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  2. Muerto para el mundo
  3. Capítulo 2
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para aguantar todo el follón que suponía una fiesta de Nochevieja, Danielle tenía planes desde hacía tiempo para asistir a una fiesta elegante con su novio formal y la nueva no podía empezar de aquí a dos días. Me imagino que Arlene, Holly y yo necesitábamos más el dinero que pasárnoslo bien.

Y a mí tampoco me habían invitado a ninguna otra cosa. Al menos, trabajando en el Merlotte’s, es como si formara parte del decorado. Es similar a ser aceptada.

Barriendo los trocitos de papel, me recordé otra vez no comentarle a Sam que lo de las bolsas de confeti no había sido precisamente una de sus mejores ideas. Todas lo habíamos dejado ya bastante claro e incluso el bonachón de Sam empezaba a mostrar signos de agotamiento. Pero no nos parecía justo dejárselo todo a Terry Bellefleur, por mucho que barrer y fregar los suelos fuera su trabajo.

Sam estaba contando las monedas y poniéndolas en bolsitas para poder dejarlas en la caja nocturna del banco. Se le veía cansado pero satisfecho.

Marcó un número en el teléfono móvil.

—¿Kenya? ¿Te viene bien acompañarme ahora al banco? De acuerdo, nos vemos en un minuto por la puerta de atrás. —Kenya, una agente de policía, solía escoltar a Sam hasta la caja nocturna, sobre todo después de una gran noche como la de hoy.

Yo también estaba encantada con mi dinero. Había ganado mucho en propinas. Creía haber reunido trescientos dólares, o más, y necesitaba hasta el último centavo. De estar segura de que aún tendría la cabeza para hacerlo, me habría gustado contar el dinero al llegar a casa. El ruido y el caos de la fiesta, las constantes idas y venidas a la barra y a la ventanilla de la cocina, el tremendo lío que habíamos tenido que limpiar, la constante cacofonía de todos aquellos cerebros… Todo aquello junto me había agotado. Al final estaba demasiado cansada para proteger mi mente y había captado muchos pensamientos.

Ser telépata no es fácil. Y, sobre todo, no es divertido.

Aquella noche había sido peor que muchas. No sólo resultó que los clientes del bar, a quienes conocía desde hacía años, estaban desinhibidos, sino que además había noticias que mucha gente se moría de ganas de contarme.

—He oído decir que tu novio se ha largado a Sudamérica —había dicho Chuck Beecham, un vendedor de coches, con un brillo malicioso en su mirada—. Debes de sentirte muy sola en casa sin él.

—¿Estás tal vez ofreciéndote para ocupar su lugar, Chuck? —le había preguntado el hombre apoyado a su lado en la barra, y ambos se habían reído con las típicas risotadas que utilizan los hombres cuando charlan entre ellos.

—Qué va, Terrell —dijo el vendedor—. Las tías abandonadas por vampiros me traen sin cuidado.

—O sois educados, o ya sabéis dónde está la puerta —les solté sin alterarme. Sentí un calor en la espalda y supe que mi jefe, Sam Merlotte, estaba mirándolos por encima de mi hombro.

—¿Algún problema? —preguntó.

—Estaban a punto de disculparse —dije, mirando a Chuck y Terrell a los ojos. Ellos bajaron la vista hacia sus cervezas.

—Lo siento, Sookie —murmuró Chuck, y Terrell bajó la cabeza dando a entender que se sumaba a la disculpa. Asentí y seguí ocupándome de los pedidos. Pero habían logrado herirme.

Y ése era su objetivo.

Noté una punzada de dolor en el corazón.

Estaba segura de que la mayoría de la población de Bon Temps, Luisiana, no sabía que nos habíamos separado. Bill no tenía la costumbre de chismorrear sobre su vida privada, y tampoco yo. Arlene y Tara estaban mínimamente enteradas, por supuesto, ya que cuando rompes con tu chico tienes que contárselo a tus mejores amigas, aun dejando aparte los detalles interesantes. (Como el hecho de que has matado a la mujer por la que te dejó. Algo que no pude evitar. De verdad). De modo que cualquiera que viniera a contarme que Bill se había marchado del país, imaginando que yo no lo sabía aún, lo hacía simplemente por malicia.

Hasta la reciente visita de Bill a mi casa, la última vez que lo había visto había sido cuando le devolví los discos y el ordenador que tenía escondidos en mi casa. Se lo había llevado al anochecer, para que el aparato no tuviera que quedarse abandonado muchas horas en el porche. Le había colocado todas sus cosas en una caja grande impermeabilizada. Él había salido justo cuando yo arrancaba el coche para irme, y yo no me paré.

Una mujer mala habría entregado los discos al jefe de Bill, Eric. Una mujer peor habría conservado todos esos discos y aquel ordenador después de haber anulado el permiso de Bill (y de Eric) de entrar en su casa. Pero yo me había convencido de que no era ni una mujer mala, ni una peor.

Además, pensando en términos prácticos, Bill podría haber contratado a cualquier humano para que entrara en mi casa y se llevara sus cosas. No creía que fuera a hacerlo, pero era verdad que él las necesitaba urgentemente. De lo contrario, tendría problemas con el jefe de su jefe. Y yo estaba furiosa con él, tal vez muy furiosa. Pero no soy vengativa.

Arlene me dice a menudo que, para mi desgracia, soy demasiado buena para que me vaya bien, aunque yo le aseguro que no es así. (Tara nunca me lo dice. ¿Me conocerá mejor?). Abatida, me di cuenta de que era muy posible que en el transcurso de aquella agitada noche Arlene se enterara de la partida de Bill. Efectivamente, veinte minutos después de la burla de Chuck y Terrell, Arlene se abrió paso entre la multitud para darme unos golpecitos en la espalda.

—De todos modos, a ese frío cabrón no lo necesitabas para nada —dijo—. ¿Hizo acaso algo por ti?

Asentí débilmente para darle a entender lo mucho que valoraba sus palabras de apoyo. Pero entonces, desde una mesa me pidieron dos whisky sour, dos cervezas y un gin-tonic y tuve que servirlos enseguida, lo que, de hecho, me sirvió para distraerme. Una vez servidas las bebidas, me formulé la misma pregunta: “¿Qué había hecho Bill por mí?”.

Antes de obtener la respuesta tuve que servir jarras de cerveza a dos mesas más.

Me había enseñado lo que era el sexo, y me encantó. Me había presentado a otros vampiros, pero eso ya no me gustó tanto. Me había salvado la vida, aunque, pensándolo bien, yo no habría corrido peligro de no haber estado saliendo con él. A cambio, yo le había salvado la vida un par de veces, de modo que esa deuda estaba saldada. Me había llamado “cariño”, y cuando lo decía lo sentía de verdad.

—Nada —murmuré, fregando el líquido derramado de una piña colada y entregándole a la mujer que la había vertido uno de los pocos trapos limpios que nos quedaban para que se secara la falda—. En realidad, no ha hecho nada. —La mujer me sonrió y movió afirmativamente la cabeza, pensando por supuesto que me compadecía de ella. Había tanto ruido que era imposible entender nada, lo que fue una suerte para mí.

Pero me alegraría cuando Bill regresara. Al fin y al cabo, era mi vecino más próximo. El cementerio más antiguo de la comunidad separaba nuestras casas, que estaban junto a una carretera local al sur de Bon Temps. Sin Bill allí, estaba completamente sola.

—Perú, me han contado —dijo mi hermano Jason. Rodeaba con el brazo a su chica de la noche, una joven bajita, morena y delgada de veintiún años que vivía en el quinto pino. (Lo sabía porque me había tocado a mí pedirle el carné para entrar). La observé con detalle. Jason no lo sabía, pero era una cambiante. Son fáciles de detectar. Era una chica atractiva, pero las noches de luna llena se transformaba en algo con plumas o pelaje. Me di cuenta de que Sam le lanzaba una dura mirada en un momento en que Jason estaba de espaldas a ella, para recordarle que en su territorio se comportase como era debido. Ella le devolvió la mirada, con interés. Tuve la sensación de que no se transformaba precisamente ni en gatito ni en ardilla.

Pensé en conectarme a su cerebro e intentar leerlo, pero las cabezas de los cambiantes no son un asunto sencillo. Sus pensamientos son una especie de maraña de color rojo, aunque de vez en cuando logras hacerte con una buena imagen de sus emociones. Lo mismo sucede con los licántropos.

Cuando la luna brilla redonda en todo su esplendor, Sam se transforma en un collie. A veces, se acerca corriendo hasta mi casa y le doy un recipiente con los restos de la comida y le dejo que se eche a dormir en el porche trasero, si hace buen tiempo, o en la sala de estar, si hace malo. Ya no le dejo entrar en mi habitación, porque se despierta desnudo —un estado en el que resulta realmente atractivo— y no quiero sentirme tentada por mi jefe.

No era noche de luna llena, por lo que Jason estaría a salvo. Decidí no decirle nada sobre la chica. Todo el mundo esconde algún que otro secreto. Sólo que el de ella era un poco más pintoresco.

Además de la chica de mi hermano, y de Sam, claro está, aquella Nochevieja había en el Merlotte’s otras dos criaturas sobrenaturales. Una era una mujer estupenda, que medía al menos un metro ochenta y tenía una larga melena oscura y ondulada. Vestida para matar con un traje ceñido de manga larga de color naranja, había venido sola y estaba decidida a conocer a todos los chicos del bar. No sabía lo que era, pero por su modelo cerebral estaba segura de que no era humana. La otra criatura era un vampiro, que había llegado con un grupo de gente joven, veinteañeros en su mayoría. No conocía a ninguno de ellos. Sólo una mirada de reojo de algunos de los juerguistas señalaba la presencia de un vampiro. Era una muestra del cambio de actitud que se había producido en los pocos años transcurridos desde la Gran Revelación.

Hace ya casi tres años, la noche de la Gran Revelación, los vampiros habían aparecido en televisión en todos los países para anunciar su existencia. Fue aquélla una noche en la que muchas de las cosas asumidas como ciertas en el mundo se derrumbaron y se alteraron para siempre.

Aquella fiesta de presentación en sociedad había sido impulsada por el desarrollo japonés de una sangre sintética que satisfacía las necesidades nutricionales de los vampiros. Desde la Gran Revelación, el turbulento proceso de acomodar a los nuevos ciudadanos de los Estados Unidos, que se caracterizaban por el pequeño detalle de estar muertos, había producido numerosas convulsiones políticas y sociales. Los vampiros tienen una cara pública, así como una explicación oficial de su condición —afirman que su alergia al sol y al ajo les produce graves cambios metabólicos—, pero yo he sido testigo de la otra cara del mundo de los vampiros. Mis ojos ven ahora muchas cosas que la mayoría de seres humanos nunca presencia. Y si me preguntan si saber todo esto me hace feliz…

Les responderé que no.

Pero tengo que admitir que ahora el mundo me resulta un lugar más interesante. Paso mucho tiempo sola (pues no soy exactamente lo que podría calificarse como “normal, normal”), de modo que he acogido con agrado el tener algo más en qué pensar. Pero no el miedo ni el peligro. He visto el rostro

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