los altaraneses y a los murandianos que pusieran sus ojos en otro lugar para llevar a cabo sus robos. Son las circunstancias las que eligen cuándo han de crecer los niños, Aviendha, no nosotros. Y, cuando llegan tiempos difíciles, una Cabeza Insigne que sea un niño tiene que dejar de serlo.
»En cuanto a vos, lady Birgitte —continuó en un tono más seco—, vuestro lenguaje, como siempre, es… cáustico. —No preguntó cómo presumía Birgitte de saber tanto sobre Artur Hawkwing, cosas que ningún historiador conocía, pero la observó de un modo evaluador—. Branlet y Perival seguirán mi consejo y creo que también Catalyn, por mucho que lamente el tiempo que tendré que pasar con esa chica. En cuanto a Conail, no es el primer jovencito que se cree invencible e inmortal. Si no podéis tenerlo controlado como capitán general, os sugiero que intentéis caminar para él. Por el modo en que miraba esos pantalones vuestros, os seguirá a donde queráis guiarlo.
Elayne se sacudió de encima la intensa rabia que la invadía. No era una ira propia, como la experimentada contra Dyelin al principio o con Birgitte por derramar el vino. Ésta era de Birgitte. No quería abofetear a Rand. Bueno, sí, pero eso era algo aparte del asunto. Luz, ¿también Conail había mirado a Birgitte?
—Son Cabezas Insignes de sus casas, Aviendha —explicó Elayne—. Nadie de sus casas me agradecerá que los trate de otro modo, todo lo contrario. Los hombres que cabalgan por ellos combatirán por guardar sus vidas, pero es por Perival y por Branlet, por Conail y por Catalyn por quienes cabalgan, no por mí. Porque son los Cabezas Insignes.
Aviendha frunció el entrecejo y se cruzó de brazos como si se ciñera el chal, pero asintió con la cabeza. De forma brusca y a regañadientes —nadie alcanzaba una posición tan prominente entre los Aiel sin años de experiencia y sin la aprobación de las Sabias—, pero asintió.
—Birgitte —prosiguió Elayne—, tendrás que tratar con ellos, de capitán general a Cabeza Insigne. El pelo canoso no los haría necesariamente más sabios y desde luego no facilitaría ese trato con ellos, precisamente. Aun así tendrán sus propias opiniones. Y, si contaran con años de experiencia para dar peso a esas opiniones, lo más probable es que estuvieran diez veces más convencidos de que sabían lo que debe hacerse mejor que tú. O que yo.
Hizo un gran esfuerzo para que su voz no tuviera un timbre cortante, y sin duda Birgitte notó ese esfuerzo. Al menos, el flujo de ira que se transmitía a través del vínculo cesó de repente. No es que desapareciera; simplemente fue aplastado —a Birgitte le gustaba que la miraran los hombres, al menos cuando quería ella, pero detestaba que cualquiera dijera que intentaba llamar su atención—, pero aun así comprendió el peligro de que las dos dieran rienda suelta a sus emociones.
Dyelin había empezado a tomar sorbos de vino, todavía con la mirada prendida en Birgitte. Sólo un puñado de personas conocía la verdad que Birgitte deseaba mantener oculta con tanto empeño y Dyelin no era una de ellas. Pero la arquera había sido lo bastante descuidada —un desliz aquí, otro allá— para que la otra mujer estuviese convencida de que había algún misterio tras los azules ojos de Birgitte. Sólo la Luz sabía qué pensaría si resolvía el misterio. Tal como estaban las cosas, las dos eran como agua y aceite. Podían discutir incluso sobre hacia dónde era arriba o abajo y por supuesto sobre cualquier cosa. Esta vez, resultaba obvio que Dyelin pensaba que había ganado, sin vuelta de hoja.
—Sea como sea, Dyelin —continuó Elayne—, habría preferido que hubieses traído a sus consejeros con ellos. Lo hecho, hecho está, pero Branlet, en particular, me preocupa. Si Gilyard me acusa de raptarlo, las cosas se pondrán peor de lo que estaban en lugar de mejorar.
Dyelin desestimó aquello con un ademán.
—No conoces bien a los Gilyard, ¿verdad? Por cómo pelean entre ellos, posiblemente no adviertan la ausencia del chico antes del verano, y si se dan cuenta ninguno se opondrá a lo que ha hecho. Ninguno admitirá que estaba tan ocupado en discutir sobre quién debía ser su tutor que olvidó vigilarlo. Y, en segundo lugar, ninguno de ellos admitirá que no se lo consultó de antemano. Sea como fuere, Gilyard apoyaría a Zaida antes que a Marne y no les caen mucho mejor Arawn o Sarand.
—Espero que tengas razón, Dyelin, porque delego en ti la responsabilidad de tratar con cualquier Gilyard furioso que aparezca por aquí. Y, ya que vas a aconsejar a los otros tres, podrías atar corto a Conail para que no haga una estupidez.
A pesar de sus explicaciones sobre los Gilyard, Dyelin se encogió levemente al escuchar la primera encomienda de Elayne. La segunda la hizo suspirar. Y a Birgitte prorrumpir en carcajadas.
—Si tenéis algún problema puedo prestaros un par de pantalones y unas botas y así podréis caminar para él.
—Algunas mujeres son capaces de que pique un pez haciendo señas con el dedo, lady Birgitte —murmuró Dyelin—. Otras tienen que arrastrar el cebo por todo el estanque.
Aquello hizo reír a Aviendha, pero la ira de Birgitte empezó a aflorar en el vínculo. Un golpe de aire frío penetró en el cuarto al abrirse la puerta para dar paso a Rasoria, que se puso firme.
—La doncella primera y el jefe amanuense han llegado, milady Elayne —anunció. Su voz falló al final, como si hubiese captado el ambiente en la estancia.
Hasta una cabra ciega lo habría notado, con Dyelin exhibiendo una sonrisa que recordaba un gato relamiéndose en una lechería y Birgitte mirando ceñuda a Dyelin y a Aviendha, y ésta eligiendo ese momento para acordarse de que Birgitte era Birgitte Arco de Plata, por lo que tenía gacha la vista, tan avergonzada como si se hubiera reído de una Sabia. Algunas veces, Elayne habría querido que todas sus amigas se llevaran tan bien como Aviendha y ella, pero por algún motivo siempre se las arreglaban para tener roces y supuso que realmente no podía esperarse otra cosa de personas de verdad. La perfección era cosa de libros y de cuentos de juglares.
—Hazlos pasar —contestó a Rasoria—. Y que no nos molesten a menos que la ciudad esté bajo ataque. A menos que sea importante —se corrigió. En los cuentos, las mujeres que daban órdenes como ésa parecían invocar siempre el desastre. En ocasiones los cuentos tenían enseñanzas, si uno sabía buscarlas.
14. Lo que saben las Sabias
Halwin Norry, jefe amanuense, y Reene Harfor, doncella primera, entraron juntos, él haciendo una reverencia torpe, falta de práctica, mientras que la de la mujer era grácil, ni demasiado profunda ni ligera en exceso. No podían ser más distintos. La señora Harfor tenía un rostro redondo, regiamente digno, con el cabello sujeto en un canoso moño alto. Maese Norry era alto y desgarbado como un ave zancuda, y el escaso cabello le sobresalía detrás de las orejas a semejanza de plumas blancas. Cada cual llevaba un cartapacio de cuero repleto de papeles, pero la mujer sujetaba el suyo al costado, como para no arrugar el tabardo escarlata que vestía y que siempre parecía recién planchado sin importar la hora que fuera o desde cuándo estaba levantada, en tanto que él aferraba el suyo contra su estrecho torso como si quisiese tapar viejas manchas de tinta, de las que se veían varias en su tabardo, incluida una grande que remataba en un mechón negro la cola del León Blanco. Hechas las reverencias, de inmediato pusieron cierta distancia entre los dos sin mirarse directamente el uno al otro.
Tan pronto como la puerta se cerró detrás de Rasoria, el brillo del Saidar irradió en torno a Aviendha, que tejió una salvaguardia contra oídos indiscretos en torno a la habitación. Lo que se dijera entre ellos ahora estaba todo lo a salvo que podía estar, y Aviendha sabría si alguien intentaba escuchar con el Poder. Era muy buena con este tipo de tejido.
—Señora Harfor, empezad, por favor —dijo Elayne.
No ofreció asiento ni vino, por supuesto. Maese Norry se habría horrorizado por semejante lapsus en el protocolo y la señora Harfor incluso se habría ofendido. Así las cosas, Norry miró de reojo a Reene, que apretó los labios. Aun después de una semana de reuniones, resultaba patente el desagrado de ambos por tener que presentar sus informes con el otro escuchando. Se mostraban muy celosos de lo que consideraban su feudo, tanto más desde que la doncella primera había entrado en un terreno que otrora podría haberse considerado responsabilidad de maese Norry. Por supuesto, el funcionamiento de palacio siempre había estado a cargo de la doncella primera, y se podría decir que sus nuevos cometidos eran una extensión de eso. Pero no sería Halwin Norry quien dijera tal cosa. Los leños encendidos del hogar se asentaron con un sonoro chasquido y lanzaron una lluvia de chispas por el tiro de la chimenea.
—Estoy convencida de que el bibliotecario segundo es un… espía, milady —empezó finalmente la señora Harfor, que hizo caso omiso de Norry como si de ese modo pudiera hacerlo desaparecer. Se había resistido a que cualquier persona supiera que estaba buscando espías en palacio, pero que el jefe amanuense estuviera enterado parecía crisparla más que nada. La única autoridad que tenía sobre ella, si es que podía considerarse como tal, era pagar las cuentas de palacio, y Norry nunca ponía pegas a ningún gasto, pero aun ese poco era demasiado para su gusto—. Cada tres o cuatro días, maese Harnder visita una posada llamada La Argolla y la Flecha, supuestamente por la cerveza de la posadera, una tal Millis Fendry, pero la señora Fendry también tiene palomas y, cada vez que maese Harnder hace una visita a su establecimiento, manda una paloma que vuela hacia el norte. Ayer, tres de las Aes Sedai hospedadas en El Cisne de Plata encontraron una excusa para visitar La Argolla y la Flecha a pesar de que presta servicios a clientes de mucha menor categoría que El Cisne. Tanto a la ida como a la vuelta iban encapuchadas y se reunieron en privado con la señora Fendry durante más de una hora. Las tres pertenecen al Ajah Marrón. Me temo que eso indica quién tiene a sueldo a maese Harnder.
—Peluqueras, lacayos, cocineras, el maestro ebanista, al menos cinco de los escribanos de maese Norry y ahora uno de los bibliotecarios. —Recostada en el sillón y cruzada de piernas, Dyelin añadió con acritud—: ¿Hay alguien que no descubramos, antes o después, que es un espía, señora Harfor?
Norry estiró el cuello con gesto incómodo; se tomaba como una afrenta personal la mala fe de sus escribientes.
—Tengo esperanzas de que pueda estar llegando al fondo de ese barril, milady —respondió con suficiencia la señora Harfor. A ella no la alteraban ni espías ni Cabezas Insignes. Los espías eran una plaga que se proponía erradicar de palacio tan seguro como que lo mantenía limpio de pulgas y ratas, bien que se había visto obligada a aceptar la ayuda de Aes Sedai con las ratas recientemente, mientras que los nobles poderosos eran, como la lluvia o la nieve, efectos de la naturaleza que había que soportar hasta que pasaban, pero nada por lo que perder los nervios—. Hay un límite de personas a las que se puede comprar y un límite de personas que pueden permitirse pagar o que quieren hacerlo.
Elayne trató de recordar a maese Harnder, pero la única imagen que