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  2. La guía secreta de la Hermandad de la Daga Negra
  3. Capítulo 14
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mujer de carne y hueso.

—Mi esposo dice que me va a esperar en la puerta, y que me tiene preparada una sorpresa.

—Yo sé lo que es. Te va a encantar. —¿A qué mujer no le gustarían un par de aretes de diamantes de Harry Winston?

Marcia se llevó la mano a la boca para ocultar una sonrisa y el rubor que le subía por la cara.

—Es muy bueno conmigo.

T. W. se sintió culpable por un momento y se preguntó cuándo había sido la última vez que le había regalado algo frívolo y bonito a su esposa. Había sido… bueno, el año pasado le había comprado un Volvo.

Caramba.

—Tú te lo mereces —dijo él rápidamente, mientras pensaba por alguna razón en la cantidad de noches que su esposa pasaba sola en la casa—. Así que, por favor, vete a casa y pásalo bien.

—Eso haré, doctor. Merci mille fois. —Marcia hizo una especie de inclinación y se dirigió al mostrador de recepción, que en realidad no era más que una mesa antigua, con un teléfono escondido en el cajón y un ordenador que se encendía al abrir un panel de madera—. Voy a apagar el sistema y esperaré a su paciente para recibirlo.

—Que tengas una buena noche.

Cuando T. W. dio media vuelta, sacó del bolsillo la mano de las cicatrices. Siempre que estaba con ella la escondía, un gesto que le quedaba de sus tiempos de adolescente acomplejado. Era ridículo. Él estaba felizmente casado y ni siquiera se sentía atraído por Marcia, así que no debería preocuparle. Pero las cicatrices dejaban huellas más profundas que las visibles y, así como la piel a veces no sanaba bien, la psique de la gente que tenía defectos físicos solía sentirse mal en ciertas situaciones.

Los tres láseres que había en la clínica se utilizaban para tratar venas varicosas en las piernas, marcas de nacimiento e imperfecciones dermatológicas, así como para hacer tratamientos de exfoliación profunda de la piel de la cara y quitar las marcas con las que quedaban los pacientes de cáncer que recibían radiación.

B. Nalla debía necesitar que le hicieran alguna de esas cosas, pero si T. W. fuera jugador, apostaría por un tratamiento de exfoliación profunda. Parecía lo más probable… una cita de noche, en la clínica cosmética, con un nombre misterioso. No cabía duda de que debía de ser algún millonario con una imperiosa necesidad de privacidad.

En fin, había que respetar los gustos de los clientes.

T. W. entró en la cabina número dos, que era su preferida aunque no tenía ninguna razón especial para ello, se sentó detrás del escritorio de caoba y entró al sistema para revisar la historia de los pacientes que acudirían al día siguiente. Luego se concentró en los informes de los residentes de dermatología, pues tales eran los papeles que había bajado para revisar.

A medida que pasaban los minutos, comenzó a sentirse molesto con la gente rica y sus exigencias, y con esos aires de importancia que se daban. Claro, algunos eran educados, y todos contribuían a mantener a flote sus proyectos, pero, vamos, algunas veces le daban ganas de estrangularlos…

Una mujer de uno ochenta de estatura apareció en la puerta del cubículo y él se quedó rígido. Iba vestida de manera sencilla, llevaba una camisa blanca de botones, metida en unos vaqueros ajustados, pero tenía unos zapatos rojos de tacón alto de Christian Louboutin y una cartera Prada colgando del hombro que desde luego llamaban la atención.

Se ajustaba perfectamente al patrón de su clientela privada, y no sólo porque llevara cerca de tres mil dólares en accesorios. La mujer era… increíblemente hermosa, con pelo color caoba, ojos azul zafiro y un rostro como el que todas las mujeres querían tener después de la cirugía plástica.

T. W. se levantó de la silla lentamente y enseguida metió la mano izquierda en el bolsillo.

—¿Belinda? ¿Belinda Nalda?

A diferencia de la mayor parte de las mujeres de su clase social, que era claramente extraterrestre, la mujer no entró caminando como si se sintiera dueña del mundo. Sólo dio un paso hacia delante.

—En realidad me llamo Bella. —La voz de la mujer le produjo un estremecimiento. Profunda, ronca… pero amable.

—Yo, oh… —T. W. carraspeó—. Soy el doctor Franklin.

El médico extendió la mano buena y ella se la estrechó. Mientras se daban la mano, T. W. se dio cuenta de que no podía quitar los ojos de encima a la mujer, pero no podía evitarlo. Había visto muchas mujeres hermosas en su vida, pero ninguna como ésta. Era casi como si fuera de otro planeta.

—Por favor… siga y tome asiento —dijo T. W., y señaló un sillón forrado en seda que había cerca del escritorio—. Buscaremos su historia y…

—El tratamiento no es para mí. Es para mi hell… para mi marido. —La mujer respiró profundamente y miró por encima del hombro—. ¡Querido!

T. W. retrocedió y se estrelló contra la pared con tanta fuerza que la acuarela que colgaba a su lado se movió. La primera idea que le cruzó por la cabeza al ver lo que acababa de entrar por la puerta fue que tal vez debería mantenerse cerca del teléfono para llamar a seguridad.

El hombre tenía una cicatriz enorme en la cara y ojos de asesino en serie y, cuando entró, pareció llenar todo el espacio: era lo suficientemente grande y ancho como para clasificarlo como un peso pesado, o tal vez dos boxeadores juntos, pero, por Dios, eso era lo de menos cuando te miraba. El hombre parecía muerto por dentro. Carecía por completo de cualquier atisbo de bondad. Lo cual lo hacía capaz de cualquier cosa.

Y T. W. podría haber jurado que la temperatura de la habitación cayó dramáticamente cuando el hombre entró y se situó junto a su esposa.

La mujer habló con voz tranquila y suave.

—Estamos aquí para ver si usted puede quitarle unos tatuajes.

T. W. tragó saliva e hizo un esfuerzo para sobreponerse. Vamos, tal vez este matón sea una estrella de rock. Sus gustos musicales se inclinaban más por el jazz, así que no tenía razón para reconocer a este tío de pantalones de cuero y suéter negro de cuello alto, pero eso explicaría algunas cosas. Entre otras, por qué la esposa parecía una modelo. La mayoría de los cantantes tienen mujeres hermosas, ¿verdad?

Sí… el único problema de esa teoría era aquella mirada maligna. No parecía una fachada comercial. En esa mirada había una violencia real. Absoluta depravación.

—¿Doctor? —La mujer parecía inquieta—. ¿Hay algún problema?

T. W. volvió a tragar saliva, mientras esperaba no haberle dicho a Marcia que se marchara. Pero luego pensó en la seguridad de las mujeres y los niños y que tal vez lo mejor era que ella no estuviera allí.

—¿Doctor?

El médico seguía mirando fijamente al tipo, que no se movía más que para respirar.

Demonios, si ese maldito quisiera destrozar el lugar, ya lo habría hecho doce veces. Pero en lugar de eso estaba allí, inmóvil.

Y seguía así.

Sin moverse.

Después de un rato, T. W. se aclaró la garganta y decidió que si el hombre tuviera intención de armar jaleo, ya lo habría hecho.

—No, no hay ningún problema. Disculpen, he tenido un día agotador.

El médico se sentó en la silla del escritorio y se inclinó hacia un lado para abrir un cajón refrigerado que contenía una gran variedad de aguas minerales.

—¿Puedo ofrecerles algo de beber?

Cuando los dos dijeron que no, abrió una Perrier con limón y se tomó la mitad como si fuera un trago de whisky.

—Muy bien. Tengo que hacer la historia clínica.

La mujer se sentó y el marido se quedó de pie, con los ojos fijos en T. W. Curioso. Estaban agarrados de la mano y T. W. tuvo la sensación de que la esposa era como la muleta del hombre.

Entonces T. W. apeló a toda su preparación y experiencia, sacó su bolígrafo de lujo e hizo las preguntas de rigor. La mujer respondió: ninguna alergia conocida, ninguna operación quirúrgica, ningún problema de salud.

—Ah… ¿dónde tiene los tatuajes? —Por favor, Dios, que no sea debajo de la cintura.

—En las muñecas y el cuello. —La mujer miró al marido con ojos radiantes—. Muéstraselos, querido.

El hombre extendió un brazo y se levantó una manga. T. W. frunció el ceño, al tiempo que la curiosidad médica parecía predominar al fin. La banda negra era increíblemente densa, y aunque no era un experto en tatuajes, ni mucho menos, podía afirmar sin duda que nunca antes había visto una coloración tan profunda.

—Son muy oscuros —observó, al tiempo que se inclinaba hacia delante. Algo le dijo que no debía tocar al hombre a menos que fuera indispensable, así que siguió su instinto y no lo tocó—. Muy, muy oscuros.

Parecían casi grilletes, pensó.

T. W. se recostó en el asiento.

—No estoy seguro de que usted sea un buen candidato para el láser. La tinta parece tan densa que para poder hacer mella en la pigmentación se requerirían como mínimo varias sesiones.

—Pero ¿podría usted intentarlo? —preguntó la esposa—. Por favor.

T. W. levantó las cejas. «Por favor» no era una palabra que figurara en el vocabulario de la mayoría de los pacientes que llegaban allí. Y el tono también era extraño, esa discreta desesperación era lo que solía percibirse en las palabras de los familiares de los pacientes que trataban arriba, aquellos que tenían problemas médicos que afectaban su vida, no sólo patas de gallo y arrugas.

—Puedo intentarlo —dijo T. W., consciente de que si ella volvía a usar ese tono, podría lograr cualquier cosa de él.

T. W. miró al marido.

—¿Sería tan amable de quitarse la camisa y subirse a la camilla?

La mujer le apretó la mano.

—Está bien.

El inquietante marido se volvió a mirarla con su rostro anguloso y de rasgos duros y pareció sacar la fuerza de los ojos de ella. Después de un momento, se dirigió a la camilla, se subió en ella y se quitó el suéter.

T. W. se levantó de la silla y caminó alrededor del escritorio…

Pero se quedó paralizado. El hombre tenía la espalda llena de cicatrices. Cicatrices… que parecían marcas de látigo.

En toda su carrera como médico nunca había visto nada parecido y sabía que debían ser rastros de algún tipo de tortura.

—Mis tatuajes, doctor —dijo el marido con tono de irritación—. Se supone que usted debería estar mirando mis tatuajes, muchas gracias.

Al ver que T. W. parpadeaba, el marido negó con la cabeza.

—Esto no va a funcionar…

La mujer se acercó apresuradamente.

—Sí, sí va a funcionar. Sólo…

—Busquemos otra solución…

T. W. caminó hasta quedar frente al hombre, bloqueando la salida. Y luego deliberadamente sacó la mano izquierda del bolsillo. La mirada sombría del hombre se clavó en la piel moteada y en el meñique inexistente.

El paciente levantó la mirada con expresión de sorpresa y luego entornó los ojos como si estuviera preguntándose hasta dónde subiría la cicatriz de la quemadura.

—Me llega hasta el hombro y baja por la espalda —dijo T. W.—. La casa se incendió cuando yo tenía diez años. Quedé atrapado en mi habitación. Y estuve consciente todo el tiempo. Después pasé ocho semanas en el hospital. Me han hecho diecisiete operaciones.

Hubo un momento de silencio, como si el marido estuviera analizando mentalmente las implicaciones de esa declaración: «Si estaba consciente, debió sentir el olor a carne quemada y un dolor infinito. Y ese tiempo en el hospital… las cirugías…».

De forma súbita, el cuerpo del gigante pareció relajarse y la tensión lo abandonó como si hubiesen abierto una válvula.

T. W. había visto esa misma reacción muchas veces con sus pacientes quemados. Si tu médico sabía lo que

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