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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 97
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que esperar. Pensó que sería capaz de escupir clavos sin tener que masticar hierro.

La muchedumbre fue menguando hasta desaparecer alrededor del estudio de la Amyrlin, que no era más que una tienda de pico con paredes de lona marrón remendada, a pesar del nombre. Al igual que la Antecámara, era un lugar que se evitaba a no ser que se tuvieran asuntos que tratar allí o que se mandara llamar a alguien. A nadie se le pedía simplemente que fuera a la Antecámara o al estudio de la Amyrlin. Hasta la invitación más inocua a cualquiera de los dos lugares era una orden de presentarse, un hecho que convertía aquella sencilla tienda en un refugio. Egwene entró apartando las solapas y se quitó la capa al tiempo que soltaba un suspiro de alivio. Un par de braseros daban al ambiente un agradable calor en comparación con el exterior, sin apenas echar humo. En el aire persistía un ligero y dulce aroma a las hierbas secas que se habían espolvoreado sobre las ascuas relucientes.

—Por el modo en que esas necias chicas se comportan, cualquier diría que yo… —empezó con un gruñido, y enmudeció de golpe.

No le sorprendió ver a Siuan de pie junto al escritorio; llevaba un vestido de paño azul liso, aunque de buen corte, y sostenía contra el pecho una carpeta de cuero. Como Delana, al parecer casi todas las hermanas creían todavía que la tarea de Siuan era enseñarle el protocolo y hacer recados, de mala gana en ambos casos, pero siempre estaba allí muy de mañana, algo que parecía haber pasado inadvertido hasta el momento. Siuan sí que había sido una Amyrlin que masticaba hierro, aunque nadie —a menos que la hubiera conocido antes— lo habría dicho. Las novicias la señalaban tan a menudo como a Leane, pero con un aire de duda respecto a que fuera realmente quien decían las hermanas. Bonita, ya que no hermosa, con una boca delicada y un oscuro y lustroso cabello que le llegaba a los hombros, Siuan parecía más joven incluso que Leane, sólo unos cuantos años mayor que Egwene. Habría pasado por una de las Aceptadas de no ser por el chal de flecos azules que llevaba echado por los brazos. Tal era la razón de que se lo pusiera siempre, para evitar equivocaciones embarazosas. No obstante, sus ojos habían cambiado tan poco como su temple y eran helados punzones azules clavados en la mujer cuya presencia sí resultaba una sorpresa.

En realidad, Halima era bienvenida, pero Egwene no había esperado verla tendida en los cojines de vivos colores que se amontonaban a un lado de la tienda, con la cabeza apoyada en una mano. Mientras que Siuan era bonita, el tipo de mujer joven —o en apariencia joven— que hacía sonreír a hombres y mujeres por igual, Halima era deslumbrante, con enormes ojos de color verde en una cara perfecta y un busto firme y generoso, de los que hacían que los hombres tragaran saliva y las mujeres fruncieran el ceño. No es que Egwene frunciera el ceño ni creyera los cuentos propalados por mujeres celosas sobre la forma en que Halima atraía a los hombres por el simple hecho de ser como era. Después de todo, no podía evitar tener su apariencia. Pero, aun cuando su posición como secretaria de Delana era obviamente un asunto de caridad por parte de la hermana Gris —mujer de campo con escasa educación, Halima escribía con la torpeza de una cría pequeña—, Delana solía mantenerla ocupada todo el día con algún tipo de tarea. Rara vez aparecía antes de la hora de ir a la cama y casi siempre era porque se había enterado de que Egwene sufría una de sus jaquecas. Nisao era incapaz de aliviar esos dolores de cabeza, ni siquiera utilizando la nueva Curación, pero los masajes de Halima hacían maravillas cuando el dolor era tan intenso que provocaba el llanto de Egwene.

—Le dije que no tendríais tiempo para visitas esta mañana, madre —informó secamente Siuan, que cogió la capa de Egwene con la mano libre sin dejar de mirar hoscamente a la mujer tendida en los cojines—. Pero, para el caso que me ha hecho, tanto habría dado si me hubiese puesto a jugar a las cunitas conmigo misma en vez de gastar saliva. —Colgó la túnica en una rústica percha y resopló con desdén—. Quizá si llevara pantalones y tuviera bigote me haría caso. —Al parecer, Siuan daba crédito a todos los rumores sobre los supuestos estragos de Halima entre los artesanos y soldados más guapos.

Lo curioso era que a Halima parecía divertirle su reputación. Tal vez incluso disfrutaba con ella. La mujer soltó una risa baja y gutural y se estiró sobre los cojines como una gata. Tenía una lamentable debilidad por los corpiños de escote muy bajo, algo increíble con el tiempo que hacía, y casi se salió del vestido de seda verde con cuchilladas en azul. La seda no era el tipo de tela que utilizaría una secretaria, pero la caridad de Delana era grande; o lo era la deuda que tuviera con ella.

—Parecéis preocupada esta mañana, madre —murmuró la mujer de ojos verdes—, y salisteis muy temprano a cabalgar, procurando no despertarme. Pensé que quizá querríais charlar. No tendríais tantas jaquecas si hablaseis más de vuestras preocupaciones. Al menos sabéis que conmigo podéis hacerlo. —Miró a Siuan, que la observaba con gesto altanero y desdeñoso, y soltó otra risa profunda—. Y sabéis que no quiero nada de vos, a diferencia de otras.

Siuan volvió a resoplar y se puso a colocar la carpeta con parsimonia en el escritorio, justo entre el tintero y la salvadera. Incluso toqueteó el soporte de la pluma. Egwene contuvo un suspiro con esfuerzo. Halima no pedía nada aparte de un camastro en la tienda para estar a mano si a Egwene le sobrevenía una de sus jaquecas, y dormir allí tenía que causarle dificultades en el cumplimiento de sus tareas para Delana. Además, a Egwene le gustaba su actitud desenfadada y directa, sin pelos en la lengua. Resultaba muy fácil hablar con Halima y olvidar durante un rato que era la Sede Amyrlin, un desahogo que ni siquiera podía tener con Siuan. Había bregado para que se la reconociera como Aes Sedai y como Amyrlin, y tal reconocimiento seguía siendo endeble. Cada error en su papel de Amyrlin haría más fácil caer en el siguiente, y el siguiente y el siguiente, hasta volver a encontrarse en la posición de que se la considerara una niña jugando. Ello convertía a Halima en un lujo muy preciado aparte de lo que sus masajes conseguían con las jaquecas. Empero, y para su irritación, casi todas las mujeres del campamento parecían compartir el punto de vista de Siuan, con la posible excepción de Delana. La Gris parecía demasiado mojigata para emplear a una descocada. En cualquier caso, si la mujer perseguía hombres o incluso si se les echaba encima, ahora no venía a cuento.

—Me temo que tengo trabajo, Halima —dijo mientras se quitaba los guantes. Montones de trabajo, a diario. Los informes de Sheriam todavía no estaban en la mesa, claro, pero no tardaría en enviarlos junto con unas cuantas peticiones que en su opinión mereciesen la atención de Egwene. Sólo unas cuantas; diez o doce apelaciones de reparación por agravios sobre las que se esperaba que Egwene diera dictamen como Amyrlin. Tal cosa no podía hacerse sin examinar los casos y plantear preguntas si se quería dar un dictamen justo—. Quizá te apetezca comer conmigo. —Si terminaba a tiempo para no tener que conformarse con una comida allí mismo, en el estudio. De hecho, no faltaba mucho para el mediodía—. Entonces podremos hablar.

Halima se sentó de un salto, centelleantes los ojos y prietos los turgentes labios, pero su ceño se borró tan rápidamente como había aparecido. No obstante, en sus ojos quedaba un resto de ardor. Si hubiese sido una gata, habría tenido la espalda arqueada y la cola erizada como una estregadera. Se incorporó con gracilidad de los cojines y se alisó la falda sobre las caderas.

—De acuerdo. Si estáis segura de que no queréis que me quede.

Con increíble oportunidad, Egwene empezó a sentir un apagado pinchazo detrás de los ojos, una conocida señal precursora de una terrible jaqueca, pero aun así sacudió la cabeza y repitió que tenía que trabajar. Halima vaciló un instante, prieta de nuevo la boca y las manos empuñadas en la falda, tras lo cual descolgó bruscamente su capa de la percha y abandonó la tienda sin molestarse en echarse la prenda sobre los hombros. Su salud podría resentirse saliendo así, con el frío que hacía.

—Ese genio de pescadera la meterá en líos antes o después —rezongó Siuan antes de que las solapas de la entrada dejaran de mecerse. Ceñuda, se subió el chal a los hombros—. Se contiene cuando estáis vos delante, pero no se priva de usar su lenguaje más rudo conmigo. Conmigo o con cualquier otra persona. Se la ha oído gritar a Delana. ¿Desde cuándo una secretaria le grita a quien la emplea, que además es una hermana? ¡Una Asentada! No entiendo por qué la aguanta Delana.

—Eso es asunto de Delana, me parece a mí. —Cuestionar los actos de otra hermana estaba tan prohibido como interferir en ellos. Sólo por costumbre, no por ley, pero aun así algunas costumbres tenían tanta fuerza como la ley. No tendría que recordarle tal cosa a Siuan, precisamente.

Egwene se frotó las sienes y se sentó con cuidado en la silla de detrás del escritorio, pero de todos modos la silla se balanceó. Diseñadas para plegarse y guardarse en una carreta, las patas tenían la mala costumbre de doblarse cuando se suponía que no debían hacerlo, y ninguno de los carpinteros había sido capaz de arreglarlas tras varios intentos. La mesa se plegaba también, pero se mantenía más firme. Egwene habría querido tener la ocasión de comprar otra silla en Murandy, pero eran muchas las cosas que había que adquirir y el dinero no llegaba para todo, y más si ya tenía una silla. Por lo menos había conseguido un par de lámparas de pie y otra para encima del escritorio, las tres de hierro pintado en rojo, aunque con espejos que no tenían burbujas. Disponer de buena luz no parecía evitar sus jaquecas, pero aun así eso era mejor que tratar de leer con unas cuantas velas de sebo y una linterna. Si Siuan había captado censura en su comentario, no por ello se tomó las cosas con más calma.

—Es algo más que genio. En una o dos ocasiones me dio la impresión de que estaba a punto de golpearme. Supongo que tiene bastante sentido común para contenerse, pero no todo el mundo es Aes Sedai. Estoy convencida de que se las arregló de algún modo para romperle el brazo a un carretero. Él dice que se cayó, pero me pareció que me mentía por la forma en que esquivaba la mirada y por el temblor de la boca. No querría admitir que una mujer le había doblado hacia atrás el hombro, ¿verdad?

—Déjalo ya, Siuan —instó, cansada, Egwene—. Seguramente ese hombre intentó tomarse ciertas libertades. —Tenía que ser eso. No se explicaba cómo Halima podría haber roto el brazo a un hombre. Fuera cual fuera la descripción que se hiciera de la mujer, en ella no entraba el término «musculosa».

En lugar de abrir la carpeta que

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