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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 79
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con una mujer embarazada.

Elayne había apretado los labios pero se limitó a comentar:

—¿Y todas esas cosas las sabes merced a este tejido, Monaelle? —Era mejor que la gente pensara que sus bebés eran de Doilan Mellar. Los hijos de Rand al’Thor se convertirían en dianas, se andaría a su caza por miedo o por odio o para aprovecharse, pero nadie daría importancia a los de Mellar, quizá ni el propio interesado. Era lo mejor y no había más que hablar.

Monaelle echó la cabeza hacia atrás y se rió con tantas ganas que tuvo que limpiarse las lágrimas con el chal.

—Todo eso lo sé por haber parido siete hijos y haber tenido tres esposos, Elayne Trakand. La habilidad de encauzar te escuda de los mareos matinales, pero también se paga en otros aspectos. Vamos, Aviendha, tú también tienes que probar. Con cuidado. Exactamente como lo hice yo.

Anhelante, Aviendha abrazó la Fuente, pero antes de que hubiese empezado a tejer los hilos soltó el Saidar y volvió la cabeza para mirar fijamente la pared revestida de oscuros paneles. Hacia el oeste. Otro tanto hicieron Elayne y Monaelle y Sumeko. El faro que había resplandecido durante tanto tiempo acababa de desvanecerse. Un momento antes estaba allí, estaba aquella llamarada rugiente de Saidar, y de pronto desapareció como si jamás hubiese existido. El generoso busto de Sumeko se alzó cuando la mujer inhaló hondo.

—Creo que algo muy maravilloso o muy terrible ha ocurrido hoy —musitó—. Y creo que me da miedo descubrir cuál de las dos cosas ha sido.

—Maravilloso —manifestó Elayne. Había acabado, fuera lo que fuera, y Rand seguía vivo. Eso era suficientemente maravilloso.

Monaelle la observó con aire interrogante. Sabiendo como sabía lo del vínculo, podía desentrañar el resto, pero la Sabia se limitó a toquetear uno de sus collares con aire pensativo. En cualquier caso, se lo sacaría a Aviendha a no tardar.

Una llamada a la puerta las hizo dar un brinco a todas. A todas salvo a Monaelle, mejor dicho. La Sabia, fingiendo no haber reparado en el sobresalto de las otras mujeres, se centró algo más de lo necesario en ajustarse el chal, cosa que resaltó la diferencia. Sumeko tosió para disimular su turbación.

—Adelante —dijo Elayne en voz alta. Hacía falta gritar casi para que se oyera a través de la puerta aun sin una salvaguardia.

Caseille asomó la cabeza, con el sombrero en la mano, y después entró y cerró cuidadosamente la puerta tras ella. La puntilla blanca del cuello y los puños resplandecía de limpia, así como la que orlaba la banda, y el peto brillaba como si estuviera recién bruñido, pero obviamente había vuelto al servicio nada más asearse y cambiarse tras el viaje.

—Disculpad la interrupción, milady, pero pensé que deberíais saberlo de inmediato. Las mujeres de los Marinos están frenéticas, las que siguen aquí. Al parecer una de sus aprendizas no aparece.

—¿Qué más? —preguntó Elayne. La desaparición de una aprendiza ya era bastante malo, pero en el semblante de Caseille había algo que anunciaba algo más.

—La guardia Azeri acaba de informarme que vio a Merilille Sedai abandonando el palacio hace tres horas —explicó a regañadientes Caseille—. Merilille y una mujer que iba con capa y embozada. Cogieron caballos y una mula cargada con bultos. Yurith dice que la otra mujer tenía las manos tatuadas. Milady, nadie tenía instrucciones de vigilar si…

Elayne hizo un ademán para que no siguiera.

—Nadie hizo nada malo, Caseille. No se culpará a nadie. —No entre las guardias, al menos. Menudo lío. Talaan y Metarra, las dos aprendizas de Detectoras de Vientos, eran muy fuertes en el Poder, y si Merilille había podido convencer a cualquiera de las dos de que intentara hacerse Aes Sedai, también se habría convencido a sí misma de que llevar a la chica a donde se la pudiera apuntar en el libro de novicias era razón suficiente para eludir su propia promesa de enseñar a las Detectoras de Vientos. Que estarían más que molestas por perder a Merilille y más que furiosas por la desaparición de la aprendiza. Ellas sí que culparían a cualquiera que se les pusiera delante, y a Elayne a quien más.

—¿Se ha extendido la noticia de lo de Merilille? —preguntó.

—Aún no, milady, pero quienquiera que ensillara sus caballos y cargara la mula no se morderá la lengua. Los mozos de establo no tienen mucho sobre lo que chismorrear. —En tal caso, más que un lío lo que había era un fuego en la broza, y muy pocas posibilidades de apagarlo antes de que se extendiera a los graneros.

—Espero que cenes conmigo más tarde, Monaelle, pero ahora tendrás que excusarme —dijo Elayne. Ni que tuviera obligación con su matrona ni que no, no esperó respuesta de la mujer. Tratar de apagar el fuego podría bastar para que no se prendieran los graneros. Quizá—. Caseille, informa a Birgitte y dile que quiero que envíe una orden a las puertas de inmediato por si ven a Merilille. Lo sé, lo sé, quizás ha salido ya de la ciudad, y de todos modos los guardias no cerrarían el paso a una Aes Sedai, pero tal vez sí puedan retrasarla o asustar a su compañera para que vuelva a la ciudad a esconderse. Sumeko, ¿quieres pedir a Reanne que asigne a todas las Allegadas que no pueden Viajar para que busquen por la ciudad? Es una esperanza remota, pero Merilille podría haber pensado que era muy tarde ya para emprender viaje. Que comprueben en todas las posadas, incluida El Cisne de Plata, y…

Esperaba que Rand hubiese hecho algo maravilloso ese día, pero no podía perder tiempo ahora ni siquiera para pensar en eso. Tenía que ganarse un trono y vérselas con unas Atha’an Miere furiosas antes de que descargaran su ira en ella, esperaba. En resumen, el día estaba transcurriendo como cualquier otro desde que había regresado a Caemlyn, lo que significaba que tenía trabajo a manos llenas.

15. Oscuridad creciente

El sol de la tarde era una bola de color sangre sobre los tejados y arrojaba una luz refulgente sobre el campamento, un conjunto espaciado de estacadas de caballos, carretas con cubiertas de lona, carros de ruedas altas y tiendas de todos los tamaños y clases, con la nieve entremedias pisoteada hasta volverse fangosa. No era el momento del día ni la clase de lugar que Elenia habría elegido para ir a caballo. El olor de carne cocinándose en las grandes ollas de hierro negro bastaba para revolverle el estómago. La gélida temperatura le helaba el aliento y prometía la llegada de una noche cruda, y el aire penetraba su mejor capa roja sin que importara el grueso forro de piel blanca. Se suponía que la piel del zorro de las nieves era más cálida que otras, pero a ella nunca se lo parecía.

Manteniendo la capa cerrada con la mano enguantada, avanzó despacio mientras ponía todo su empeño —aunque sin demasiado éxito— en no tiritar. Dada la hora, lo más lógico sería que pasara la noche allí, pero aún no sabía dónde iba a dormir. Sin duda en la tienda de algún noble menor, con el lord o la lady desalojado para encontrar refugio en otra parte e intentando poner buena cara a pesar de todo, pero a Arymilla le gustaba tenerla en vilo hasta el último momento, con lo de las camas y con todo lo demás. No bien acababa de disiparse una incertidumbre cuando otra la reemplazaba. Obviamente la mujer pensaba que la duda constante la haría sentir desasosiego, quizás hasta ansiedad por complacerla. Nada más lejos de la realidad, pero tampoco era el único error de cálculo de Arymilla, empezando con el de creer que a Elenia Sarand le habían cortado las garras.

Sólo tenía cuatro hombres como escolta con los dos Jabalíes Dorados en las capas —y por supuesto a su doncella, Janny, arrebujada en la capa hasta dar la sensación de ser un bulto de paño verde encaramado a la silla—, y no había visto en el campamento a un solo individuo más del que supiera a ciencia cierta que albergaba una pizca de lealtad a Sarand. Aquí y allí, alguno de los grupos de hombres apiñados alrededor de las fogatas, con sus lavanderas y costureras, exhibían el Zorro Rojo de la casa Anshar, y una doble columna de jinetes con el Martillo Alado de los Baryn se cruzó con ella en dirección opuesta, a paso lento, los rostros endurecidos tras las barras de las viseras de los yelmos. Contaban poco, a la larga. Karind y Lir habían salido muy chamuscados por ser lentos cuando Morgase tomó el trono. Esta vez llevarían a Anshar y Baryn dondequiera que hubiera ventaja en el instante en que lo vieran con claridad, abandonando a Arymilla con tanta rapidez como habían corrido a unirse a ella. Cuando llegara el momento.

La mayoría de los hombres que caminaban por la embarrada nieve o se asomaban con esperanza a aquellas asquerosas ollas eran reclutas, granjeros y pueblerinos reunidos por sus señores cuando se pusieron en marcha, y unos pocos llevaban cualquier tipo de insignia de casa en sus deshilachadas chaquetas y capas remendadas. Prácticamente resultaba imposible distinguir supuestos soldados de herreros, flecheros y otros por el estilo, ya que casi todos llevaban al cinto una espada de cualquier clase o un hacha. Luz, un buen número de mujeres llevaban cuchillos tan largos que merecían llamarse espadas cortas, pero no había forma de distinguir a la esposa de un granjero reclutado de una conductora de carretas: vestían el mismo tipo de ropas de paño basto, tenían las mismas manos toscas y los mismos semblantes de cansancio. En cualquier caso, no importaba. Este asedio en invierno era un terrible error —los mesnaderos empezarían a pasar hambre mucho antes de que la sintieran en la ciudad—, pero le daba a ella una oportunidad, y cuando se presentaba una brecha, se atacaba. Elenia mantenía la capucha retirada lo suficiente para que se le vieran las facciones claramente, a pesar del cortante viento, e inclinaba gentilmente la cabeza a cualquier sucio patán que mirase en su dirección y pasaba por alto los sorprendidos respingos que daban algunos ante su condescendencia.

La mayoría recordaría su afabilidad, recordaría los Jabalíes Dorados que lucía su escolta y sabría que Elenia Sarand había reparado en ellos. Sobre esos cimientos se levantaba el poder. Una Cabeza Insigne, al igual que una reina, se encontraba en lo alto de una torre conformada por gente. Cierto, los de abajo eran ladrillos de la arcilla más inferior, pero si aquellos ladrillos corrientes se rompían, la torre caía. Eso era algo que Arymilla parecía haber olvidado, si es que lo había sabido alguna vez. Elenia dudaba que Arymilla hablara con alguien que estuviera por debajo de un mayordomo o un sirviente personal. De haber sido… prudente, ella misma habría intercambiado unas palabras en cada hoguera, quizás habría asido una mano mugrienta de vez en cuando, recordándole a la gente que se habían visto antes o al menos fingiendo lo bastante para que pareciera así. Pura y simplemente, Arymilla carecía de inteligencia para ser reina.

El campamento cubría más terreno que muchas ciudades; más que un campamento era una agrupación de un centenar de ellos de distintos tamaños, así que era libre de deambular sin preocuparse demasiado por desviarse cerca de los límites exteriores, pero de todos modos llevaba cuidado. Los centinelas se mostrarían corteses, a menos que fueran completamente idiotas, pero sin duda tendrían sus órdenes. Por principio, aprobaba que

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