era estar donde tú estabas, y no porque se lo hubiesen enseñado en la facultad de medicina, sino porque lo había vivido, tú te sentías más seguro con él: los dos pertenecían al mismo club exclusivo de gente maltratada por la vida.
—Entonces, ¿puede hacer algo con esto, doctor? —preguntó el hombre, al tiempo que, más calmado, apoyaba los antebrazos en los muslos.
—¿Me permite que le toque?
El hombre levantó ligeramente el labio superior que tenía cortado por la cicatriz, sorprendido por la pregunta.
—Sí.
T. W. usó deliberadamente las dos manos para examinar las muñecas del paciente, de manera que éste pudiera mirar las cicatrices de su médico y relajarse todavía más.
Cuando terminó, dio un paso atrás.
—Bueno, no estoy seguro de cómo vaya a resultar, pero podemos intentarlo… —T. W. levantó la vista y se quedó quieto. Los ojos de aquel hombre… se habían vuelto amarillos. Ya no eran negros.
—No se preocupe por mis ojos, doctor.
Repentinamente, la idea de que todo lo que había visto era normal penetró en su mente. Correcto. Allí no había nada raro.
—¿Dónde estaba?… Ah, sí. Bueno, intentemos tratarlo con láser —dijo, y se volvió hacia la esposa—. Tal vez usted quiera acercar una silla y sostenerle la mano. Creo que él se sentirá más cómodo así. Voy a comenzar con una muñeca y veremos cómo funciona.
—¿Tengo que tumbarme? —preguntó el paciente con voz tensa—. Porque no creo… no me sentiría cómodo acostado.
—En absoluto. Puede permanecer sentado, incluso cuando estemos trabajando en el cuello. Le daré un espejo para que pueda observar lo que estamos haciendo. Yo le iré comentando cada paso que demos, lo que puede sentir y siempre podemos parar si no se siente bien. Usted sólo tiene que decirme que me detenga. Es su cuerpo. Usted es quien tiene el control. ¿De acuerdo?
Hubo un momento de silencio, mientras que los dos desconocidos lo miraban fijamente. Y luego la esposa habló con voz entrecortada.
—Usted es la persona que necesitábamos, doctor Franklin.
‡ ‡ ‡
El paciente tenía una increíble tolerancia al dolor, pensó T. W. una hora después, mientras empujaba el pedal del suelo y el láser lanzaba otro acerado rayo rojo sobre la piel pigmentada de aquella gruesa muñeca. Una increíble tolerancia al dolor. Cada aplicación del rayo era como recibir un golpe con una tira de goma, lo cual no era ni mucho menos insoportable si pasaba sólo una o dos veces. Pero después de un par de minutos de recibir esos pinchazos, la mayoría de los pacientes necesitaba descansar. Pero aquel hombre no se alteró, ni siquiera una vez. Así que T. W. siguió dándole y dándole…
Desde luego, alguien que tenía los pezones perforados y todas esas cicatrices debía de estar íntimamente familiarizado con el sufrimiento, tanto por decisión propia como ajena.
Pero por desgracia sus tatuajes eran completamente resistentes al láser.
T. W. soltó una maldición y sacudió la mano derecha, que ya se estaba cansando.
—Está bien, doctor —dijo el paciente con voz suave—. Ya hizo todo lo que podía.
—Pero no lo entiendo. —El médico se quitó las gafas protectoras y miró de reojo la máquina. Por un momento se había preguntado si el aparato estaría funcionando bien. Pero podía ver el rayo—. No hay ningún cambio en la coloración.
—Doctor, de verdad que está bien. —El paciente se quitó las gafas protectoras y sonrió un poco—. Le agradezco que se lo haya tomado con tanta seriedad.
—Maldición. —T. W. se recostó en la butaca y se quedó mirando la tinta.
Sin pensarlo, de repente comentó algo que normalmente no habría dicho, pues era muy poco profesional.
—Usted no se hizo esos tatuajes voluntariamente, ¿verdad?
La esposa tuvo un movimiento nervioso, como si le preocupara la respuesta. Pero el marido sólo negó con la cabeza.
—No, doctor. No fueron tatuajes voluntarios.
—Maldición. —El médico cruzó los brazos y rebuscó una respuesta entre todo el conocimiento enciclopédico que tenía sobre la piel humana—. Sencillamente no lo entiendo… y estoy tratando de pensar en otras opciones. No creo que intentar quitarlos con un procedimiento químico tuviera mejores resultados. Me refiero a que ya recibió todo lo que el láser podía darle.
El marido se pasó sus dedos curiosamente elegantes por encima de la muñeca.
—¿Podríamos quitarlos mediante una cirugía?
La esposa negó con la cabeza.
—No creo que sea buena idea.
—Ella tiene razón —murmuró T. W. Luego se inclinó e hizo presión sobre la dermis—. Su piel tiene buena elasticidad, pero, claro, eso es de esperar teniendo en cuenta su juventud. Me refiero a que habría que hacerlo retirando tiras y luego habría que coser la piel muy bien. Le quedarían cicatrices. Y no me parece un procedimiento recomendable para la zona del cuello. Se correrían demasiados riesgos con las arterias.
—¿Y qué pasa si las cicatrices no son un problema?
El doctor ni siquiera iba a considerar esa pregunta. Las cicatrices obviamente eran un tema importante, teniendo en cuenta la cantidad que el hombre tenía en la espalda.
—No me parece recomendable.
Hubo un largo silencio, durante el cual el médico siguió pensando en distintas posibilidades, y ellos le dieron tiempo para que reflexionara. Cuando abordó mentalmente la última de todas las opciones, se quedó mirándolos. La esposa estaba sentada junto a su marido de apariencia aterradora, con una mano sobre el brazo que él tenía libre y acariciándole la espalda con la otra.
Era evidente que las cicatrices no afectaban a la forma en que ella lo veía. Para ella, él era hermoso, a pesar de la apariencia de su piel.
T. W. pensó en su propia esposa, que era igual.
—¿Se le agotaron las ideas, doctor? —preguntó el marido.
—Lo siento —dijo el médico, mientras desviaba la mirada, pues detestaba sentirse tan impotente. Como médico, había sido entrenado para hacer algo. Y como hombre de gran corazón, necesitaba hacer algo—. Lo siento mucho.
El marido sonrió discretamente.
—Usted trata a muchas personas que sufren quemaduras, ¿verdad?
—Es mi especialidad. Sobre todo niños. Ya sabe, debido a…
—Sí, lo sé. Apuesto a que es bueno con ellos.
—¿Cómo podría no serlo?
El paciente se inclinó hacia delante y puso su mano inmensa sobre el hombro de T. W.
—Es hora de irnos, doctor. Pero mi shellan le dejará el pago sobre el escritorio.
T. W. miró de reojo a la esposa, que estaba inclinada sobre una chequera y luego negó con la cabeza.
—No, no es necesario. En realidad no pude ayudarlo.
—Bah, usted nos dedicó mucho tiempo. Le pagaremos.
T. W. maldijo entre dientes un par de veces y luego simplemente dijo:
—Maldición.
—¿Doctor? Míreme, por favor.
T. W. levantó la mirada hacia el hombre. Por Dios, esos ojos amarillos eran completamente hipnóticos.
—Caramba. Usted tiene unos ojos increíbles.
El paciente sonrió de manera más abierta y el médico vio que sus dientes… no eran normales.
—Gracias, doctor. Ahora, escúcheme. Es probable que usted sueñe con esto y quiero que recuerde que yo me fui de aquí satisfecho, ¿vale?
T. W. frunció el ceño.
—¿Y por qué habría de soñar?…
—Sólo recuerde eso, estoy satisfecho con lo que sucedió. Conociéndolo, sé que eso es lo que más lo va a mortificar.
—Todavía no entiendo por qué habría de…
‡ ‡ ‡
T. W. parpadeó y miró a su alrededor. Estaba sentado en la butaca con ruedas que usaba para tratar a sus pacientes. Había una silla al lado de la camilla y él tenía las gafas protectoras en la mano… pero no había nadie más allí.
Extraño. Podría haber jurado que estaba hablando con el más asombroso…
Al notar un pinchazo en la cabeza se frotó las sienes y de repente se sintió exhausto… exhausto y curiosamente deprimido, como si hubiese fracasado al tratar de hacer algo que era importante para él.
Y también se sintió preocupado. Preocupado por un…
El dolor de cabeza empeoró, así que resopló, se levantó y se dirigió al escritorio. Encima había un sobre de color crema sin ningún membrete, escrito con una letra cursiva que decía: «Con gratitud, para T. W. Franklin, M. D., para que sea usado según sus instrucciones, en beneficio del magnífico trabajo de su departamento».
T. W. le dio la vuelta al sobre, lo abrió rasgando el papel y sacó un cheque.
Entonces se quedó estupefacto.
Cien mil dólares. A favor del Departamento de Dermatología, Hospital St. Francis.
El nombre del donante era Fritz Perlmutter y no había ninguna dirección, sólo una nota que decía: «Banco Nacional de Caldwell, cliente empresarial privado».
Cien mil dólares.
La imagen de un hombre con la cara marcada por una cicatriz terrible y una mujer hermosísima cruzó fugazmente por su mente y luego quedó sepultada por el dolor de cabeza.
T. W. sacó el cheque y se lo metió en el bolsillo de la camisa. Luego apagó la máquina de rayos láser y el ordenador y se dirigió a la puerta trasera de la clínica, a medida que iba apagando luces.
Camino a casa se sorprendió pensando en su esposa, en la forma en que se había comportado cuando lo vio por primera vez después del incendio, tantos años atrás. Ella tenía once años y había ido a visitarlo con sus padres. Él se había sentido terriblemente mortificado cuando ella entró por la puerta, porque en ese momento ya estaba enamorado, y ahí estaba, atado a la cama de un hospital, con un lado del cuerpo totalmente cubierto de vendajes.
Ella le sonrió, le cogió la mano sana y le dijo que no importaba cómo quedara su brazo, porque ella todavía quería ser su amiga.
Y lo había dicho en serio. Y, desde entonces, lo había demostrado una y otra vez.
Incluso quería que fuese más que un amigo.
Algunas veces, pensó T. W., el hecho de que a tu ser querido no le importe tu apariencia es la mejor cura que existe.
Mientras conducía, pasó frente a una joyería que estaba cerrada y luego frente a una floristería y un anticuario en el que a su esposa le gustaba curiosear.
Ella le había dado tres hijos. Llevaban casi veinte años de matrimonio. Y le había ayudado y dado la suficiente libertad para trabajar en su profesión.
Él, en cambio, le había dado muchas noches solitarias. Muchas cenas sola con los niños. Vacaciones limitadas a un día o dos, entre dos congresos de dermatología.
Y un Volvo.
Necesitó conducir durante veinte minutos más para encontrar un Hannaford que estuviera abierto toda la noche y entró corriendo al supermercado, aunque no había prisa.
La floristería estaba a la izquierda de las puertas automáticas. Cuando vio las rosas, los crisantemos y los lirios, pensó en acercar su Lexus para llenar el maletero de ramos de flores. Y también el asiento trasero.
Pero al final se decidió por una sola flor y la sostuvo con mucho cuidado entre el pulgar y el índice durante todo el camino a casa.
Aparcó en el garaje, pero no entró por la cocina. En lugar de eso fue hasta la puerta principal y tocó el timbre.
El hermoso rostro de su esposa se asomó por las ventanas que enmarcaban la puerta de su casa de estilo colonial. Parecía desconcertada cuando abrió la puerta.
—¿Acaso olvidaste tus…?
T. W. le ofreció la flor con la mano quemada.
Era una sencilla margarita. Exactamente la misma flor que ella le había llevado semanalmente al hospital. Durante dos meses seguidos.
—No te doy las gracias con suficiente frecuencia —murmuró T. W.—. Ni te digo que te amo. Ni que pienso que todavía sigues tan hermosa como cuando nos casamos.
La mano de su esposa tembló al recibir la flor.
—T. W… ¿Te encuentras bien?
—Dios… que tengas que preguntar eso sólo porque te traje una flor… —El médico sacudió la cabeza y la abrazó con fuerza—. Lo siento.
Su hija adolescente pasó junto a ellos y entornó los ojos antes de seguir hacia las escaleras y