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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 87
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abajo. Eran navíos grandes, tal como se entendían en una vía fluvial, uno con tres mástiles; iban con las velas triangulares hinchadas, y los largos remos se hundían con fuerza en el agua azul verdosa para incrementar un poco más la velocidad. Todo en la embarcación denotaba un ardiente deseo de avanzar con rapidez, ¡la ansiedad de alcanzar Tar Valon ya! El río era bastante profundo allí para que los barcos pudieran navegar casi a tiro de piedra de las orillas en algunos puntos, pero éstos surcaban el agua casi en fila india, tan cerca del centro de la corriente del Erinin como el empuje del viento se lo permitía a los remeros. Marineros aferrados al extremo de los palos vigilaban las riberas y no para otear posibles bajíos.

De hecho, no tenían nada que temer mientras se mantuvieran fuera del alcance de los arcos. Cierto era que, desde donde Egwene se encontraba montada a caballo, habría podido prender fuego a todas las naves o simplemente abrir agujeros en los cascos para que se hundieran. En cuestión de segundos. Pero hacerlo habría significado que algunos de los que iban a bordo se ahogarían. Las corrientes eran fuertes, el agua estaba helada y la distancia a nado hasta la orilla era larga; hasta para los que supiesen nadar. Incluso una sola muerte convertiría su uso del Poder en un arma. Intentaba actuar como si ya hubiese prestado los Tres Juramentos y éstos protegían a aquellos barcos de ella y de cualquier otra hermana. Una hermana que hubiese jurado sobre la Vara Juratoria no podría utilizar esos tejidos ni aun obligándose, puede que ni siquiera fuera capaz de realizarlos, a menos que se convenciese de que se encontraba en peligro inmediato por parte de los barcos. Mas, al parecer, ni capitanes ni tripulaciones parecían creer tal cosa.

Al aproximarse las naves, gritos apagados por la distancia llegaron a través del agua. Los vigías apostados en las cofas los señalaron a Gareth y a ella y enseguida resultó obvio que la tomaban por una Aes Sedai con su Guardián. Con todo, los capitanes no estaban dispuestos a correr el albur de que no lo fuera. Un instante después, el ritmo de los remos se incrementaba. Sólo un poco, pero los remeros se esforzaron para conseguir ese poco. Una mujer que iba en el alcázar del primer barco, seguramente la capitana, agitó los brazos como si demandara mayor esfuerzo y un puñado de hombres empezaron a correr a lo largo de la nave, tensando un cabo o aflojando otro para cambiar el ángulo de las velas, aunque Egwene no vio que consiguieran nada con ello. En las cubiertas había hombres que no eran marineros, y la mayoría de ellos se apiñaba en las batayolas de las bordas, unos cuantos oteando por sus visores. Algunos parecían calcular la distancia que quedaba para llegar a la seguridad del puerto.

Egwene se planteó tejer una llamarada, un estallido de luz, quizás acompañado por un fuerte estampido, justo por encima de los barcos. Eso dejaría claro a cualquiera que viajara en ellos y que tuviese dos dedos de frente que ni la velocidad ni la distancia los protegían, sino únicamente el compromiso de los Tres Juramentos. Deberían saber que estaban a salvo por las Aes Sedai. Egwene exhaló sonoramente, sacudió la cabeza y se reprendió para sus adentros. Ese sencillo tejido también llamaría la atención en la ciudad, desde luego mucho más que la aparición de una única hermana. Las hermanas acudían a menudo a las riberas para contemplar Tar Valon y la Torre. Aun en el caso de que la única reacción a su despliegue de luces fuera otra exhibición semejante como réplica, una vez que hubiera empezado esa especie de competición quizá resultara muy difícil pararla. Una vez que empezaban, temas así podían aumentar hasta escaparse de las manos. Tal como estaban las cosas, ya había muchas probabilidades de que eso ocurriera, y más aún en los últimos cinco días.

—El capitán de puerto no ha dejado entrar a más de ocho o nueve barcos a la vez desde que llegamos —comentó Gareth mientras el primer navío pasaba frente a ellos—, pero los capitanes parecen haber calculado el tiempo y la sincronización. Pronto aparecerá otro puñado, y llegará a la ciudad para cuando la Guardia de la Torre esté convencida de que esos tipos vienen realmente a alistarse. Jimar Chubai sabe que debe evitar que meta hombres míos en esos barcos. Tiene más guardias en los puertos que en cualquier otra posición excepto en las torres de los puentes, y no muchos en los demás sitios, por lo que sé. Sin embargo, eso cambiará. La llegada de barcos empieza con las primeras luces del día y continúa casi hasta la caída de la noche, aquí y también en Puerto del Sur. Este grupo no parece transportar tantos soldados como lleva la mayoría. Cualquier plan es brillante hasta que llega el día, madre, pero entonces hay que adaptarse a las circunstancias para no acabar arrollado.

Egwene emitió un sonido irritado. En aquellos siete barcos debía de haber en total doscientos pasajeros o más. Unos cuantos serían mercaderes o comerciantes u otro tipo de viajero inocente, pero el sol bajo brillaba en yelmos y petos y discos de acero cosidos a coseletes de cuero. ¿Cuántos barcos llegaban cada día? Fuera cual fuera el número, un flujo constante de hombres estaba entrando en la ciudad para alistarse a las órdenes del mayor Chubai.

—¿Por qué los hombres acuden siempre a todo correr para matar o para que los maten? —masculló irritada.

Lord Gareth la miró tranquilamente. Montado en el caballo, un enorme castrado zaino con una línea blanca a lo largo de la nariz, semejaba una estatua. A veces Egwene creía entender un poco cómo se sentía Siuan respecto a ese hombre. A veces pensaba que merecería la pena realizar cualquier esfuerzo necesario para sobresaltarlo, sólo por el gusto de verlo perder esa flema.

Por desgracia sabía la respuesta a su pregunta tan bien como él. Al menos en lo tocante a hombres que se hacían soldados. Oh, sí que había muchos que acudían presurosos en apoyo de una causa o en defensa de lo que pensaban que era justo, y algunos que buscaban aventuras, tuvieran la idea que tuvieran de lo que era eso. Con todo, la simple y pura verdad era que por manejar una pica o una lanza un hombre podía ganar el doble cada día que lo que obtendría por caminar detrás del arado de otro hombre, y se multiplicaba por tres si sabía cabalgar lo bastante bien para unirse a la caballería. Arqueros y ballesteros se encontraban en un término medio. El hombre que trabajaba para otro podía soñar con poseer su propia granja o tienda algún día, o un comienzo hacia ese logro que alcanzarían sus hijos, pero a buen seguro había oído miles de historias de hombres que se habían alistado durante cinco o diez años y regresaban a casa con suficiente oro para vivir con desahogo, o de otros que habían llegado a generales e incluso a lores. Para un hombre pobre, había dicho Gareth sin rodeos, mirar la punta de una pica podía ser una vista mejor que los cuartos traseros del caballo de labranza de otro hombre. Aun cuando con la pica tuviera más probabilidades de morir que de obtener gloria y fortuna. Un modo amargo de enfocarlo, pero Egwene suponía que la mayoría de los hombres que iban en esos barcos también lo veían así. Claro que ella había reunido su ejército de esa manera. Por cada hombre que quería ver a la usurpadora expulsada de la Sede Amyrlin, por cada hombre que sabía con certeza quién era Elaida, había diez —si no un centenar— que se habían unido a ella por la paga. Algunos hombres del barco alzaban las manos para que los guardias situados en las murallas del puerto vieran que no tenían armas.

—No —dijo, y lord Gareth suspiró.

—Madre, mientras los puertos sigan abiertos, Tar Valon comerá mejor que nosotros, y en lugar de debilitarse por el hambre, la Guardia de la Torre se hará más fuerte y numerosa. —Su voz seguía siendo sosegada, pero sus palabras no resultaban tranquilizadoras—. Dudo mucho que Elaida permita a Chubai que salga a atacarnos, por mucho que me gustaría que lo hiciera. Cada día que esperáis se incrementa la cuenta del carnicero que tendremos que pagar antes o después. Desde el primer momento dije que al final habría de ser un asalto y eso no ha cambiado, pero todo lo demás sí. Haced que las hermanas nos sitúen a mis hombres y a mí dentro de las murallas ya, y puedo tomar Tar Valon. No será incruento. Nunca lo es. Pero puedo tomar la ciudad para vos. Y morirán menos que si lo demoráis.

A Egwene se le hizo un nudo en el estómago que se apretó hasta que apenas pudo respirar. Con cuidado, paso a paso, realizó ejercicios de novicia para que se aflojara. Las riberas contenían el río, guiándolo sin controlarlo. La calma la envolvió, penetró en ella.

Demasiadas personas habían empezado a ver usos para los accesos y, en cierto modo, Gareth representaba los peores. Su oficio era la guerra y era muy bueno en ello. Tan pronto como supo que un acceso podía trasladar a mucho más que un grupo pequeño de personas a la vez, había visto las implicaciones. Hasta las murallas de Tar Valon, situadas fuera del alcance de tiro de cualquier catapulta de asalto que no estuviese montada en una embarcación y construidas con el Poder de modo que ni la catapulta más grande podría hacer mella en ellas, daría igual que fueran de papel ante un ejército que pudiera Viajar. Pero tanto si Gareth Bryne lo sabía como si no, otros hombres sacarían partido de esa idea. Al parecer los Asha’man ya lo habían hecho. La guerra siempre había sido horrible, pero iba a serlo aún más.

—No —repitió—. Sé que va a morir gente antes de que esto acabe. —La Luz la asistiera, podía verla morir con sólo cerrar los ojos. Sin embargo, morirían más personas si tomaba decisiones equivocadas, y no allí únicamente—. Tengo que mantener viva la Torre Blanca para combatir en el Tarmon Gai’don, para interponerla entre el mundo y los Asha’man, y la Torre morirá si esto deviene en hermanas luchando contra hermanas en las calles de Tar Valon. —Tal cosa había ocurrido una vez. No podía permitirse que pasara una segunda—. Si la Torre Blanca muere, muere la esperanza. No tendría que repetiros esto.

Daishar resopló y agitó la cabeza arriba y abajo tirando del ronzal como si notara su irritación, pero Egwene retuvo las riendas con firmeza y guardó el visor en el estuche de cuero que llevaba colgado de la silla. Las aves dejaron de pescar y levantaron el vuelo cuando la gruesa cadena que cerraba el Puerto del Norte se aflojó y empezó a bajar. Se hundiría en el agua a bastante profundidad antes de que el primer barco llegara a la bocana. ¿Cuánto hacía que ella había llegado a Tar Valon por la misma ruta? Más allá del recuerdo, daba la impresión. Hacía una era. Era otra mujer la que había desembarcado en la orilla para ser recibida por la Maestra de las Novicias.

Gareth sacudió la cabeza a la par que hacía una mueca. Nunca se rendía, ¿verdad?

—Tenéis que mantener viva la Torre

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