implacable.
—El señor Gopnik estará en casa esta tarde a las seis y media. Ponte el uniforme para recibirle —me informó mientras echaba a andar por el pasillo haciendo ruido con las zapatillas.
—¡Un placer haberla conocido! ¡Estoy segura de que nos veremos mucho! —contesté a su espalda.
Miré fijamente el frigorífico durante un instante y decidí que probablemente no era demasiado temprano para ir a comprar leche. Después de todo estaba en la ciudad que nunca duerme.
* * *
Puede que Nueva York estuviera despierta, pero el Lavery estaba envuelto en un silencio tan denso que parecía que la comunidad entera se había tomado una buena dosis de somníferos. Recorrí el pasillo y cerré suavemente la puerta principal, tras comprobar ocho veces que había cogido el bolso y las llaves. Pensé que al ser tan pronto y estar dormidos los residentes podría examinar con mayor detenimiento dónde había ido a parar.
Mientras avanzaba de puntillas, con la lujosa alfombra amortiguando mis pasos, un perro comenzó a ladrar detrás de una de las puertas, emitiendo un sonido agudo y rabioso, y una voz anciana gritó algo que no pude entender. Apresuré el paso para no despertar a los demás residentes, y en vez de bajar por la escalera principal bajé en el ascensor de servicio.
No había nadie en el vestíbulo y salí a la calle. Me envolvieron un clamor y una luz tan intensos que tuve que parar unos momentos para conservar el equilibrio. Ante mí, el verde oasis de Central Park