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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 90
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que sin apresurarse se adelantaron y cabalgaron agrupadas a su alrededor, los rostros cual máscaras de serenidad y paciencia Aes Sedai. Entonces Egwene le dijo a Delana que repitiera lo que le había contado. A pesar de su petición inicial de hablar en privado con ella, la Gris sólo puso un débil reparo antes de acatar la orden. Y ahí acabaron la calma y la paciencia.

—Es una locura —dijo Sheriam antes de que nadie tuviera ocasión de abrir la boca. Parecía enfadada y tal vez algo asustada. Y con razón. Su nombre se encontraba en la lista de las sentenciadas a la neutralización—. Es imposible que ninguna de ellas piense que la negociación es viable.

—Lo dudo mucho —intervino Anaiya en tono seco. Su rostro poco agraciado parecía más el de una granjera que el de una hermana Azul, y vestía ropas de buen paño pero sencillas, al menos en público, pero manejaba su castrado zaino con la misma destreza que Delana dirigía a su yegua. Pocas cosas alteraban la calma de Anaiya. Claro que no había Azules entre las Asentadas que hablaban sobre negociar. El aire de Anaiya era el de un insólito soldado, pero es que para las Azules esto era una guerra sin cuartel—. Elaida dejó muy clara la situación.

—Elaida es irracional —manifestó Carlinya, que sacudió la cabeza con tal ímpetu que la capucha le cayó sobre los hombros y los oscuros y cortos rizos se agitaron. Volvió a ponerse la capucha con un gesto irritado. Carlinya rara vez mostraba el más leve indicio de emoción, pero sus pálidas mejillas estaban casi tan arreboladas como las de Sheriam y en su voz sonaba un timbre acalorado—. Es imposible que piense que vamos a volver arrastrándonos ante ella ahora. ¿Cómo puede creer Saroiya que Elaida aceptaría cualquier otra cosa?

—Sin embargo, arrastrarse es lo que exigió Elaida —masculló Morvrin con acritud. Su redonda cara, por lo general apacible, tenía una expresión avinagrada, y sus manos regordetas apretaban fuertemente las riendas. Lanzó una mirada tan ceñuda a una bandada de urracas que alzó el vuelo desde un soto de abedules al paso de los caballos, que cualquiera habría pensado que caerían a plomo del cielo—. A veces a Takima le gusta el sonido de su voz. Tenía que estar hablando para escucharse.

—A Faiselle debe de gustarle también —intervino, sombría, Myrelle, que asestó una mirada iracunda a Delana como si pensara que la culpa era de ella. El genio de la mujer de tez olivácea era de sobra conocido, incluso entre las Verdes—. Nunca habría esperado que dijera semejantes cosas. Jamás había actuado como una necia.

—No puedo creer que Magla hablara en serio —dijo Nisao, que las miró de una en una—. Es imposible. Para empezar, por mucho que deteste decirlo, Romanda la tiene tan atada que Magla chilla cada vez que Romanda estornuda, y la única duda que tiene Romanda es si habría que azotar o no a Elaida antes de exiliarla.

La expresión de Delana era tan flemática que por fuerza tenía que estar reprimiendo una sonrisa petulante. Obviamente, ésta era exactamente la reacción que había esperado.

—Romanda controla con igual firmeza a Saroiya y a Varilin, y Takima y Faiselle no dan un paso sin permiso de Lelaine, pero ello no quita que dijeran lo que dijeron. No obstante, creo que vuestras consejeras están más próximas a lo que piensa la mayoría de las hermanas, madre. —Se ajustó los guantes mientras miraba de reojo a Egwene—. Podéis cortar esto de raíz si actuáis con firmeza. Al parecer tendréis el apoyo necesario de los Ajahs. Y el mío, por supuesto, en la Antecámara. El mío y más, suficientes para frenarlo.

Como si necesitara apoyo para conseguir algo así; quizá Delana sólo buscaba congraciarse con ella. O mostrar que el apoyo a Egwene era lo único que le interesaba.

Beonin había cabalgado en silencio, sujetando la capa y mirando fijamente un punto situado entre las orejas de su yegua marrón, pero de repente sacudió la cabeza. Por lo general, sus grandes ojos de color azul grisáceo la hacían parecer sobresaltada, pero ahora miraron desde el fondo de la capucha con una furia ardiente mientras iban pasando de una mujer a otra, incluida Egwene.

—¿Por qué habría que descartarse la negociación? —Sheriam parpadeó sorprendida y Morvrin torció el gesto, pero Beonin siguió hablando, dirigiendo ahora su ira a Delana, y su acento tarabonés sonó más fuerte que nunca—. Somos Grises, tú y yo. Negociamos, mediamos. Elaida ha planteado las condiciones más onerosas, pero es lo que suele ocurrir al inicio de unas negociaciones. Podemos volver a unir la Torre Blanca y asegurar la inmunidad de todo el mundo si lo hablamos.

—También juzgamos —espetó Delana—, y Elaida ha sido juzgada. —Eso no era exactamente cierto, pero parecía más sorprendida por la salida de Beonin que cualquiera de las otras. Su voz rezumaba acritud—. Quizá tú estés dispuesta a negociar que te azoten con la vara. Yo no, y creo que encontrarás unas cuantas más que tampoco lo están.

—La situación ha cambiado —insistió Beonin. Alargó una mano hacia Egwene, casi suplicante—. Elaida no habría hecho la proclamación que hizo respecto al Dragón Renacido a menos que lo tuviera en su poder, de un modo u otro. El estallido del Saidar fue un aviso. Los Renegados deben estar moviéndose, y la Torre Blanca tiene que…

—Basta —cortó Egwene—. ¿Estás dispuesta a entablar negociaciones con Elaida? ¿Con las Asentadas de la Torre? —se corrigió. Elaida jamás negociaría.

—Sí —dijo fervientemente Beonin—. El asunto puede solucionarse a satisfacción de todos. Sé que se puede.

—Entonces tienes mi permiso.

Al punto, todas salvo Beonin empezaron a hablar a la vez tratando de disuadirla, tachando aquello de locura. Anaiya gritó tanto como Sheriam a la par que gesticulaba y a Delana se le desorbitaron los ojos en una expresión cercana al espanto. Algunos de los escoltas empezaron a mirar hacia las hermanas tanto como observaban las granjas por las que pasaban y hubo cierta agitación entre los Guardianes, que en ese momento desde luego no necesitaron del vínculo para saber que sus Aes Sedai estaban alteradas, pero se mantuvieron en su sitio. Los hombres sensatos no se metían cuando las Aes Sedai empezaban a levantar la voz.

Egwene no hizo caso de los gritos y los ademanes. Había considerado todas las posibilidades que se le ocurrieron para poner fin a este conflicto y conservar la Torre Blanca intacta y unida. Había hablado durante horas con Siuan, que tenía más razones que nadie para querer derrocar a Elaida. Si con ello hubiese podido salvar la Torre, Egwene se habría rendido a Elaida, olvidando si esa mujer había llegado a Sede Amyrlin de forma legal. A Siuan casi le había dado un ataque al oír tal sugerencia, pero aun así, y aunque a regañadientes, había convenido en que preservar la Torre estaba sobre cualquier otra consideración. Beonin exhibía una sonrisa tan hermosa que le parecía un crimen borrársela. Cuando habló, levantó la voz justo lo suficiente para hacerse oír.

—Abordarás el tema con Varilin y las otras que Delana ha nombrado, y arreglarás los contactos con la Torre Blanca. Éstas son las condiciones que aceptaré: Elaida debe dimitir y partir al exilio. —Porque Elaida jamás aceptaría el regreso de las hermanas que se habían rebelado contra ella. Una Amyrlin no tenía voz ni voto en cómo se dirigía un Ajah, pero Elaida había declarado que las hermanas que habían huido de la Torre ya no pertenecían a ningún Ajah. Según ella, tendrían que suplicar su readmisión en los Ajahs después de cumplir un castigo bajo su directo control. Elaida no reuniría a la Torre, sólo la desmembraría más de lo que estaba ya—. Son los únicos términos de acuerdo que aceptaré, Beonin. Los únicos. ¿Me has entendido?

A Beonin se le pusieron los ojos en blanco; se habría caído del caballo si Morvrin no la hubiera sujetado, mascullando entre dientes mientras la agarraba y le daba cachetes en la cara, y no flojos. Las demás miraban a Egwene de hito en hito, como si no la conocieran. Hasta Delana, que debía de haber planeado que ocurriera algo así desde que pronunció la primera palabra. Se habían parado por el desmayo de Beonin, y el anillo de soldados que las rodeaba se detuvo a la orden de lord Gareth. Algunos miraban fijamente a las Aes Sedai, su ansiedad palpable a pesar de llevar los rostros ocultos tras las barras de los yelmos.

—Es hora de regresar al campamento —manifestó Egwene. Tranquilamente. Lo que tenía que hacerse, se hacía. Quizá rendirse habría cerrado la brecha abierta en la Torre, pero no lo creía posible. Y ahora las cosas podrían desembocar en Aes Sedai enfrentándose unas a otras en las calles de Tar Valon a menos que encontrara el modo de hacer que funcionara su plan—. Tenemos trabajo que hacer —dijo mientras cogía las riendas—, y no disponemos de mucho tiempo. —Rogó por que fuera suficiente.

17. Secretos

Una vez que Delana estuvo segura de que su perniciosa semilla había arraigado, murmuró que lo mejor sería que no las viesen regresar juntas al campamento y se escabulló poniendo a la yegua a un trote rápido a través de la nieve, dejando a las demás que siguieran avanzando en medio de un incómodo silencio roto sólo por el crujido de la nieve bajo los cascos de los caballos. Los Guardianes mantuvieron la distancia y los soldados de la escolta volvieron a centrar su atención en las granjas y los sotos, sin dirigir una sola mirada a las Aes Sedai, que Egwene viera. No obstante, los hombres nunca sabían cuándo debían callarse. Lo único que se conseguía diciéndole a un hombre que fuera discreto era que chismorreara más aún, sólo con buenos amigos en los que confiaba, claro, como si éstos a su vez no fueran a contárselo a cualquiera que quisiera escucharlos. Quizá los Guardianes eran distintos —las Aes Sedai insistían en ello, las que tenían Guardián—, pero sin duda los soldados hablarían de la discusión entre las hermanas y a buen seguro contarían que a Delana la habían echado con cajas destempladas. La mujer lo había planeado cuidadosamente. Si se permitía que esa semilla fructificara, lo que crecería sería más nocivo que las malas hierbas o las hiedras estranguladoras, pero la Asentada Gris se había protegido perfectamente de llevarse las culpas. La verdad siempre salía a la luz al final, pero para cuando llegaba el final a menudo la verdad estaba tan enredada con rumores, especulaciones y mentiras que la mayoría de la gente no lo creía.

—Confío en no tener que preguntar si alguna de vosotras había oído algo sobre esto.

Egwene habló en un tono indiferente, en apariencia contemplando el paisaje por el que cabalgaban, pero la complació que todas lo negaran inmediatamente y con gran indignación, incluida Beonin, que movía las doloridas mandíbulas mirando furiosa a Morvrin. Egwene se fiaba de ellas hasta donde creía prudente —no podían haber prestado esos juramentos sin el propósito de cumplirlos; no a menos que perteneciesen al Ajah Negro, una posibilidad inquietante que explicaba su prevención—, pero aun así hasta un juramento de lealtad dejaba espacio para que la persona más fiel hiciese algo terrible en la creencia de que era por el bien de uno. Y las personas que habían jurado coaccionadas podían tender a buscar resquicios y márgenes de maniobra.

—La verdadera cuestión —continuó— es qué se proponía Delana. —No era necesario que explicara nada; no a esas mujeres, todas expertas

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