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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 86
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si el tipo que estaba debajo no la había manchado con su sangre Hanlon se comería las botas que asomaban por uno de los bordes.

Shiaine se encontraba sentada en un sillón tallado; era una mujer bonita y lucía un vestido de seda azul con bordados en oro ceñido con un cinturón de oro tejido, así como un grueso collar del mismo metal en torno al delgado cuello. El lustroso cabello castaño le llegaba más abajo de los hombros aun estando recogido por una redecilla de encaje. A primera vista parecía delicada, pero sus rasgos tenían algo de la astucia vulpina y su sonrisa jamás se reflejaba en los grandes ojos marrones. En esos momentos utilizaba un pañuelo bordeado de puntilla para limpiar una pequeña daga que iba rematada con una gota de fuego en el pomo.

—Ve a decirle a Murellin que tengo un… bulto para que se deshaga de él más tarde, Falion —dijo con absoluta calma.

Falion mantuvo el semblante impasible y frío como el mármol, pero antes de escabullirse de la estancia a toda prisa hizo una reverencia a la que quizá le faltó cierto servilismo.

Observando a la mujer y su daga por el rabillo del ojo, Hanlon se dirigió hacia el bulto cubierto y se inclinó para levantar un pico de la manta. Unos vidriosos ojos azules permanecían abiertos en un rostro que, de estar vivo, se habría considerado duro. Los muertos tenían siempre un aspecto más blandengue. Por lo visto no había sido ni tan cauto ni tan inteligente como lo consideraba Falion. Hanlon soltó el pico de la manta y se irguió.

—¿Dijo algo que os molestó, milady? —preguntó gentilmente—. ¿Quién era?

—Dijo varias cosas. —Levantó la daga y examinó la pequeña hoja para asegurarse de que estaba limpia, tras lo cual la guardó en una vaina con incrustaciones de oro que llevaba a la cintura—. Dime, ¿el bebé de Elayne es tuyo?

—Ignoro quién lo engendró —repuso, torciendo el gesto—. ¿Por qué, milady? ¿Creéis que me he ablandado? A la última golfa que dijo que la había preñado, la metí en un pozo para que se le enfriara la cabeza y me aseguré de que se quedara allí. —En una de las mesas laterales había una jarra de plata de cuello largo, con vino, y dos copas también de plata sobre una bandeja—. ¿Esto se puede beber sin peligro? —preguntó mientras miraba las copas. Las dos tenían vino en el fondo, pero un pequeño «añadido» a una de ellas podría haber convertido en presa fácil al tipo muerto.

—Catrelle Mosenain, hija de un ferretero de Maerone —dijo la mujer tan a la ligera como si aquello fuera de conocimiento público, y Hanlon casi se encogió por la sorpresa—. Le abriste la cabeza con una piedra antes de echarla al pozo, sin duda para ahorrarle que muriera ahogada. —¿Cómo demonios sabía el nombre de aquella zorra, y menos aún el detalle de la piedra? Hasta él había olvidado cómo se llamaba—. No, dudo que te volvieras tan blando, pero no me gustaría descubrir que estabas besando a lady Elayne sin informarme. No, no me gustaría nada. —De pronto frunció el ceño al fijarse en el pañuelo manchado de sangre que tenía en la mano, se levantó ágilmente para dirigirse hacia la chimenea y lo arrojó a las llamas. Se quedó allí, calentándose, sin mirar a Hanlon.

»¿Puedes arreglar que algunas de las seanchan escapen? Mejor si pueden ser de las dos clases, las que llaman sul’dam y las que llaman damane —pronunció con cierta dificultad los extraños términos—, pero si no puedes, entonces con unas cuantas de las sul’dam me servirá. Liberarán a algunas de las otras.

—Tal vez. —¡Rayos y truenos, esta noche saltaba de una cosa a otra más aún que Falion—. No será fácil, milady. Todas están bien guardadas.

—No pregunté si era fácil —dijo sin apartar la vista de las llamas—. ¿Puedes apartar a los guardias de los almacenes de víveres? Me complacería si algunos de ellos ardieran. Estoy cansada de intentos que siempre fallan.

—Eso no puedo hacerlo —murmuró—. A no ser que queráis que me oculte inmediatamente después. Guardan un registro de las órdenes que haría que un cairhienino se encogiera. Y tampoco serviría de mucho en cualquier caso, con esos jodidos accesos por los que llegan más carretas a diario. —A decir verdad, no lamentaba tal cosa. Sí que le inquietaban los medios utilizados, desde luego, pero eso no le preocupaba. En cualquier caso, esperaba que el palacio fuera el último sitio de Caemlyn donde se pasara hambre; había sobrevivido a asedios a ambos lados de las líneas y no tenía intención de volver a cocer sus botas para hacer caldo. No obstante, Shiaine quería fuegos.

—Otra respuesta que no he pedido. —La mujer sacudió la cabeza, todavía fija la mirada en las llamas, no en él—. Pero tal vez pueda hacerse algo al respecto. ¿Cuán próximo estás de… disfrutar del afecto de Elayne? —preguntó remilgadamente.

—Más de lo que estaba el día que llegué a palacio —gruñó, dirigiendo una mirada feroz a la espalda de la mujer. Procuraba no ofender a los que el Elegido había situado por encima de él, pero esa zorra estaba poniendo a prueba su paciencia. ¡Podría partir ese esbelto cuello como si fuese una ramita! Para que no se le fuesen las manos a la garganta de la mujer, llenó una de las copas y la sostuvo sin intención de beber. Con la mano izquierda, por supuesto. Sólo porque hubiese ya un hombre muerto en el suelo no significaba que no tuviese planes para que los cadáveres fueran dos—. Pero he de ir despacio. No es como acorralarla en un rincón y encandilarla hasta que se derrita.

—Supongo que no —dijo Shiaine con voz ahogada—. No es en absoluto la clase de mujer que estás acostumbrado a tratar. —¿Se estaba riendo? ¿De él? Sólo merced a un gran esfuerzo se contuvo para no arrojar la copa y estrangular a esa tipa de cara zorruna.

De repente la mujer se volvió y Hanlon parpadeó al verla deslizar la daga en la vaina con aire indiferente. ¡No la había visto sacar la maldita arma! Dio un trago de vino sin pensar y casi se atragantó al darse cuenta de lo que había hecho.

—¿Te gustaría ver saqueada Caemlyn? —preguntó ella.

—Mucho, si dispongo de una buena compañía a mi espalda y paso libre hacia las puertas. —El vino no podía entrañar peligro. Que hubiera dos copas significaba que ella había bebido también, y si había cogido la del tipo muerto no podía quedar suficiente veneno ni para poner malo a un ratón—. ¿Es eso lo que queréis? Yo cumplo órdenes tan bien como el que más. —Lo hacía cuando parecía probable sobrevivir a ellas o cuando venían de los Elegidos. Desobedecerlos era de necios; de necios muertos—. Pero a veces ayuda saber algo más que «ve allí y haz tal cosa». Si me decís qué os traéis entre manos aquí, en Caemlyn, podría ayudaros a conseguir vuestro propósito antes.

—Por supuesto. —Shiaine esbozó una sonrisa enseñando los dientes, aunque sus ojos siguieron siendo impasibles como un pedazo de roca—. Pero primero cuéntame por qué tienes sangre fresca en tu guantelete.

Él le devolvió la sonrisa.

—Un asaltante que tuvo mala suerte, milady. —Quizás había enviado al hombre o tal vez no, pero agregó el cuello de la mujer a la lista de los que se proponía cortar. Y, ya puesto, podría añadir también el de Marillin Gemalphin. Después de todo, el único superviviente era quien podía decir lo que había ocurrido.

16. El tema de las negociaciones

El sol matinal se alzaba en el horizonte dejando la parte más próxima de Tar Valon envuelta aún en sombras, pero la nieve que lo cubría todo resplandecía. La propia ciudad parecía brillar tras las blancas murallas, todas magníficamente coronadas con torres y estandartes, pero para Egwene, sentada en su castrado ruano en la ribera por encima de la ciudad, le parecía más lejana de lo que estaba realmente. El Erinin se ensanchaba más de tres kilómetros en aquel punto, y el Alindrelle Erinin y el Osendrelle Erinin, que fluían a ambos extremos de la isla, debían de medir casi la mitad de eso, de modo que Tar Valon daba la impresión de encontrarse en medio de un gran lago, inalcanzable a despecho de los inmensos puentes que salvaban la corriente a gran altura para que los barcos pudieran navegar fácilmente por debajo. La propia Torre Blanca, una sólida aguja de color hueso que se alzaba a una increíble altura en el corazón de la ciudad, llenaba su propio corazón con un vehemente anhelo del hogar. No por Dos Ríos, sino por la Torre. Ése era su hogar ahora. Una fina columna de humo atrajo su mirada, una débil línea negra que se alzaba en la ribera opuesta, detrás de la ciudad, y torció el gesto. Daishar pateó la nieve, pero una palmada en el cuello bastó para tranquilizar al ruano. Su amazona habría necesitado mucho más para calmarse. La añoranza era lo menos importante. Minúscula, comparada con el resto.

Con un suspiro, dejó las riendas en el alto pomo de la silla y miró a través del largo visor de lentes encastrado en bronce. La capa se resbaló, dejándole un hombro al aire, pero hizo caso omiso del frío que convertía en vaho su respiración y colocó una mano para proteger la lente delantera del brillo del sol. Las murallas parecieron acercarse repentinamente. Enfocó los altos brazos curvados del Puerto del Norte que penetraban en la corriente río arriba. La gente se movía con determinación en lo alto de las almenas que envolvían el puerto, pero apenas distinguía hombres de mujeres a esa distancia. Aun así, se alegraba de no llevar puesta la estola de siete colores y de que su rostro quedara oculto bajo la capucha por si acaso alguien de allí disponía de un visor más potente que el suyo. La ancha bocana del puerto artificial se hallaba bloqueada por una inmensa cadena de hierro, tensada a varios palmos sobre el agua. Unos puntos minúsculos en la superficie —aves que pescaban zambulléndose frente al puerto— ponían de manifiesto la magnitud de la cadena. Para levantar uno de los eslabones de un paso de longitud habrían hecho falta dos hombres. Un bote de remos podría deslizarse por debajo de esa barrera, pero ningún navío pasaría, fuera cual fuere su tamaño, a menos que la Torre Blanca lo permitiera. Por supuesto, la cadena sólo estaba destinada a impedir la entrada de enemigos.

—Ahí están, madre —murmuró lord Gareth Bryne, y Egwene bajó el visor.

Su general era un hombre fornido, con un sencillo peto muy usado encima de la chaqueta marrón, sin el menor toque de dorado ni bordados. Tras las barras del yelmo se veía su semblante franco y curtido, y los años le habían otorgado una especie de tranquilidad reconfortante. Uno sólo tenía que mirar a Gareth Bryne para saber que, si el Foso de la Perdición se abriera ante él, el hombre reprimiría el miedo y se pondría a hacer lo que fuera necesario hacer. Y otros hombres lo seguirían. Había demostrado en un campo de batalla tras otro que seguirlo era el camino a la victoria. Un buen hombre para tenerlo de su lado. Los ojos de Egwene siguieron la dirección indicada por la mano enguantada, río arriba.

Tras una punta de tierra empezaban a asomar cinco, seis —no, siete— barcos fluviales surcando el Erinin aguas

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