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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 85
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a uno podía tenerlo hasta casi el amanecer antes de recibirlo. ¡Estas llamadas siempre le costaban horas de sueño, maldita mujer!

—¿Quién es la visita? —preguntó.

—No dio su nombre. A mí no —respondió Falion, que puso una silla en la puerta que daba al vestíbulo para que no se cerrara. Así parte del escaso calor se escaparía, pero quería oír a Shiaine si la llamaba. O quizá quería asegurarse de que la otra mujer no escuchara a escondidas—. Es un hombre delgado, alto y nervudo, con aire de soldado. Un oficial de rango o quizás un noble, por sus modales, y andoreño, por el acento. Parece inteligente y cauto. Sus ropas son bastantes sencillas, aunque caras, y no lleva anillos ni broches.

Miró ceñuda la mesa, se volvió hacia un armario abierto, junto a la puerta que daba al vestíbulo, y puso otra jarra de peltre al lado de la que había sacado para él. No se le había pasado por la cabeza poner dos. Bastante tenía con prepararse el vino para él. Por muy Aes Sedai que fuera, la sirvienta era ella. Sin embargo, la mujer se sentó a la mesa y empujó el plato de especias, apartándolo, como si esperase que lo preparara él, nada menos.

—Pero Shiaine tuvo dos visitantes ayer, menos cuidadosos que este tipo —prosiguió Falion—. Uno, el que vino por la mañana, llevaba los Jabalíes Dorados de Sarand en los puños de los guantes. Probablemente pensó que nadie se fijaría en los pequeños detalles, si es que se le ocurrió siquiera. Era un hombre relleno, de cabello rubio, mediana edad, que miraba todo con altanería y que alabó el vino como si le sorprendiera encontrar una cosecha buena en la casa. Quería que Shiaine me azotara por no mostrar el respeto debido. —Incluso aquello lo dijo con voz fría y mesurada. La única vez que la había visto demostrar cierto ímpetu fue cuando Shiaine le dio con la correa—. Un provinciano que rara vez ha estado en Caemlyn pero que cree que sabe cómo se comportan sus superiores, diría yo. Se lo puede reconocer por una verruga en la barbilla y una pequeña cicatriz con forma de media luna junto al ojo izquierdo. El tipo que vino por la tarde era bajo y moreno, nariz afilada y ojos recelosos, sin ninguna marca ni cicatriz que yo viera, aunque llevaba un anillo con un granate cuadrado en la mano izquierda. Era parco en palabras, pero portaba una daga con las cuatro Lunas Plateadas de la casa Marne en el pomo.

Hanlon se cruzó de brazos y se recostó en un lado de la chimenea; mantuvo el semblante impasible a pesar de que habría querido fruncir el ceño. Había estado convencido de que el plan era que Elayne alcanzara el trono, aunque lo que pasara después seguía siendo un misterio para él. Le habían prometido esa mujer como una reina. Que llevara o no una corona cuando la tomase le importaba un pimiento, salvo porque hacía más picante la historia —domar a esa yegua orgullosa y ponerle la silla sería un puro placer aunque hubiese sido hija de un granjero, ¡sobre todo después de que la mocosa le diese un corte así ese mismo día, delante de todas esas mujeres!—, pero tener tratos con Sarand y Marne indicaba que quizás Elayne estuviera destinada a morir sin ser coronada. Tal vez, a despecho de todas las promesas de que podría revolcarse con una reina, lo habían colocado donde pudiera matarla en el momento elegido, cuando su muerte tuviera el resultado específico que buscaba Shiaine. O más bien el Elegido que le había dado instrucciones. Moridin, se llamaba el individuo, un nombre que Hanlon no había oído nunca antes de entrar en esta casa. Eso no le preocupaba. Si un hombre tenía redaños para identificarse como uno de los Elegidos, él no era tan estúpido para ponerlo en duda. La posibilidad de que no fuera más que una daga asesina en todo el plan sí lo inquietaba. Mientras la daga hiciera el trabajo, ¿qué importaba si se rompía al realizarlo? Mucho mejor ser la mano en la empuñadura que la hoja.

—¿Viste oro que cambiara de manos? —preguntó—. ¿Oíste algo?

—Te lo habría dicho —repuso fríamente—. Y según nuestro acuerdo, es mi turno de preguntar.

Hanlon se las arregló para ocultar su irritación bajo una expresión expectante. Esa necia mujer siempre preguntaba sobre las Aes Sedai que estaban en palacio o sobre las que se llamaban Allegadas o sobre las mujeres de los Marinos. Preguntas estúpidas, como quién era amiga de quién, y quién enemiga. Quién hablaba en privado con quién o quién evitaba a quién. Qué les había oído decir. Como si no tuviese nada más que hacer con su tiempo que andar al acecho por los pasillos para espiarlas. Nunca le mentía —había muchas posibilidades de que se enterara de la verdad, aun estando atrapada en esa casa como una doncella; después de todo, era Aes Sedai—, pero cada vez le resultaba más difícil encontrar algo que ya no le hubiese contado, y se mostraba categórica en cuanto a que tenía que dar información si esperaba recibirla a su vez. Con todo, tenía algunos chismes ese día sobre que algunas de las mujeres de los Marinos se habían ido y que todas habían estado con los nervios de punta gran parte del día y brincando por nada, como si les metieran carámbanos por la espalda. Tendría que conformarse con eso. Lo que él necesitaba saber era importante, no puñeteros cotorreos.

Sin embargo, antes de que pudiera preguntarle, la puerta principal se abrió. Murellin era tan corpulento que casi llenaba el vano, pero aun así el intenso frío entró en una arremolinada ráfaga que zarandeó el pequeño fuego y aventó chispas chimenea arriba hasta que el hombretón cerró la puerta. No daba señales de sentir el frío; claro que su chaqueta marrón parecía tan gruesa como dos juntas. Además, el hombre no sólo tenía el tamaño de un buey, sino también sus cortos alcances. Soltó una jarra alta de madera sobre la mesa con un golpe, se metió los pulgares en el ancho cinturón y miró a Hanlon con resentimiento.

—¿Te estás metiendo con mi mujer? —rezongó.

Hanlon dio un respingo. No porque temiera a Murellin, ya que éste se encontraba al otro lado de la mesa. Lo que lo sobresaltó fue que la Aes Sedai se levantara prestamente de la silla y cogiera la jarra de vino. Echó en ella el jengibre y los clavos, añadió una cucharada de miel e hizo girar la jarra como si fuera a mezclarlo todo; entonces utilizó un doblez de la falda para coger el atizador del fuego y lo metió en el vino sin comprobar si ya estaba bastante caliente. En ningún momento miró hacia Murellin.

—¿Tu mujer? —preguntó, cauteloso, Hanlon. A lo que el otro hombre respondió con una sonrisita de suficiencia.

—Casi. La señora se figuró que yo podría hacer uso de lo que tú no utilizas. En cualquier caso, Fally y yo nos damos calor por las noches.

Murellin empezó a rodear la mesa, todavía sonriendo, pero ahora en dirección a la mujer. Un grito resonó en el vestíbulo y el hombre se paró al tiempo que soltaba un suspiro, borrada su sonrisa.

—¡Falion! —llamó secamente la voz distante de Shiaine—. ¡Haz que suba ahora Hanlon y date prisa!

Falion soltó la jarra en la mesa con tanta fuerza que el vino se derramó por el borde, y se encaminó hacia la puerta antes de que Shiaine hubiese acabado. Cuando la otra mujer hablaba, Falion corría a obedecer. También Hanlon se apresuró, aunque impulsado por otra razón. Alcanzó a Falion y la agarró del brazo cuando pisaba el primer escalón. Una rápida ojeada hacia atrás le reveló que la puerta de la cocina se había cerrado. Quizá Murellin sí sentía el frío. De todos modos habló en voz baja.

—¿A qué venía todo eso? —preguntó.

—No es asunto tuyo —replicó secamente ella—. ¿Puedes conseguirme algo que lo haga dormir? ¿Algo que pueda echarle en el vino? Se tomará cualquier cosa, tenga el sabor que tenga.

—Si Shiaine cree que no obedezco sus órdenes por supuesto que es asunto mío, maldita sea, y tienes que entender que es así si es que tu puñetero cerebro es capaz de discurrir más de dos ideas.

Ella ladeó la cabeza y lo miró altaneramente, fría como un pez.

—Esto no tiene nada que ver contigo. En lo que concierne a Shiaine, todavía te pertenezco cuando estás aquí. Hay cosas que cambian, ¿sabes? —De repente, algo invisible le asió fuertemente la muñeca y tiró de la mano sacándola de la manga. Algo más le aferró el cuello y apretó hasta que le resultó imposible inhalar. Tanteó inútilmente con la mano izquierda hacia la daga. El tono de la mujer permaneció frío—. Supuse que otras cosas cambiarían en consecuencia, pero Shiaine no piensa con lógica. Dice que cuando el Insigne Señor Moridin quiera reducir mi castigo lo dirá. Moridin me regaló a ella, y Murellin es su modo de asegurarse de que entiendo eso. Su modo de asegurarse de que sé que soy su perro hasta que diga lo contrario. —De pronto respiró hondo y la presión desapareció de la muñeca y el cuello de Hanlon. Jamás le había sabido tan dulce el aire—. ¿Podrás conseguir lo que te he pedido? —inquirió, tan sosegada como si no acabara de intentar matarlo con el Poder. La mera idea de que eso lo había tocado le puso la carne de gallina a Hanlon.

—Puedo… —empezó con voz ronca, y paró para tragar saliva mientras se frotaba la garganta. La sentía como si el nudo corredizo del verdugo la hubiese tenido ceñida—. Puedo conseguirte algo que le hará dormir un sueño del que nunca se despertará. —Tan pronto como hacerlo no fuera peligroso, iba a destriparla como a un ganso. Ella resopló con desdén.

—Yo sería la primera de la que sospecharía Shiaine, y tanto da que me corte las venas ahora mismo como oponerme a cualquier cosa que ella decida hacer. Bastará con que pase dormido toda la noche. Lo de pensar déjamelo a mí y nos irá mejor a los dos. —Posó la mano en el poste tallado del pasamanos y alzó la vista hacia lo alto de la escalera—. Vamos. Cuando dice ya, es ya.

Lástima no poder colgarla como un ganso esperando el cuchillo. La siguió, y sus pisadas en los escalones resonaron en el vestíbulo; entonces se le ocurrió la idea de que no había oído marcharse al visitante. A menos que la casa tuviera una salida secreta que él desconociera, en el vestíbulo sólo estaba la puerta principal, aparte de la de la cocina, y se tenía que pasar por ésta para llegar a otra que había en la parte trasera del edificio. En tal caso, al parecer iba a conocer a ese soldado. Quizá se suponía que fuera una sorpresa. Con un movimiento subrepticio, aflojó la daga en la vaina.

Como era de esperar, en la sala de estar ardía un buen fuego en la ancha chimenea de mármol con vetas azules. Era una estancia que valdría la pena saquear, con jarrones de porcelana de los Marinos en las mesas laterales fileteadas en dorado y tapices y alfombras por los que se obtendría un buen dinero. Sólo que ahora una de las alfombras no tenía ningún valor. Casi en el centro de la estancia yacía un bulto cubierto con una manta, y

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