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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 68
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nunca había sufrido más que las magulladuras que cualquier muchacho podría esperar durante su aprendizaje. Oh, sí, Galad sabía lo que era correcto y estaba dispuesto a hacerlo costara lo que costara a cualquiera, incluido él mismo. ¡Luz, pero si había empezado una batalla campal para ayudarlas a Nynaeve y a ella a escapar de Samara, y seguramente sabía el riesgo que corrían desde el principio! A Galad le gustaba Nynaeve, o le había gustado durante un tiempo —resultaba difícil imaginar que todavía sentiría lo mismo, siendo ahora un Capa Blanca, y sólo la Luz sabía dónde andaba y haciendo qué—, pero lo cierto es que había iniciado aquel combate para rescatar a su hermana. No podía aprobar que perteneciera a los Hijos de la Luz, no le caía bien, pero aun así esperaba que se encontrara bien y a salvo. Y que pudiera regresar a Caemlyn, de vuelta al hogar. Noticias sobre él habrían sido casi tan bienvenidas como sobre Gawyn. Eso la sorprendía, pero era verdad.

—Otras dos hermanas vinieron mientras estabais ausentes. Se hospedan en El Cisne de Plata. —Birgitte lo dijo de un modo que parecía que se hubieran instalado en la posada simplemente porque todas las camas de palacio se encontraban ocupadas—. Una Verde con dos Guardianes y una Gris con uno. Llegaron por separado. Una Amarilla y una Marrón se marcharon el mismo día, de modo que siguen siendo diez en total. La Amarilla se dirigió al sur, hacia Far Madding, y la Marrón se encaminó hacia el este.

Sephanie, que esperaba pacientemente junto a la bañera de Aviendha sin nada que hacer, intercambió una mirada con su hermana por encima de la cabeza de Elayne y sonrió. Como muchos en la ciudad, sabían como hecho probado que la presencia de Aes Sedai en El Cisne de Plata significaba que la Torre Blanca respaldaba a Elayne y a la casa Trakand. Essande, que observaba a las dos chicas como un halcón, asintió con la cabeza; también ella lo sabía. Hasta los barrenderos y traperos estaban enterados de que la Torre se había dividido, pero aun así el nombre seguía teniendo peso, además de ser una imagen de fortaleza que jamás fallaba. Todo el mundo sabía que la Torre Blanca había respaldado a todas las reinas legítimas de Andor. En realidad, la mayoría de las hermanas deseaban una soberana que también fuera Aes Sedai, la primera en un millar de años y la primera desde el Desmembramiento del Mundo reconocida abiertamente como Aes Sedai, pero a Elayne no le habría extrañado descubrir que había una hermana en el campamento de Arymilla, manteniéndose discretamente fuera de la vista. La Torre Blanca nunca apostaba todo su dinero a un caballo a menos que la carrera estuviera amañada.

—Ya es suficiente —dijo, retirándose irritada de las cerdas del cepillo.

Bien entrenada, la chica dejó el cepillo en una banqueta y le tendió una esponja illiana que Elayne utilizó para empezar a enjuagar el jabón. Ojalá supiera qué intención tenían esas hermanas. Eran como un grano de arena en su zapato, tan pequeño que nadie pensaría que sería una molestia, pero cuanto más tiempo pasaba más grande parecía. Las hermanas en El Cisne de Plata se estaban convirtiendo en una china de buen tamaño sólo por el hecho de estar allí.

Desde antes de su llegada a Caemlyn el número en la posada había cambiado frecuentemente, unas cuantas hermanas se marchaban cada semana y unas pocas llegaban para reemplazarlas. El asedio no había cambiado nada; era tan inconcebible que los soldados que rodeaban Caemlyn trataran de impedir que una Aes Sedai fuera a donde quisiera como que lo intentaran los nobles rebeldes de Tear. Durante un tiempo había habido también hermanas Rojas en la ciudad haciendo preguntas sobre hombres que se encaminaran hacia la Torre Negra, pero cuantas más cosas descubrían más dejaban ver su contrariedad, y las dos últimas habían partido de la ciudad al día siguiente de que Arymilla apareciera ante las murallas. A todas las Aes Sedai que entraban en la ciudad se las vigilaba estrechamente y ninguna de las Rojas se había acercado a El Cisne de Plata, de modo que no parecía probable que las hermanas que se albergaban allí fueran enviadas de Elaida para raptarla. Por alguna razón, Elayne imaginaba pequeños grupos de Aes Sedai dispersos desde la Llaga hasta el Mar de las Tormentas, y un ir y venir ininterrumpido de hermanas entre medias recogiendo y compartiendo información. Una idea rara. Las hermanas utilizaban informadores para vigilar el mundo y rara vez compartían lo que descubrían a menos que fuera una amenaza a la propia Torre. Seguramente las que se albergaban en El Cisne se encontraban entre las hermanas que no tomaban parte en los conflictos de la Torre, esperando para ver si era Egwene o Elaida quien acababa de Sede Amyrlin antes de pronunciarse. Eso estaba mal —¡una Aes Sedai debería defender lo que creía que era justo sin preocuparse si elegía el bando ganador!— pero éstas la ponían nerviosa por otra razón.

Recientemente, uno de los vigilantes de El Cisne había oído por casualidad un nombre perturbador murmurado y rápidamente acallado, como si se temiera que lo oyera quien no debía: Cadsuane. No era un nombre corriente ése. Y Cadsuane Melaidhrin había estado estrechamente vinculada con Rand mientras éste se hallaba en Cairhien. Vandene no tenía un alto concepto de esa mujer, a la que describía como dogmática y testaruda, pero Careane casi se había desmayado por la impresión al oír su nombre. Al parecer las historias que la rodeaban venían a ser lo mismo que leyendas. Intentar tratar con el Dragón Renacido ella sola era justo la clase de cosa que haría Cadsuane Melaidhrin. No es que a Elayne le preocupara nada entre Rand y cualquier Aes Sedai, salvo que él pudiera ofenderla hasta hacer que perdiera el control —¡a veces ese hombre era también demasiado cabezota para ver dónde estaba lo que le convenía!—, pero ¿por qué una hermana en Caemlyn mencionaba su nombre? ¿Y por qué otra la hacía callar?

A pesar del agua caliente tiritó al pensar en todas las redes que la Torre Blanca había hilado a lo largo de los siglos, tan finas que nadie las veía salvo las hermanas que las tejían, tan intrincadas que nadie salvo esas hermanas podría desentrañarlas. La Torre hilaba redes; los Ajahs hilaban redes; incluso hermanas por separado hilaban redes. A veces esos ardides se fundían unos con otros como si los guiase una única mano. Otras veces se habían destruido unos a otros. Así era como el mundo se había forjado durante tres mil años. Ahora la Torre se había dividido limpiamente en tres partes, un tercio para Egwene, uno para Elaida y otro que se mantenía aparte. Si esos dos últimos estaban en contacto, intercambiando información —¿haciendo planes?—, las implicaciones…

Un repentino tumulto de voces, ahogado por la puerta cerrada, la hizo sentarse derecha. Naris y Sephanie chillaron y saltaron una en brazos de la otra, mirando la puerta con los ojos muy abiertos.

—¿Qué puñetas…? —Gruñendo, Birgitte se levantó del arcón y salió del cuarto, cerrando tras ella con un portazo. El vocerío se intensificó.

No sonaba como si las guardias pelearan; sólo parecían discutir a voz en cuello, y el vínculo le transmitía principalmente rabia y frustración a Elayne, junto con la puñetera jaqueca, pero salió de la bañera y extendió los brazos para que Essande le pusiera la bata. La calma de la mujer canosa, y quizá la de Elayne, tranquilizó a las dos doncellas, que se pusieron coloradas cuando Essande las miró, pero Aviendha saltó de la bañera derramando agua por todas partes y corrió, chorreando, al vestidor. Elayne esperaba verla regresar con el cuchillo, pero en cambio volvió envuelta en el brillo del Saidar y sosteniendo la tortuga de ámbar en una mano. Con la otra tendió a Elayne el angreal que había sacado de su escarcela, una antigua talla de marfil en forma de mujer cubierta sólo con el cabello. A excepción de la toalla envuelta en la cabeza, Aviendha no llevaba sobre el cuerpo más que una película de humedad y alejó con un ademán a Sephanie cuando la doncella intentó ponerle la bata. Con cuchillo o sin él, Aviendha todavía tendía a plantearse un enfrentamiento como si fuera a luchar con un arma blanca y necesitara libertad de movimientos.

—Guarda esto en el vestidor —dijo Elayne, que le tendió el angreal de marfil a Essande—. Aviendha, de verdad no creo que necesitemos…

La puerta se abrió una rendija y Birgitte asomó la cabeza, ceñuda. Naris y Sephanie dieron un brinco, no tan tranquilas como habían parecido estar.

—Zaida quiere verte —gruñó Birgitte a Elayne—. Le dije que tendría que esperar, pero… —De pronto soltó un grito y entró tambaleándose; recuperó el equilibro después de dar dos pasos y giró rápidamente para mirar a la mujer que la había empujado.

La Señora de las Olas del clan Catelar entró tranquilamente, haciendo mecer a su paso las puntas de su fajín rojo, anudado de forma compleja; no daba la impresión de que hubiese empujado a nadie. La seguían dos Detectoras de Vientos y una de ellas cerró la puerta en las narices de la enfurecida Rasoria. Las tres mujeres se contoneaban al andar casi tanto como Birgitte al caminar con las botas de tacón. Zaida era baja, con hebras grises en el rizado cabello, pero su oscuro semblante era de los que cobran belleza con el paso de los años, y esa belleza quedaba resaltada por la cadena de oro, cargada de pequeños medallones, que conectaba uno de los gruesos aros de oro de la oreja con la nariz. Y lo más importante era su aire de mando. No de arrogancia, sino de certeza de que se la obedecería. Las Detectoras de Vientos miraron a Aviendha, todavía envuelta en el brillo del Poder, y el anguloso rostro de Chanelle se puso tenso, si bien aparte de un murmullo de Shielyn sobre que «la chica Aiel» estaba lista para encauzar, guardaron silencio y esperaron. Los ocho pendientes en las orejas de Shielyn la señalaban como Detectora de Vientos de una Señora de las Olas, y la cadena de honor de Chanelle lucía casi tantos medallones de oro como la de la propia Zaida. Ambas eran mujeres de autoridad, y resultaba obvio por su modo de estar y de moverse, pero aun así uno no necesitaba saber nada de los Atha’an Miere para saber nada más verlas que Zaida din Parede ocupaba el primer puesto.

—Debes de haber tropezado con tus botas, capitán general —murmuró con una leve sonrisa en sus carnosos labios mientras una de sus oscuras manos tatuadas jugueteaba con la cajita dorada de perfume que colgaba sobre su pecho—. Un estorbo, las botas.

Ella y las dos Detectoras de Vientos iban descalzas, como siempre. Las plantas de los pies de los Atha’an Miere eran tan duras como suelas de zapato y no las afectaban ni las ásperas cubiertas ni las frías baldosas. Cosa extraña, además de las blusas y los pantalones de seda brocada de llamativos colores las tres llevaban una ancha estola en blanco que les colgaba por debajo de la cintura y casi ocultaba la multitud de collares.

—Me estaba dando un baño —dijo Elayne con voz tirante. Como si no pudieran verla con el cabello recogido con la toalla y la bata pegada al cuerpo por la humedad. Essande casi temblaba de indignación,

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