ovillo de bramante, que tiró a un lado. En el cinturón del muerto su mano se detuvo. En él colgaba una vaina de cuero, vacía. Ningún hombre habría desenvainado una daga después de que el acero de Hanlon hubiese penetrado en sus pulmones. Naturalmente, un hombre tenía buenos motivos para llevar un cuchillo desenfundado cuando caminaba en la noche, pero la razón más lógica en ese momento era clavarlo en la espalda de alguien o cortar una garganta.
Sin embargo, la pausa fue brevísima. Sin perder tiempo en hacer especulaciones, cortó las tiras de la bolsa del dinero. El peso de las monedas que vació en una mano y guardó rápidamente en su propio bolsillo le reveló que no eran de oro, seguramente que ni siquiera había alguna de plata, pero una bolsa cortada y vacía de dinero haría pensar a quien encontrase el cadáver que había sido víctima de asaltantes. Se puso de pie, se metió el guantelete, y tras guardar su arma echó a andar de nuevo por el resbaladizo pavimento, manteniendo la daga asida junto al costado, debajo de la capa, y los ojos vigilantes. No se relajó hasta que se encontró a una calle de distancia del muerto y aun entonces tampoco bajó apenas la guardia.
La mayoría de la gente que se enterara de esa muerte aceptaría la historia de asesinato por robo que había dejado arreglada, salvo quienquiera que hubiese enviado al tipo. Que lo siguiera todo el camino desde palacio significaba que lo habían enviado, pero ¿quién? Estaba bastante seguro de que cualquiera de las mujeres de los Marinos que quisiera verlo con un cuchillo clavado en las costillas lo habría hecho personalmente. Y por mucho que le molestaran las Allegadas por el simple hecho de encontrarse allí, parecían mujeres discretas y tranquilas. Cierto era que la gente que por norma evitaba llamar la atención solía ser la que recurría a contratar a un asesino a sueldo en la noche, pero nunca había intercambiado más de tres palabras seguidas con cualquiera de ellas y desde luego no había intentado toquetear a ninguna. Parecía más probable que fueran las Aes Sedai, pero estaba seguro de no haber hecho nada para despertar sospechas. Con todo, cualquiera de ellas podía tener sus propias razones para querer que muriera. Con las Aes Sedai nunca se sabía. Birgitte Trahelion era una tipa estúpida que parecía pensar que era realmente un personaje de cuento, quizás incluso la verdadera Birgitte, si es que había habido una Birgitte de verdad, aunque cabía la posibilidad de que lo considerara una amenaza para su posición. Puede que fuese una meretriz, contoneándose por los pasillos con aquellos pantalones, pero aun así tenía una mirada fría. Ésa era de las que ordenarían degollar a alguien sin pestañear. No obstante, la última posibilidad era la que más le preocupaba. Sus propios jefes no eran de los que se fiaban, y no siempre eran de fiar. Y lady Shiaine Avarhin, que actualmente le transmitía las órdenes, era quien lo había mandado llamar y lo había hecho salir de noche. Justo cuando lo habían seguido, cuchillo en mano. No creía en la casualidad, dijera la gente lo que dijera sobre el tal al’Thor.
La idea de regresar a palacio se le pasó de repente por la cabeza. Tenía guardado oro; podría comprar su salida por las puertas tan fácilmente como cualquier otro o simplemente ordenar que abrieran una el tiempo suficiente para salir a caballo. Pero eso significaría pasarse el resto de la vida guardándose las espaldas, y cualquiera que se acercara a un metro podría ser la persona enviada para matarlo. Tampoco se diferenciaba mucho de la vida que llevaba ahora. Salvo por la certidumbre de que alguien echaría veneno en su sopa o le metería un cuchillo en las costillas antes o después. Además, Birgitte, esa zorra de mirada dura, era la que tenía más probabilidades de ser culpable. O una Aes Sedai. O tal vez había ofendido a esas Allegadas de algún modo. No obstante, siempre merecía la pena ser prudente. Sus dedos se flexionaron en torno a la empuñadura de la daga. De momento llevaba una buena vida, con muchas comodidades y muchas mujeres a las que impresionar o atemorizar para que se sometieran a los deseos de un capitán de la Guardia, pero vivir huyendo siempre era preferible a una muerte inminente.
No era fácil encontrar la calle correcta, cuanto menos la casa correcta —una calle lateral estrecha se parecía mucho a otra cuando la oscuridad las envolvía—, pero fue con cuidado y finalmente se encontró llamando a las dobles puertas de un edificio alto y sumido en sombras que podría pertenecer a un mercader próspero pero discreto. Sólo que él sabía que no era así. Avarhin era una casa insignificante, desaparecida según algunos, pero de la que todavía quedaba una hija, y Shiaine poseía el dinero.
Una de las hojas de la puerta se abrió bruscamente y Hanlon levantó una mano con rapidez para protegerse los ojos del repentino brillo de la luz. La mano izquierda; la derecha, que sostenía la daga, la mantuvo oculta y aprestada. Con los párpados entrecerrados atisbó entre los dedos y reconoció a la mujer que estaba en el umbral con un sencillo vestido oscuro de doncella. Tampoco eso le hizo bajar la guardia un ápice.
—Dame un beso, Falion —dijo mientras entraba. Con una mirada lasciva, trató de atraerla hacia sí. Usando la mano izquierda, desde luego.
La mujer de cara alargada se libró de su mano y cerró firmemente la puerta tras él.
—Shiaine está encerrada con una visita en la sala de arriba —dijo calmosamente—, y la cocinera se encuentra en su dormitorio. No hay nadie más en la casa. Cuelga la capa en la percha. Le diré que has venido, pero quizá tengas que esperar.
Hanlon borró la sonrisa lasciva y bajó la mano. A pesar del rostro intemporal, lo mejor que podía decirse de Falion es que era una buena moza, e incluso eso sería exagerar, con su fría mirada y una actitud aún más fría, por si fuera poco. No era el tipo de mujer que elegiría para intercambiar caricias, pero al parecer uno de los Elegidos la estaba castigando y se suponía que él era parte del castigo, lo que cambiaba las cosas; hasta cierto punto. Nunca le había incomodado retozar con una mujer que no tenía alternativa, y desde luego Falion no tenía ninguna. Su vestido de doncella no era una farsa; hacía el trabajo de cuatro o cinco mujeres, doncellas, pinches y chica de orinal, durmiendo cuando podía e inclinando la cerviz cada vez que Shiaine fruncía el ceño. Tenía las manos ásperas y enrojecidas de lavar ropa y fregar suelos. Sin embargo, seguramente sobreviviría a su castigo y lo único que le faltaba a Hanlon era que una Aes Sedai le guardara rencor. En cualquier caso, no cuando las circunstancias podían cambiar antes de que tuviese oportunidad de hundirle un cuchillo en el corazón. Llegar a un acuerdo con ella había sido fácil, pues parecía una mujer con sentido práctico. Cuando otros podían verlos, la achuchaba cada vez que la tenía al alcance, y si llegaba el momento la subía a su cuartito, debajo del alero. Allí alborotaban las ropas de la estrecha cama y después se sentaban en ella e intercambiaban información aguantando el frío. Si bien, a petición de ella, le dejaba algunos moretones, por si acaso a Shiaine se le ocurría examinarla para comprobar. Esperaba que la mujer no olvidara que había sido a instancias de ella.
—¿Dónde están los demás? —preguntó mientras se quitaba la capa y la colgaba en la percha tallada con figura de leopardo. El sonido de sus botas en las baldosas resonó en el alto techo del recibidor. Era un espacio magnífico, con cornisas pintadas y varias colgaduras valiosas sobre los paneles tallados, que se habían pulido hasta adquirir un tenue brillo, bien iluminado por lámparas de pie con espejos y suficiente dorado para encajar en el propio Palacio Real, pero que lo asparan si la temperatura era mucho más cálida que en el exterior. Falion enarcó una ceja al reparar en la daga que tenía en la mano y él la enfundó con una tensa sonrisa. Podía sacarla más deprisa de lo que nadie imaginaría, y su espada casi con igual rapidez—. Las calles están llenas de ladrones por la noche. —A despecho del frío, se quitó los guanteletes y los sujetó debajo del cinturón. De no hacerlo, habría dado la impresión de que se sentía en peligro. Si ocurría lo peor, el peto bastaría.
—No sé dónde está Marillin —respondió ella, mirando hacia atrás pues ya se daba media vuelta y se recogía la falda para subir la escalera—. Salió antes de ponerse el sol. Murellin está en el establo con su pipa. Podemos hablar después de que informe a Shiaine que has llegado.
Mientras la seguía con la mirada en tanto ella subía la escalera, gruñó. Murellin, un tipo corpulento que a Hanlon no le gustaba tener a la espalda, se «perdía» en el establo que había detrás de la casa cada vez que quería fumarse una pipa porque a Shiaine le desagradaba el olor del basto tabaco que utilizaba; y, puesto que solía llevarse un vaso de cerveza o incluso una jarra grande, no era probable que volviese pronto. Marillin le preocupaba más. También era Aes Sedai, aparentemente bajo el mando de Shiaine tanto como Falion o él mismo, pero con ella no tenía acuerdos hechos. Tampoco había enfrentamientos, pero por principio desconfiaba de cualquier Aes Sedai, fuera o no del Ajah Negro. ¿Dónde habría ido? ¿A hacer qué? Lo que un hombre ignoraba podía matarlo y Marillin Gemalphin pasaba demasiado tiempo haciendo cosas de las que él no sabía nada. Estaba llegando a la conclusión de que había demasiadas cosas en Caemlyn que él ignoraba. Ya iba siendo hora de enterarse, si quería vivir.
Una vez que Falion desapareció en el piso alto, se dirigió directamente desde el helado vestíbulo a la cocina, situada en la parte trasera de la casa. La estancia de paredes de baldosines estaba vacía, por supuesto —la cocinera era lo bastante lista para no asomar la nariz fuera de su cuarto en el sótano una vez que la habían mandado retirarse por la noche—, y el negro fogón de hierro y los hornos ya se habían enfriado, pero había un pequeño fuego en la gran chimenea de piedra que hacía de la cocina una de las pocas habitaciones calientes de la casa. Comparada con el resto, se entiende. Shiaine era tacaña, excepto en lo tocante a su propia comodidad. Que hubiese fuego allí sólo era por si de noche le apetecía vino caliente con especias o un ponche de huevo.
Hanlon había estado en la casa más de una docena de veces desde su llegada a Caemlyn y sabía en qué armario se guardaban las especias y en qué habitación que daba a la cocina no faltaba nunca un barrilete de vino. Siempre un buen vino. Shiaine no escatimaba en eso. Al menos no lo hacía cuando tenía intención de beber ella. Para cuando Falion regresó, tenía el tarro de miel y un plato con jengibre y clavos en la ancha mesa de la cocina, así como una jarra llena de vino, y removía el fuego con el atizador. Shiaine podía decir «ven ahora» y eso significaba «ya», pero cuando quería hacerlo esperar