gesto desaprobador; haría falta muchísimo más que un asedio para que él abandonara Caemlyn—. Y, en mi opinión, todos esos incendios se localizaron de manera que los carros de agua se alejaran lo más posible de los almacenes donde se llevaron a cabo los intentos fallidos. Ahora creo que todos los fuegos que hemos tenido estas semanas siguen un mismo patrón.
—Birgitte… —dijo Elayne.
—Puedo intentar determinar la ubicación de los almacenes en un mapa —contestó, dubitativa, la mujer—, y poner más guardias en las calles que se encuentren más alejadas, pero aun así es mucho lo que se deja al jod… al azar. —No miró hacia la señora Harfor, pero Elayne percibió un leve atisbo de rubor en el vínculo—. Cualquiera puede llevar un yesquero en la escarcela, y con un poco de paja seca sólo se tarda un minuto en iniciar un incendio.
—Haz lo que puedas —le contestó Elayne. Sería pura suerte si pillaban a un incendiario con las manos en la masa y un milagro que el incendiario pudiera decir algo que no fuera que el dinero se lo había dado alguien encapuchado. Seguir la pista de aquel oro hasta Arymilla o Elenia o Naean requeriría la suerte de Mat Cauthon—. ¿Tenéis algo más, maese Norry?
El hombre eludió sus ojos mientras se daba golpecitos con los nudillos en la nariz.
—Se me… eh… ha informado —empezó, vacilante— que Marne, Arawn y Sarand han recibido grandes préstamos recientemente contra los ingresos de sus heredades.
Las cejas de la señora Harfor se enarcaron antes de que la mujer las pudiera controlar. Elayne miró su taza y descubrió que estaba vacía. Los banqueros nunca le decían a nadie cuánto habían prestado a quién ni contra qué, pero Elayne se abstuvo de preguntarle cómo lo sabía. Sería… embarazoso para ambos. Sonrió cuando su hermana le cogió la taza, y torció el gesto cuando Aviendha volvió con ella llena. ¡Parecía querer hacerle beber té flojo hasta que se le saliera por los ojos! La leche de cabra era mejor, pero se conformaría con esa agua sucia. Bueno, sostendría la maldita taza, pero no pensaba beber.
—Los mercenarios —gruñó Dyelin, en cuyos ojos había un brillo de ira que habría hecho retroceder a un oso—. Lo he dicho antes y volveré a repetirlo: el problema con los que alquilan su espada es que pueden venderse a otro postor. —Desde el principio se había opuesto a contratar mercenarios para ayudar en la defensa de la ciudad, aunque el hecho era que sin ellos Arymilla podría haber entrado con su ejército por cualquier puerta que hubiera elegido, o casi. De otro modo, no habrían tenido hombres suficientes para guardar adecuadamente todas las puertas, cuanto menos las murallas.
Birgitte también se había opuesto a los mercenarios, pero había aceptado las razones de Elayne, aunque a regañadientes. Todavía desconfiaba de ellos, pero ahora sacudió la cabeza. Sentada en el brazo de un sillón cercano a la chimenea, apoyaba la bota equipada con espuela en el asiento.
—A los mercenarios les preocupa su reputación ya que no su honor. Cambiar de bando es una cosa, pero venderse para dejar expedita una puerta es totalmente distinto. A una compañía que hiciera tal cosa nunca se la volvería a contratar, en ninguna parte. Arymilla tendría que ofrecer lo suficiente para que un capitán viviera el resto de su vida como un lord, y también convencer a sus hombres de que podrían hacer lo mismo.
Norry carraspeó. Incluso eso sonó monótono en cierto modo.
—Parece que ya han obtenido préstamos contra los mismos ingresos dos veces o incluso tres. Claro que los banqueros… ignoran eso, aún.
Birgitte empezó a maldecir y después enmudeció de golpe. Dyelin contempló ceñuda el vino y en su mirada había intensidad suficiente para agriarlo. Aviendha apretó la mano de Elayne, de forma ligera y rápida. Los troncos chascaron en medio de una lluvia de chispas, algunas de las cuales casi llegaron a la alfombra.
—Habrá que tener vigiladas a las compañías de mercenarios. —Elayne alzó la mano para acallar a Birgitte. La otra mujer no había abierto la boca, pero el vínculo hablaba alto y claro—. Tendrás que encontrar en algún sitio hombres que se encarguen de la tarea. —¡Luz! ¡Parecía que estuvieran protegiéndose de tantas personas de dentro de la ciudad como de fuera!—. No harán falta muchos, pero hemos de saber si empiezan a actuar de forma rara o con mucho secreto, Birgitte. Puede que ésa sea la única advertencia que tengamos.
—Me estaba planteando qué hacer si una de las compañías se vendía —manifestó secamente Birgitte—. Saberlo no será suficiente a menos que cuente con hombres que corran hacia una puerta que sospeche que va a entregarse. La mitad de los soldados que hay en la ciudad son mercenarios y la mitad del resto son viejos que viven de su pensión desde hace unos cuantos meses. Cambiaré el destino de los servicios a intervalos irregulares. Les resultará más difícil entregar una puerta si no tienen la seguridad de dónde estarán apostados al día siguiente, pero eso no lo hará imposible.
Por más que protestara que no era un general había presenciado más batallas y asedios que cualesquiera diez generales vivos y sabía muy bien cómo se desarrollaban esos asuntos. Elayne casi deseó tener vino en la copa. Casi.
—¿Hay alguna posibilidad, maese Norry, de que los banqueros se enteren de lo que sabéis? Antes de que los préstamos se hagan efectivos. —Si se enteraban, algunos podrían decidir que preferían tener a Arymilla en el trono, ya que así ésta podría vaciar los cofres del país para saldar esos préstamos. Cabía la posibilidad de que hiciera tal cosa. Los mercaderes seguían los vientos de la política, soplaran hacia donde soplaran. De los banqueros se sabía que habían intentado influir en los acontecimientos.
—En mi opinión, no parece probable, milady. Tendrían que… eh… plantear las preguntas adecuadas a la gente adecuada, pero por lo general los banqueros son… eh… reservados unos con otros. Sí, me parece poco probable. De momento.
En cualquier caso no se podía hacer nada al respecto. Salvo decirle a Birgitte que podría surgir una nueva fuente para asesinos y raptores. Dada la dura expresión de su semblante y la repentina sensación funesta en el vínculo, ya había caído en la cuenta. Habría pocas posibilidades de mantener la escolta por debajo de cien mujeres ahora. Si es que la había habido en algún momento.
—Gracias, maese Norry —dijo Elayne—. Lo habéis hecho bien, como siempre. Informadme de inmediato si advertís alguna indicación de que los banqueros han planteado esas preguntas.
—Por supuesto, milady —murmuró el hombre, que inclinó la cabeza como haría una garceta al lanzarse sobre un pez—. Milady es muy amable.
Cuando Reene y Norry abandonaron la estancia —él sostuvo la puerta para la mujer a la par que hacía una reverencia un tanto más grácil de lo habitual, y ella respondió con una ligera inclinación de cabeza mientras pasaba ante él camino del corredor—, Aviendha no deshizo la salvaguardia que mantenía. Tan pronto como la puerta se cerró —en silencio, pues la salvaguardia ahogaba todo sonido—, anunció:
—Alguien ha intentado escuchar.
Elayne sacudió la cabeza. Imposible saber quién —¿una hermana Negra? ¿Una Allegada curiosa?—, pero al menos no había logrado su propósito. No es que fuera probable que alguien pudiera traspasar una salvaguardia de Aviendha, quizá ni siquiera los Renegados eran capaces, pero su hermana se lo habría advertido de inmediato si alguien lo hubiera conseguido.
Dyelin acogió el anuncio de Aviendha con menos aplomo y masculló algo sobre las mujeres de los Marinos. No se había alterado lo más mínimo al enterarse de la marcha de la mitad de las Detectoras de Vientos; encontrándose presentes Reene y Norry no. Pero ahora demandó saber todo lo ocurrido.
—Nunca confié en Zaida —gruñó cuando Elayne acabó de explicarlo—. Este acuerdo suena bien para el comercio, supongo, pero no me sorprendería si hubiese ordenado a una Detectora de Vientos que escuchara. Me parece una mujer que quiere estar enterada de todo, por si acaso puede serle de utilidad algún día. —Dyelin no solía mostrarse vacilante, pero ahora dudó mientras hacía girar la copa entre las palmas—. ¿Estás segura de que ese… faro no puede hacernos daño, Elayne?
—Todo lo segura que puedo estar, Dyelin. Si fuera a resquebrajar el mundo como una nuez, ya lo habría hecho a estas alturas. —Aviendha se echó a reír, pero Dyelin palideció. ¡Vaya! A veces una tenía que reírse aunque sólo fuera para no ponerse a llorar.
—Si nos demoramos mucho aquí después de que la señora Harfor y Norry se hayan marchado, alguien empezará a preguntarse por qué —dijo Birgitte. Gesticuló hacia las paredes señalando la salvaguardia que no podía ver, pero que sabía seguía allí. Las reuniones diarias con la doncella primera y el jefe amanuense siempre ocultaban algo más.
Todas se agruparon alrededor de Birgitte mientras ésta apartaba un par de cuencos de porcelana de los Marinos que había en una mesa lateral y sacó un mapa con muchos dobleces del interior de su chaqueta. Siempre lo llevaba allí, salvo mientras dormía, y entonces lo guardaba debajo de la almohada. Extendido, con copas vacías sobre las esquinas para sujetarlo, el mapa representaba Andor desde el río Erinin hasta la frontera entre Altara y Murandy. A decir verdad, se podría decir que mostraba toda la nación, ya que lo que había más al oeste sólo había estado bajo el control de Caemlyn a medias desde hacía generaciones. Para empezar, no era una obra maestra de cartografía y las arrugas emborronaban gran parte de los detalles, pero mostraba el terreno bastante bien, además de aparecer reseñados todos los pueblos y ciudades, calzadas, puentes y vados. Elayne apartó la taza hasta donde le llegaba el brazo para evitar derramarlo sobre el mapa por accidente y mancharlo más aún. Y para librarse de la asquerosa imitación de té.
—Los de las Tierras Fronterizas se han puesto en marcha —informó Birgitte mientras señalaba un punto en los bosques al norte de Caemlyn, por encima del límite territorial más septentrional de Andor—, pero no han cubierto mucho terreno. A este paso, habrá pasado un mes largo antes de que se acerquen a Caemlyn.
Dyelin giraba la copa de plata, prendida la mirada en el vino, y entonces alzó la vista de repente.
—Creía que vosotros, los norteños, estabais acostumbrados a la nieve, lady Birgitte. —Incluso en estos momentos tenía que sondear, y decirle que no lo hiciera sólo conseguiría que estuviera diez veces más segura de que Birgitte ocultaba algo y veinte veces más decidida a descubrir qué era.
Aviendha la miró ceñuda —cuando no se sentía apabullada con Birgitte a veces se convertía en feroz protectora de los secretos de la arquera—, pero la propia Birgitte sostuvo la mirada de Dyelin con gesto impasible, sin que el vínculo transmitiera atisbo de alarma. Había acabado sintiéndose cómoda con la mentira de sus orígenes.
—Hace mucho tiempo que no piso Kandor. —Aquello era la pura verdad, aunque el tiempo transcurrido era mucho más de lo que Dyelin podía imaginar. Por entonces ni siquiera existía un país llamado Kandor—. Pero no importa a lo que se esté acostumbrado. Mover en invierno a doscientos mil soldados, por no mencionar sólo la Luz sabe cuántos seguidores de campamento, se hace muy lento. Lo que es peor, envié a la señora Ocalin y a la señora Fote a visitar algunos pueblos situados a escasos kilómetros al sur de la frontera. —Sabeine Ocalin y Julanya Fote eran Allegadas que encauzaban—. Dicen que los aldeanos piensan