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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 93
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la bolsa del cinturón, al parecer la tomaban por una de las Aceptadas, no todas las cuales tenían bastante ropa para vestir adecuadamente como deberían, o quizás una visitante. Había mujeres que se introducían en el campamento y que a menudo ocultaban la cara en público hasta que se marchaban, tanto si vestían finas sedas o paño tosco, y mostrar un gesto avinagrado a una desconocida o una Aceptada era desde luego mucho más seguro que hacer lo mismo a una Aes Sedai. Le resultó extraño no tener a todo el mundo inclinándose y haciendo reverencias.

Llevaba montada en el caballo desde antes del amanecer, y si un baño de agua caliente estaba descartado —el agua había que acarrearla de los pozos que se habían excavado a más de medio kilómetro del campamento, lo que hacía que hasta las hermanas más maniáticas de la limpieza se midieran—, si un largo y caliente remojo no podía ser, al menos sí le gustaría volver a pisar el suelo. O mejor aún, poner los pies en alto en una banqueta. Además, negarse a dejar que el frío la afectara no era ni mucho menos como calentarse las manos en un agradable brasero. También su escritorio estaría lleno de montones de papeles. La noche anterior le había dicho a Sheriam que le pasara los informes sobre el estado de reparación de las carretas y de las provisiones de forraje para los caballos. Serían áridos y aburridos, pero hacía comprobaciones diarias en parcelas distintas para así saber al menos si lo que le contaba la gente se basaba en hechos o en deseos. Y siempre había informes de los «ojos y oídos». Lo que los Ajahs decidían hacerle llegar a la Sede Amyrlin podía pasar por una lectura fascinante si se comparaba con lo que Siuan y Leane le entregaban de sus informadores. No es que hubiera contradicciones, pero lo que los Ajahs decidían guardarse para sí podía presentar conclusiones interesantes. El deber y el deseo de ponerse a gusto la empujaban hacia su estudio —una tienda más, en realidad, aunque todo el mundo se refería a ella como el estudio de la Amyrlin—, pero aquélla era una oportunidad para mirar en derredor sin que todo se preparara precipitadamente antes de su llegada. Se caló un poco más la capucha para ocultar mejor la cara y taconeó suavemente los flancos de Daishar.

Había poca gente montada, en su mayoría Guardianes, si bien algún que otro mozo se sumaba al tráfago conduciendo un caballo casi al trote hasta donde lo permitía el profundo barrizal medio helado, pero nadie pareció reconocerlas ni a ella ni a su montura. En contraste con las calles casi vacías, las aceras de madera, que no eran más que simples planchas toscas clavadas sobre trozos de troncos, se movían levemente bajo el peso de la gente. Un puñado de hombres, que resaltaban entre el torrente de mujeres como pasas en un pastel barato, caminaban dos veces más deprisa que el resto. A excepción de los Guardianes, los hombres acababan sus asuntos entre las Aes Sedai lo antes posible. Casi todas las mujeres llevaban cubierto el rostro y el aliento se convertía en vaho entre las aberturas de las capuchas, pero aun así era fácil distinguir Aes Sedai de visitantes tanto si las capas eran sencillas como bordadas y forradas con piel. La muchedumbre se apartaba al paso de una hermana. Cualquier otra mujer tenía que zigzaguear para caminar. Tampoco es que hubiese muchas hermanas fuera esa gélida mañana. La mayoría se encontrarían recogidas en sus tiendas. Solas o en grupos de dos o tres, estarían leyendo o escribiendo cartas o preguntando a sus visitantes qué información les llevaban. La cual sería compartida o no con el resto del Ajah, cuanto menos con cualquier otra persona.

El mundo veía a las Aes Sedai como un monolito, imponente y sólido, o así lo había visto antes de que la actual división de la Torre fuera de conocimiento público, pero la pura verdad era que cada Ajah era una comunidad aparte y la Antecámara su único punto verdadero de reunión, y las propias hermanas eran poco más que una asamblea de eremitas que intercambiaban tres palabras más de lo estrictamente necesario sólo con unas pocas amigas. O con otra hermana con la que tenían algún propósito en común. Cambiara lo que cambiara en la Torre, Egwene estaba convencida de que eso seguiría igual siempre. No tenía sentido fingir que las Aes Sedai habían sido o serían otra cosa que Aes Sedai, un gran río discurriendo hacia adelante, con todas las fuertes corrientes escondidas muy profundo, alterando su curso con lentitud imperceptible. Ella había construido precipitadamente unas cuantas presas en ese río, desviando un arroyo aquí y otro allí por sus propias razones, pero aun así sabía que eran construcciones temporales. Antes o después esas corrientes profundas debilitarían sus presas. Sólo le quedaba rezar para que aguantaran lo suficiente. Rezar y apuntalarlas con todas sus fuerzas.

Muy de vez en cuando, entre la multitud aparecía una Aceptada con las siete franjas de colores en la capucha de la capa blanca, pero la mayoría eran novicias con ropas de lana blanca, sin adornos. Sólo un puñado de las veintiuna Aceptadas que había en el campamento poseían capas con las bandas, y reservaban sus vestidos con las franjas para dar clases o ayudar a hermanas pero se había hecho un gran esfuerzo para que todas las novicias vistieran de blanco a todas horas, incluso si sólo tenían una muda. Inevitablemente, las Aceptadas trataban de moverse con la gracilidad de una Aes Sedai, y una o dos casi lo conseguían a despecho de la inclinación de las aceras que pisaban, pero las novicias caminaban casi tan deprisa como los contados hombres que se veían, dirigiéndose a hacer encargos o apresurándose hacia las clases en grupos de seis o siete.

Las Aes Sedai no habían tenido tantas novicias a las que enseñar desde hacía mucho tiempo, desde antes de la Guerra de los Trollocs, cuando también había muchas más Aes Sedai, y el resultado de encontrarse con casi un millar de estudiantes había sido un caos absoluto hasta que se organizaron en «familias». El término no era estrictamente oficial, pero lo utilizaban incluso las Aes Sedai a las que nos les agradaba aceptar a cualquier mujer que lo solicitara. Ahora todas las novicias sabían dónde se suponía que debían estar y cuándo, y todas las hermanas podían saberlo al menos. Por no mencionar que el número de fugas había descendido. Ésa siempre había sido una preocupación para las Aes Sedai, y varios cientos de estas mujeres podrían alcanzar el chal. Ninguna hermana quería perder una de ésas, o a ninguna, en realidad; al menos, no antes de que se tomara la decisión de mandar a una mujer que se marchara. Muy de vez en cuando, todavía había mujeres que se escabullían cuando se daban cuenta de que el entrenamiento era más duro de lo que habían esperado y que el camino hacia el chal de Aes Sedai era más largo de lo que pensaban; pero, aparte de que las familias facilitaban tenerlas controladas, la huida parecía atraer menos a las mujeres que tenían cinco o seis primas, como se llamaban entre sí, en las que apoyarse.

A corta distancia del pabellón cuadrado que hacía las veces de Antecámara de la Torre, Egwene hizo girar a Daishar por una calle lateral. La acera delante del pabellón de lona de color marrón claro estaba vacía —la Antecámara no era un lugar al que se dirigiera cualquiera sin tener una razón para ir allí—, pero las paredes de lona remendadas se mantenían echadas cuando no había motivo para hacer públicas las sesiones de las Asentadas, de modo que era imposible saber quién podría salir del pabellón en un momento dado. Cualquier Asentada reconocería a Daishar nada más verlo, y prefería evitar el encuentro con algunas Asentadas más incluso que con otras. Lelaine y Romanda, por ejemplo, que se resistían a su autoridad de forma tan mecánica como se oponían la una a la otra. O a cualquiera de las que habían empezado a hablar sobre negociaciones. No podía creer que simplemente lo estuvieran haciendo para levantar los ánimos; en tal caso no lo habrían hecho en susurros. Los modales había que mantenerlos, sin embargo, por mucho que deseara abofetear a alguien, pero nadie pensaría que le hacía un desaire si no la veía.

Un débil resplandor plateado centelleó un poco más adelante, detrás de la alta pared de lona que rodeaba una de las dos zonas de Viaje que había en el campamento, y un instante después dos hermanas salieron por las solapas de entrada. Ni Phaedrine ni Shemari eran bastante fuertes para tejer un acceso por sí solas, pero coligadas Egwene suponía que podían hacer uno lo bastante grande para pasar a través de él. Juntas las cabezas y absortas en una conversación, las dos —cosa extraña— iban abrochándose las capas. Egwene mantuvo la cabeza desviada cuando pasó a su lado. Las dos Marrones le habían enseñado siendo novicia, y Phaedrine todavía parecía sorprenderse de que fuera la Amyrlin. Esbelta como una grulla, era muy capaz de cruzar por el barro para preguntarle si necesitaba ayuda. Shemari, una mujer vigorosa de rostro cuadrado que más parecía una Verde que una bibliotecaria, hacía gala de un comportamiento adecuado más allá de lo necesario. Mucho más allá. Sus profundas reverencias, propias de una novicia, llevaban al menos un indicio de mofa por muy sosegada que fuera su expresión, sobre todo porque se sabía que había hecho una reverencia al ver a Egwene a cien pasos de distancia.

Se preguntó adónde habrían ido. En algún lugar puertas adentro, quizá; o, al menos, más cálido que el campamento. Ni que decir tiene que nadie seguía la pista de las idas y venidas de las hermanas, ni siquiera los Ajahs. La tradición gobernaba el comportamiento de todas, y la tradición disuadía rotundamente de hacer preguntas directas sobre lo que una hermana hacía o dónde había ido. Lo más probable es que Phaedrine y Shemari hubiesen ido a que alguno de sus «ojos y oídos» les informara cara a cara. O tal vez a buscar un libro en alguna biblioteca. Eran Marrones, al fin y al cabo. Sin embargo no podía evitar pensar en el comentario de Nisao respecto a hermanas volviendo a hurtadillas con Elaida. No era difícil contratar un barquero para hacer la travesía a la ciudad, donde había docenas de minúsculas entradas a embarcaderos, pero si se sabía crear un acceso no era necesario correr el riesgo de llegar hasta el río y buscar botes. Una sola hermana que regresara a la Torre con el conocimiento de ese tejido acabaría con su principal ventaja. Y no había modo de impedirlo. Salvo mantener fuerte la oposición a Elaida. O hacer creer a las hermanas que podía haber un final rápido a la situación. Ojalá hubiera un modo de llegar a eso.

Un poco más allá de la zona de Viaje, Egwene frenó al caballo y miró con el ceño fruncido una tienda alargada con las paredes de lona más remendadas que las de la Antecámara. Una Aes Sedai caminaba pavoneándose por la acera —la capucha de la capa de color azul oscuro le ocultaba la cara, pero las novicias y los demás se quitaban de su camino como nunca habrían hecho con una comerciante, por

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