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  2. La guía secreta de la Hermandad de la Daga Negra
  3. Capítulo 4
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de que la última vez que Bella y él habían estado juntos había sido mucho antes del nacimiento de Nalla. El embarazo había sido difícil y después Bella había necesitado tiempo para recuperarse físicamente y había estado totalmente absorta en la labor de cuidar a su hijita.

Z la extrañaba. La deseaba. Todavía pensaba que era la hembra más espectacularmente sensual que había en el planeta.

Bella dejó caer su bata, se situó frente al espejo y se quedó mirando fijamente su reflejo. Con una mueca, se inclinó hacia delante y se hizo presión sobre los pómulos, la mandíbula y debajo de ésta. Luego se enderezó, frunció el ceño, giró hasta quedar de lado y se esforzó en meter la tripa.

Z carraspeó para llamar la atención de Bella.

—Me voy.

Al oír su voz, Bella se apresuró a recoger la bata. Se la puso rápidamente, se ató el cinturón y se cerró las solapas sobre el cuello.

—No sabía que estuvieras ahí.

—Bueno… —La erección cedió—. Ya ves.

—¿Te vas? —dijo ella, al tiempo que se quitaba la toalla del pelo.

Ni siquiera había escuchado sus palabras, pensó Z.

—Sí, tengo que salir, me toca servicio fuera. Sin embargo, si me necesitas, puedes llamarme, como siempre…

—Estaremos bien. —Bella se agachó y comenzó a secarse el pelo con la toalla, y el enérgico movimiento resonaba en los oídos de Z.

Aunque estaba sólo a un par de metros de él, Z no podía alcanzarla. No podía preguntarle por qué se quería esconder de él. Le tenía demasiado miedo a esa respuesta.

—Que pases una buena noche —dijo él secamente y luego esperó un momento, deseando que ella lo mirara, le sonriera y le diera un beso antes de marcharse a la guerra.

—Tú también. —Bella se enderezó y agarró el secador de pelo—. Ten cuidado.

—Lo haré.

‡ ‡ ‡

Bella encendió el secador de pelo y agarró el cepillo para parecer ocupada mientras Z daba media vuelta y se iba. Cuando estuvo segura de que se había marchado, la hembra dejó de fingir, apagó el secador y lo dejó caer sobre la encimera de mármol.

Tenía el corazón destrozado, se sentía mareada y, al mirar su imagen en el espejo, sintió irrefrenables deseos de arrojar algo contra el cristal.

Z y ella no habían tenido relaciones íntimas desde… Por Dios, tal vez desde hacía cuatro o cinco meses, antes de que ella comenzara a sangrar.

Él ya no pensaba en ella en términos sexuales. Era así desde la llegada de Nalla. Era como si, para Z, el nacimiento de su hija hubiese apagado esa parte de la relación. Hoy día, cuando la tocaba, lo hacía con delicadeza, con cariño respetuoso, como lo haría un hermano.

Nunca con pasión.

Al principio ella pensó que tal vez se debía a que no estaba tan delgada como de costumbre, pero en las últimas cuatro semanas su cuerpo había recuperado la forma anterior.

Al menos eso era lo que ella pensaba. ¿O tal vez se estaba engañando?

Bella se desató el cinturón de la bata, la abrió y se giró hasta quedar de lado, para calibrar el perfil de su abdomen. Años atrás, cuando su padre aún vivía y ella estaba en plena etapa de crecimiento, le habían metido en la cabeza la importancia de que las hembras de la glymera se mantuvieran delgadas, e incluso tantos años después de la muerte de su padre, esas severas advertencias sobre los peligros de la gordura seguían acompañándola.

Bella se volvió a envolver en la bata y ató el cinturón con fuerza.

Sí, quería que Nalla tuviera un padre, y era su preocupación principal. Pero también echaba de menos a su hellren. El embarazo se produjo tan rápido que ellos no habían tenido la oportunidad de disfrutar de un periodo de puro romance, en el cual se regocijaran el uno con la compañía del otro.

Mientras agarraba de nuevo el secador y lo encendía, Bella trató de no contar el número de días transcurridos desde la última vez que Z la había buscado como macho. Había pasado una eternidad desde la última vez que él la había tanteado con sus enormes y tibias manos por debajo de las sábanas y la había despertado con un beso en la nuca y una erección haciendo presión contra su cadera.

Ella tampoco lo había buscado, es cierto. Pero es que no estaba segura del recibimiento que iba a encontrar y lo último que necesitaba ahora era que él la rechazara porque ya no le resultaba atractiva. Ya estaba metida en un gran torbellino emocional por el hecho de ser madre, y un fracaso en el frente de su feminidad sería demasiado.

Cuando terminó de secarse el pelo, se lo cepilló rápidamente y salió para mirar a Nalla. Mientras observaba a su hija, allí en la cuna, no podía creer que las cosas hubieran llegado hasta aquel punto. Siempre había sabido que Z tendría frecuentes problemas por todo lo que le había sucedido, pero nunca se le había ocurrido que no pudieran superar su pasado.

Antes parecía como si su amor fuera suficiente para vencer cualquier cosa.

Pero tal vez no fuera así.

Tres

L

a casa estaba alejada del camino y rodeada de arbustos y árboles raquíticos con hojas de color café. El diseño era una mezcolanza de estilos arquitectónicos, cuyo único elemento en común era que todos habían sido reproducidos con terrible torpeza: tenía un techo de estilo colonial, pero sólo un piso, como un rancho; tenía columnas en el porche, como si fuera una casa de la época gloriosa, pero estaba rodeada de plástico como si fuera un tráiler; se levantaba en medio de la finca como si fuera un castillo, pero tenía la nobleza de un vertedero.

Ah, y estaba pintada de verde. Como si fuera el Gran Gigante Verde que anuncia los guisantes.

Probablemente, había sido construida hacía unos veinte años, por un tipo de ciudad de mal gusto que deseaba empezar una nueva vida como granjero. Pero ahora todo parecía en ruinas, excepto por una cosa: la puerta era de un acero reluciente y nuevo, reforzada con elementos de seguridad como los que se ven en un hospital psiquiátrico o una cárcel.

Y las ventanas estaban tapadas con tablas clavadas de arriba abajo.

Z se acurrucó detrás de la carrocería oxidada de lo que debió ser un Trans Am modelo 92, en espera de que las nubes se volvieran a unir para cubrir la luna, de manera que él pudiera acercarse con menos riesgo de ser visto. Rhage estaba detrás de un roble, al otro lado del patio lleno de maleza y la entrada de gravilla.

Ese roble era, en realidad, el único árbol suficientemente grande para esconder a aquel desgraciado.

La Hermandad había encontrado este sitio la noche anterior por puro azar. Z estaba en el centro patrullando la zona verde que se extendía por debajo de los puentes de Caldwell, cuando vio a un par de matones que arrojaban un cuerpo al río Hudson. Se deshicieron del cadáver con rapidez y profesionalidad: llegaron en un coche normal y corriente, se bajaron dos tipos encapuchados que fueron hasta el maletero, el cuerpo estaba atado de pies y manos y fue arrojado al agua con eficiencia.

¡Splash!, como quien toma un baño.

Z estaba como a unos diez metros de distancia, corriente abajo, de modo que cuando el cadáver comenzó a flotar, pudo ver por el gesto de su boca que se trataba de un ser humano. Normalmente esto no habría provocado ninguna reacción ser por su parte. Si alguien era asesinado por la mafia, no era su problema.

Pero en ese momento el viento cambió de dirección y le trajo un olor parecido al del algodón de azúcar.

Z sólo conocía dos cosas que olieran así y caminaran erguidas: las viejecitas y los enemigos de su raza. Considerando que no era muy probable que las que estuvieran debajo de esas capuchas fueran un par de abuelitas dando rienda suelta a su Tony Soprano interior, eso significaba que se encontraba frente a dos restrictores. Así que la situación sí era de su incumbencia.

En el momento más oportuno, el par de asesinos comenzaron a discutir. Mientras se empujaban el uno al otro y se lanzaban un par de golpes, Z se desmaterializó para dirigirse hasta la torre que estaba más cerca del coche. Era un Impala de placas 818 NPA y no parecía haber ningún otro pasajero, ya fuera vivo o muerto.

En una fracción de segundo, Z se desmaterializó de nuevo, esta vez para ir hasta el techo de la fábrica que flanqueaba el puente. Desde esta posición privilegiada, esperó con el teléfono en el oído, mientras marcaba el número de Qhuinn y soportaba la ráfaga de viento que se levantaba en el puente.

Los restrictores no solían matar humanos. Era una pérdida de tiempo, para empezar, porque eso no les daba puntos con el Omega, y además era un lío si los atrapaban. Habiendo dicho esto, si algún tío llegaba a ver algo que no debía ver, los asesinos no dudaban en mandarlo con su Creador.

Cuando el Impala salió finalmente de debajo del puente, dobló a la derecha y se dirigió al centro. Z le dijo algo a Qhuinn y un momento después una Hummer negra apareció exactamente donde el Impala había girado.

Qhuinn y John Matthew tenían la noche libre y se hallaban con Blay en el ZeroSum, pero aquellos chicos siempre estaban listos para la acción. Tan pronto como Z los llamó, los tres corrieron al nuevo coche de Qhuinn, que se encontraba estacionado a manzana y media de distancia.

Bajo la dirección de Z, los chicos aceleraron para alcanzar el Impala. Mientras lo tenían en el punto de mira, Z siguió vigilando a los restrictores, desmaterializándose del techo de un edificio al otro, a medida que los desgraciados avanzaban a lo largo del río. Gracias a Dios los asesinos no tomaron la autopista, pues en ese caso los habrían perdido.

Qhuinn era muy habilidoso al volante y una vez que su Hummer comenzara a seguir al Impala, Z ya no brincó más de edificio en edificio como el Hombre Araña y dejó que los chicos hicieran el trabajo. Unos quince kilómetros más adelante, Rhage los reemplazó en su GTO, con el fin de reducir las posibilidades de que los asesinos se dieran cuenta de que los estaban siguiendo.

Justo antes del amanecer, Rhage los siguió hasta aquel lugar, pero el día ya estaba demasiado cerca para poder hacer algo más.

Así que esa noche habían ido a investigar ese descubrimiento. Con todos los medios.

Mire usted por dónde, el Impala estaba aparcado a la entrada.

Cuando las nubes finalmente hicieron su trabajo, Z le hizo una seña a Hollywood y los dos se desmaterializaron hasta quedar a cada lado de la puerta principal. Aguzaron el oído y captaron una fuerte discusión. Las voces eran las mismas que Z había oído en el Hudson la noche anterior. Evidentemente, los dos asesinos seguían peleando como el perro y el gato.

Tres, dos… uno.

Rhage le dio una patada a la puerta de la casa para abrirla, con tanta fuerza que su bota dejó una abolladura en el panel de metal.

Los dos asesinos que estaban dentro se volvieron a mirar, sorprendidos, pero Z no les dio tiempo de reaccionar. Con el cañón de su SIG por delante, les disparó a los dos en el pecho y las balas hicieron rodar a los asesinos hacia atrás.

Rhage empezó entonces a trabajar con la daga, apuñalando primero a uno y después al otro. Cuando los destellos de luz blanca y los estallidos se desvanecieron, el hermano se puso de

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