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  2. La guía secreta de la Hermandad de la Daga Negra
  3. Capítulo 13
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dio un beso en la boca—. Pero dime, ¿en qué quieres que te ayude?

—Primero vamos a asearnos un poco —dijo él arrastrando las palabras y la chispa que brillaba en su mirada sugería que el proceso de limpieza, en lugar de limpiar, tal vez iba a generar más bendita suciedad.

Lo cual sucedió, por supuesto.

Cuando los dos quedaron satisfechos y ella se duchó por tercera vez, se envolvió en la bata y comenzó a secarse el pelo.

—Ahora sí, ¿en qué necesitas que te ayude?

Z se recostó contra la encimera de mármol que estaba al lado de los lavabos, se pasó la palma de la mano por la cabeza rapada y se puso muy serio.

Bella dejó de hacer lo que estaba haciendo. Al ver que él se quedaba en silencio, retrocedió un poco y se sentó en el borde del jacuzzi para dejarle un poco de espacio. Luego se quedó esperando, mientras apretaba y relajaba las manos sobre el regazo.

Por alguna razón, mientras observaba a Z, que meditaba organizando sus ideas, Bella cayó en la cuenta de todas las cosas que les habían sucedido en ese baño. Allí fue donde lo encontró vomitando después de sentirse atraída hacia él por primera vez en una fiesta. Y luego… después de que él la rescatara de las manos de los restrictores, Z la había lavado en esa misma bañera. Y en la ducha que había enfrente era donde ella había tomado sangre de su vena por primera vez.

Bella pensó en ese difícil periodo de su vida juntos, cuando ella acababa de salir del secuestro y él se negaba a aceptar la atracción que sentía por ella. Al mirar hacia la derecha, recordó cómo lo había encontrado sentado en el suelo de baldosas, debajo de una ducha helada, restregándose las muñecas porque pensaba que estaba contaminado y no podía alimentarla.

Él había sido muy valiente. Superar lo que le habían hecho para poder confiar en ella había requerido mucho valor.

Los ojos de Bella volvieron a clavarse en Z y, cuando se dio cuenta de que él se estaba mirando las muñecas, habló.

—Vas a tratar de quitártelas, ¿verdad?

Z torció la boca en una especie de sonrisa.

—Me conoces muy bien.

—¿Y cómo vas a hacerlo? —Cuando él terminó de contarle lo planeado, ella asintió con la cabeza—. Excelente plan. Y cuenta conmigo.

Z la miró.

—Perfecto. Gracias. No creo que pueda hacerlo sin ti.

Bella se puso de pie y se le acercó.

—Nunca vas a tener que preocuparte por eso.

Nueve

E

l doctor Thomas Wolcott Franklin III tenía la segunda mejor oficina de todo el complejo que componía el Hospital St. Francis.

En lo referente al tamaño y la elegancia de las oficinas administrativas, el orden de importancia estaba determinado por los ingresos de cada servicio y, como jefe de dermatología, T. W. sólo era superado por otro departamento.

Desde luego, el hecho de que su servicio ganara tanto dinero se debía a que él se había «vendido», como decían algunos de los académicos más estrictos. Bajo su dirección, el servicio de dermatología no sólo trataba lesiones y cánceres de piel y quemaduras, además de enfermedades crónicas de la dermis como psoriasis, eczemas y acné, sino que tenía una subdivisión, un departamento que sólo abordaba tratamientos estéticos.

Lifting facial. Lifting de cejas. Aumento de senos. Liposucciones. Aplicación de bótox. Aplicación de Restylane. Y cientos de cirugías e intervenciones estéticas. El modelo del servicio seguía los patrones de la práctica privada, pero en un ambiente académico; y a los clientes millonarios les encantaba ese concepto. La mayoría llegaba de la Gran Manzana y al comienzo hacían el viaje sólo para disfrutar del anonimato y recibir un tratamiento de primera clase lejos de la cerrada comunidad de cirujanos plásticos de Manhattan; pero luego, paradójicamente, el asunto se convirtió en una cuestión de estatus. Hacerse una cirugía plástica en Caldwell se volvió chic y, gracias a esa tendencia, sólo el jefe de cirugía, Manny Manello, tenía la mejor vista panorámica en su oficina.

Bueno, el baño privado de Manello tenía mármol en la ducha y no sólo en las encimeras y las paredes, pero en realidad eso sólo eran detalles.

A T. W. le gustaba la vista de su oficina. Le gustaba su oficina. Y amaba su trabajo.

Lo cual era bueno, pues sus días comenzaban a las siete de la mañana y terminaban a las… T. W. miró su reloj: casi a las siete.

No era demasiado tarde y, sin embargo, ya debería haberse marchado, pues todos los lunes al atardecer T. W. jugaba al squash a las siete en punto en el Club Campestre de Caldwell. Así que estaba un poco confundido con respecto a la razón por la cual había aceptado ver a un paciente a esa hora. Sin ahora saber muy bien por qué, había dicho que sí y había hecho que su secretaria le buscara un sustituto en la cancha. A pesar de que trataba de recordar la razón que lo impulsó a realizar ese cambio tan inesperado, no conseguía acordarse del motivo.

Se sacó del bolsillo de la bata el horario de citas que le habían entregado por la mañana y sacudió la cabeza. Justo en la casilla de las siete de la tarde aparecía el nombre «B. Nalla» y las palabras «cirugía estética con láser». Caramba, no tenía ningún recuerdo relacionado con esa cita, ni sabía de quién se trataba o quién le había recomendado ese paciente… aunque todo lo que le programaban a esas horas tenía que contar con su permiso expreso.

Así que debía tratarse de alguien importante. O del paciente de alguien importante.

Evidentemente, había estado trabajando demasiado.

T. W. entró en el sistema informático de historias clínicas e hizo una pequeña búsqueda, nuevamente, con el nombre de B. Nalla. Lo más cercano que encontró fue Belinda Nalda. ¿Podría ser un error tipográfico? Tal vez. Pero su asistente se había marchado a las seis y le parecía fuera de lugar interrumpirla mientras cenaba con su familia, sólo para que le contara lo relacionado con la misteriosa cita.

Así que T. W. se levantó, se ajustó la corbata y se abotonó la bata, y luego recogió algunos papeles que podría revisar mientras esperaba abajo a que apareciera B. Nalla o Nalda.

Cuando salía de la zona donde estaban las oficinas y los consultorios del departamento, pensó en lo distinto que era todo allí arriba, comparado con la clínica privada de abajo. Eran como la noche y el día. La decoración de arriba era en realidad la típica falta de decoración de los hospitales: alfombras de mucho uso y color oscuro, paredes y puertas color crema, sin ningún adorno. Los pocos cuadros que había tenían marcos de acero inoxidable sin adornos y las plantas eran escasas y estaban ubicadas en lugares distantes.

¿Abajo? La clínica privada era un spa de última generación, con lujosos servicios hoteleros, como los que esperan los ricos: las habitaciones tenían televisores de pantalla plana de alta definición, DVD, sofás, sillas, refrigeradores pequeños con zumos de frutas exóticas, comida de restaurante y conexión a Internet inalámbrica. La clínica incluso había llegado a un acuerdo con el hotel Stillwell de Caldwell, el alojamiento de cinco estrellas más lujoso de todo el norte del estado de Nueva York. Según ese acuerdo, los pacientes podían pasar allí la noche después de su tratamiento.

¿Acaso era una exageración? Sí. ¿Y había un recargo a los clientes por eso? Por supuesto. Pero la realidad era que los reintegros del gobierno federal eran escasos, las compañías de seguros negaban tratamientos necesarios a diestra y siniestra y T. W. necesitaba fondos para cumplir con su misión.

Y trabajar para los ricos era la manera de obtenerlos.

La cosa era que T. W. tenía dos reglas que debían cumplir todos sus médicos y enfermeras. Una, ofrecer el mejor tratamiento del mundo, con espíritu compasivo. Y dos, no rechazar nunca a un paciente. Jamás. En especial, no rechazar a ningún quemado.

Sin importar cuán costoso o largo fuera el tratamiento de una quemadura, él nunca se negaba a tratar a nadie. En especial a los niños.

No le importaba que consideraran que se había vendido a las demandas comerciales. No le gustaba presumir de su trabajo gratuito y si sus colegas de otras ciudades querían presentarlo como un codicioso, estaba dispuesto a sobrellevar la acusación.

Cuando llegó a los ascensores, alargó la mano izquierda, a la que le faltaba el dedo meñique y estaba llena de cicatrices y manchas, y oprimió el botón de bajada.

Estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para asegurarse de que la gente recibiera la ayuda que necesitaba. Alguien lo había hecho por él y eso había marcado una gran diferencia en su vida.

Al llegar al primer piso, dobló a la derecha y avanzó por un corredor hasta llegar a una zona con paneles de madera de caoba que marcaba la entrada a la clínica de cirugía estética. En el vidrio se podían leer su nombre y los de siete de sus colegas, en un tamaño discreto. No había ninguna indicación de la clase de medicina que se practicaba allí dentro.

Los pacientes solían decirle que les encantaba el ambiente de club exclusivo que tenía el lugar.

Después de pasar por el control su tarjeta de identificación, T. W. entró a la clínica. La recepción estaba casi en penumbra, pero no porque hubiesen apagado las luces al hacerse de noche, sino porque las luces muy brillantes no favorecían a la gente de cierta edad, que venía a operarse o a pasar revisión, y, además, la atmósfera tranquilizadora y relajada era parte del ambiente de spa que estaban tratando de crear. El suelo era de baldosas de color arena, las paredes tenían un acogedor color rojo profundo y en el centro de la recepción había una fuente de piedra que proporcionaba un sonido relajante.

—¡Marcia! —llamó T. W., pronunciando el nombre a la manera europea.

—¿Qué tal, doctor Franklin? —le contestó una voz suave desde la oficina del fondo.

Cuando Marcia salió, T. W. se metió la mano izquierda en el bolsillo. Como siempre, Marcia parecía salida de la revista Vogue, con el pelo negro perfectamente peinado y un traje sastre negro de corte perfecto.

—Su paciente no ha llegado todavía —dijo ella con una sonrisa serena—. Pero le tengo preparada la cabina número dos.

Marcia era una cuarentona que se encontraba en muy buena forma, estaba casada con uno de los cirujanos plásticos y, hasta donde T. W. sabía, era la única mujer en el planeta, aparte de Ava Gardner, que podía usar lápiz de labios de color rojo sangre y seguir teniendo mucha clase. Se vestía con ropa elegante y había sido contratada con un buen salario para que funcionara como un testimonio ambulante del maravilloso trabajo que se realizaba allí.

Y el hecho de que tuviera un aristocrático acento francés era un valor añadido. En particular con los nuevos ricos.

—Gracias —dijo T. W.—. Ojalá el paciente llegue pronto para que puedas irte.

—¿Entonces no necesita ayudante?

Ésa era la otra cosa maravillosa que tenía Marcia. No era una simple figura decorativa, sino alguien útil, pues tenía preparación como enfermera y siempre se mostraba feliz de poder ayudar.

—Gracias por tu ofrecimiento, pero sólo has de seguir al paciente y yo me encargaré del resto.

—¿Le va a hacer el registro usted mismo?

Él sonrió.

—Estoy seguro de que quieres llegar a casa para encontrarte con Philippe.

—Ah, oui. Estamos de aniversario.

T. W. le hizo una mueca pícara.

—Ya me he enterado.

Ella se puso un poco roja, lo cual era uno de sus encantos. Aunque se la tenía por muy elegante, también era una

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