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  2. La guía secreta de la Hermandad de la Daga Negra
  3. Capítulo 59
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para alcanzar su encendedor dorado y un porro. Encendió el porro, mientras pensaba que, después de una noche como ésa, no había manera de que él abandonara el humo rojo. Ésta era precisamente la razón por la cual lo necesitaba.

Mientras que esa primera calada bajaba hasta sus pulmones, Cormia apareció en el umbral.

—¿Su Excelencia?

Phury bajó la mirada hacia el porro y se concentró en la punta naranja y brillante. Era mejor y más seguro desviar la mirada del cuerpo esbelto de Cormia y esa larga y vaporosa túnica.

—¿Sí?

—Bella está bien. Eso dice Jane. Pensé que querría saberlo.

Ahora Phury la miró por encima del hombro.

—Gracias.

—Oré por ella.

Phury soltó el humo.

—¿De veras?

—Era lo correcto. Ella es… adorable.

—Eres una persona muy amable, Cormia. —Phury volvió a concentrarse en el porro, mientras pensaba que esa noche estaba en carne viva. Absolutamente sensible por dentro, y el humo rojo no estaba ayudando mucho—. Muy amable.

Cuando el estómago de Phury emitió un rugido, Cormia murmuró:

—¿Puedo prepararle algo de comer, Su Excelencia?

Aunque su estómago volvió a rugir, como si le gustara esa perspectiva, él dijo:

—Estoy bien, pero gracias.

—Como desee. Que duerma bien.

—Tú también. —Justo cuando la puerta se estaba cerrando, Phury gritó—: ¿Cormia?

—¿Sí?

—Gracias de nuevo. Por orar por Bella.

Ella hizo un sonido que indicaba que lo había oído y la puerta se cerró con un clic.

Aunque necesitaba darse una ducha, Phury subió las piernas sobre el colchón y se recostó contra los almohadones. Mientras fumaba, se sintió aliviado al ir relajando progresivamente los hombros y los músculos de las piernas y al sentir que sus manos dejaban de ser las garras en que se habían convertido.

Cerró los ojos y se dejó llevar, al tiempo que una serie de imágenes pasaban por detrás de sus párpados, al principio muy deprisa y luego cada vez más despacio. Vio los cadáveres de la clínica, la pelea y la evacuación. Luego estaba de regreso en la mansión, buscando a Wrath…

Una imagen de Cormia inclinada sobre las rosas irrumpió en su cabeza.

Phury soltó una maldición y se lió otro porro; lo encendió y volvió a recostarse.

Joder, ella estaba preciosa en medio del reflejo de la luz de la terraza.

Y luego Phury pensó en la imagen de Cormia en el corredor hacía sólo un momento, con la túnica amarrada de una manera que formaba una V entre sus pechos.

Siguiendo un loco impulso pasional, fantaseó con lo que habría sucedido si, en lugar de dejar que ella saliera de la habitación, la hubiese tomado de la mano y la hubiese metido dentro. Se imaginó a sí mismo llevándola suavemente hasta la cama y acostándola donde él estaba ahora. Su pelo se esparciría sobre las fundas de las almohadas formando mechones dorados, y su boca se abriría un poco, tal como estaba en el teatro de proyecciones cuando él se le había acercado.

Desde luego, él tendría que darse antes una ducha. Naturalmente. No podía esperar que ella estuviera con un macho que no sólo había estado trasteando cajas de tiritas durante un par de horas, sino que también había estado peleando a puñetazo limpio con un restrictor.

Claro, claro… Phury adelantó la película hasta el momento en que se estaba restregando debajo del agua caliente.

Luego él regresaría envuelto en su bata blanca y se sentaría en la cama al lado de ella. Con el fin de tranquilizarla —bueno, de tranquilizarse los dos—, comenzaría por acariciarle la cara, el cuello y el pelo. Y cuando ella echara la cabeza hacia atrás para abrirle camino, él pondría sus labios sobre los de ella. En este punto sus manos bajarían por los bordes de las dos mitades de la túnica hasta el cinturón. Lo aflojaría lentamente, tan lentamente que ella no se sentiría incómoda por el hecho de que él estuviera a punto de verle los senos y el vientre y el… todo.

Phury la recorrería toda con su boca.

Eso era lo que ocurría en su fantasía. La besaba por todas partes. Sus labios, su lengua… cada milímetro de su piel recibiría atención.

Las imágenes eran tan vívidas que la mano de Phury tuvo que ocuparse del dolor que estalló en medio de sus propios muslos. Su intención era sólo acomodarse mejor los pantalones, pero una vez la mano hizo contacto, ya no se acordó de acomodar nada… eso era lo único remotamente placentero que había sentido en mucho tiempo.

Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, Phury se metió el porro entre los dientes, se bajó la cremallera de los pantalones y dejó que la palma de su mano se cerrara sobre su polla.

Las reglas del celibato que se había autoimpuesto dictaminaban que ese tipo de actividad estaba prohibida. Después de todo, parecía inútil negarse al placer del sexo pero abrirle la puerta a la masturbación. Y la única vez en la vida que se había masturbado había sido durante el período de necesidad de Bella, pero eso había sido en respuesta a una necesidad biológica, y no por placer: necesitaba aliviar de alguna manera la tensión o se habría vuelto loco. Y esos orgasmos que había tenido habían sido tan anodinos como el baño en que había ocurrido.

Pero esto no sería anodino.

Phury se imaginó llegando al lugar que más quería… con su cabeza entre las piernas de Cormia… Su cuerpo pareció enloquecer y su piel ardió con tanto calor que se podría haber hervido agua sobre sus abdominales. Y el asunto se volvió volcánico cuando se imaginó que encontraba con la lengua el camino hasta el dulce corazón de la vagina de Cormia.

Ay, Dios… se estaba acariciando. No había manera de negárselo. Y tampoco iba a detenerse.

Phury se quitó el porro de los labios, lo apagó en el cenicero y gimió, al tiempo que dejaba caer la cabeza hacia atrás y abría las piernas. No quería pensar en lo que no debía hacer. Sólo necesitaba un poco de alivio y felicidad, un pequeño trozo de dicha… justo en este momento. Él había visto a sus hermanos encontrar el amor y establecer parejas sólidas, y les había deseado lo mejor desde la barrera, mientras sabía que ése no sería su futuro. Y eso había estado bien durante mucho tiempo. Pero ahora ya no le parecía bien.

Deseaba esas cosas. Para él.

La ansiedad comenzó a teñir de dolor su placer, como una mancha de tinta sobre una tela.

Pero Phury lo evitó concentrándose en Cormia. Se vio tratándola con suavidad pero con firmeza, manipulando su cuerpo…

—Ah, sí… —rugió en medio del aire inmóvil de su habitación.

Tomaría ese momento para sí mismo y acalló su cargo de conciencia diciéndose que se lo merecía por todo el duro trabajo que había hecho.

Estaba solo. Nadie lo sabría nunca.

Cormia balanceó con cuidado el vaso de leche y el plato con los dos pedazos de pan y los trozos de carne, al tiempo que levantaba una mano para llamar a la puerta del Gran Padre. Deseaba que el sándwich le hubiera salido mejor. Fritz le había dicho lo que tenía que hacer e indudablemente estaría mejor si lo hubiera hecho él, pero Cormia quería moverse con rapidez y quería prepararlo ella misma.

Justo antes de que sus nudillos tocaran la madera, oyó un gemido, como si alguien estuviese herido. Y luego otro.

Preocupada por el bienestar del Gran Padre, agarró el picaporte de la puerta y la abrió…

Cormia dejó caer el plato con el sándwich. Mientras que este rebotaba contra el suelo, se quedó mirando fijamente la cama. La puerta se cerró.

Phury estaba recostado contra los almohadones y su espectacular melena multicolor formaba un halo alrededor de su cabeza. Tenía la camisa negra subida hasta las costillas y los pantalones abiertos sobre sus muslos dorados. Una de sus manos estaba sobre su virilidad, y su sexo era grueso y brillante en la punta. Mientras se acariciaba con fuerza su largo miembro, tenía la otra mano sobre la inmensa bolsa que colgaba debajo.

En ese momento, de su boca entreabierta brotó otro gemido; luego se mordió el labio inferior y sus colmillos se clavaron en la carne suave.

Las manos del Gran Padre comenzaron a moverse más rápido y su respiración se volvió más difícil; él parecía estar al borde de algo tremendo. Desde luego, era completamente inapropiado observarlo, pero ella no podía marcharse para salvarse…

La nariz del Gran Padre se ensanchó y sus fosas nasales se abrieron como si estuviera percibiendo un olor. Al tiempo que soltaba un gruñido, comenzó a tener convulsiones y los músculos de su estómago y sus muslos se apretaron. Mientras que unos chorros de color blanco perla brotaban de él, sus brillantes ojos amarillos se abrieron y se clavaron en ella. El hecho de verla pareció agitarlo todavía más, pues lanzó una maldición y sus caderas se sacudieron hacia arriba. Entonces brotó más de esa crema satinada; y parecía que nunca se fuera a detener, mientras los músculos del cuello se tensaban y las mejillas se ponían rojas.

Sólo que el Gran Padre no estaba sufriendo de verdad, pensó Cormia. Sus ojos se aferraron a ella como si ella fuera el combustible de todo eso y él no quisiera que terminara lo que le estaba ocurriendo.

Ésa era la culminación del acto sexual.

Cormia lo supo porque su cuerpo se lo dijo. Pues cada vez que el Gran Padre se sacudía, cada vez que rugía, cada vez que la palma de su mano llegaba hasta la punta de su sexo y volvía a bajar hasta la base, los senos se le encendían y lo que había entre sus piernas se humedecía todavía más.

Y luego él se quedó quieto. Agotado. Satisfecho.

En medio del silencio, Cormia sintió la humedad en la parte interna de sus muslos y miró lo que había sobre el vientre, la mano y el sexo del Gran Padre.

El sexo era un glorioso ungüento, pensó, mientras se imaginaba cómo sería tener dentro de ella lo que cubría ahora el cuerpo del Gran Padre.

Mientras la cabeza le daba vueltas, Cormia se dio cuenta de que el Gran Padre la miraba con expresión de confusión, como si no estuviera seguro de si lo que veía era un sueño o Cormia en realidad estaba en su habitación.

Ella se acercó, porque, con lo que acababa de suceder y la forma en que el aire se había saturado a ese olor a especias oscuras, el cuerpo extendido del Gran Padre era el único destino que le interesaba.

Los ojos del Gran Padre fueron cambiando a medida que ella se aproximaba, como si se estuviera dando cuenta de que ella sí estaba con él. Y una expresión de espanto reemplazó la de agradable satisfacción.

Cormia dejó el vaso de leche junto al cenicero, miró el vientre del Gran Padre y extendió la mano sin pensar conscientemente en lo que hacía.

Él siseó y luego contuvo el aliento cuando ella lo tocó. Lo que cubría el cuerpo del Gran Padre estaba caliente.

—Esto no es sangre —murmuró Cormia.

El Gran Padre sacudió la cabeza sobre la almohada con expresión de asombro, como si estuviera sorprendido por la audacia de la muchacha.

Cormia levantó el dedo y reconoció que lo que había salido de él era la fuente del olor a especias negras que flotaba en el aire… y ella deseaba eso, fuera lo que fuera. Luego se llevó el dedo al labio inferior para untarlo con aquel líquido y después pasó la lengua por el labio.

—Cormia… —rugió el Gran Padre.

El sonido de su nombre envolvió la habitación en un capullo ardiente e íntimo que parecía casi tangible y, en medio de

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