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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 63
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sabia que yo. Por no mencionar más valerosa y más prudente. Volvemos a Caemlyn.

Aviendha se sonrojó levemente por las alabanzas —a veces podía ser muy sensible—, pero abrió el acceso sin pérdida de tiempo, una vista rotatoria de uno de los establos del Palacio Real que se ensanchó hasta formar un agujero en el aire, por el que cayó la nieve del prado sobre los adoquines limpios sin importar que estuvieran a casi quinientos kilómetros. La percepción de Birgitte, en algún lugar de palacio, surgió repentinamente en la mente de Elayne. Birgitte tenía jaqueca y el estómago revuelto, trastornos que últimamente eran frecuentes pero que encajaban perfectamente con el estado de ánimo de Elayne.

«Debo dejar que cuide de sí mismo», pensó mientras cruzaba el acceso. Luz, ¿cada cuánto pensaba eso? Daba igual. Rand era el amor de su vida y la alegría de su corazón, pero Andor era su deber.

11. Hablar de deudas

La posición del acceso era tal que Elayne pareció salir de un agujero en el muro que daba a la calle e ir a parar a un cuadrado que, por cuestión de seguridad, estaba señalado con barriles llenos de arena colocados sobre los adoquines. Cosa extraña, no percibió a una sola mujer encauzando en el palacio aunque en él se albergaban más de ciento cincuenta con la habilidad. Algunas estarían apostadas en las murallas exteriores de la ciudad, por supuesto, demasiado lejos para que ella sintiera nada que no fuese un círculo coligado, y unas cuantas se hallarían fuera de la urbe; no obstante, en palacio casi siempre había alguien usando el Saidar, ya fuera tratando de obligar a una de las sul’dam cautivas que admitiera que realmente podía ver los tejidos de Poder Único o simplemente para alisar las arrugas de un chal sin tener que calentar una plancha. Pero esa mañana no se notaba nada. La arrogancia de las Detectoras de Vientos igualaba la peor demostrada por cualquier Aes Sedai, pero incluso eso tendría que haber quedado aplastado por lo que debían de estar percibiendo. Elayne tenía la sensación de que si subía a la ventana más alta alcanzaría a ver los tejidos de aquel inmenso faro, aun cuando se encontraba a cientos de leguas. Se sentía como una hormiga que acabara de ser consciente de las montañas, una hormiga comparando la Columna Vertebral del Mundo con las colinas que siempre la habían apabullado. Sí, incluso las Detectoras de Vientos tenían que sentirse insignificantes ante aquello.

Ubicadas en el ala oriental de palacio y encaradas al norte y al sur por establos de dos pisos de altura y de pura piedra blanca, las Cuadras Reales estaban destinadas tradicionalmente a los caballos y carruajes personales de la soberana, y Elayne había dudado en utilizarlas antes de que se reconociera como suyo el Trono del León. Los pasos que llevaban al solio eran tan delicados como cualquier danza cortesana, y si esa danza llegaba a semejar a veces una reyerta de taberna, todavía había que dar los pasos con gracia y precisión a fin de alcanzar la meta marcada. Hacer uso de los servicios inherentes al cargo antes de confirmarse el nombramiento les había costado a algunas mujeres su posibilidad de gobernar. Al final, había decidido que no era una transgresión que la hiciera parecer arrogante en exceso. Además, el edificio de las Cuadras Reales era relativamente pequeño y no se le daba otro uso. Allí había menos personas a las que mantener alejadas de la apertura de un acceso. De hecho, cuando entró a través de él, el patio de adoquines se encontraba vacío salvo por un mozo de cuadra con la chaqueta roja, que estaba en una de las puertas en arco del establo y se volvió para gritar algo hacia el interior; varias docenas más salieron mientras ella conducía a Fogoso lejos del espacio cuadrado marcado con barriles. Después de todo, podría haber regresado con un séquito de poderosos lores y ladys o quizás era que ellos esperaban que fuera así.

Caseille condujo a las mujeres de la guardia por el acceso y ordenó a la mayoría que desmontara y se ocupara de sus monturas. Ella y otras seis mujeres siguieron a lomos de los animales, vigilando más allá de las cabezas de las personas que iban a pie. Aun allí, Caseille no la dejaría sin protección. Particularmente allí, donde había corrido más peligro que en cualquier casona de campo que había visitado. Los hombres de Matherin se quedaron por los alrededores, estorbando a mozos de cuadra y guardias por igual mientras contemplaban boquiabiertos las balconadas y las columnatas de piedra blanca que se asomaban al patio, y las esbeltas torres y las cúpulas doradas que se veían detrás. Parecía que hacía menos frío que en las montañas —frenarlo para que no la tocara, hasta donde podía actualmente, no la hacía completamente ajena a notar los cambios—, pero tanto personas como animales seguían echando nubecillas de vaho al respirar. El olor a estiércol de caballo era intenso tras el límpido aire de la montaña. Un baño caliente delante de un chisporroteante fuego sería bienvenido. Después tendría que sumergirse de nuevo en la tarea de asegurarse el trono, pero ahora mismo una larga remojada sería lo ideal.

Un par de mozos se acercaron corriendo a Fogoso. Uno cogió la brida tras hacer una rápida reverencia a Elayne, más preocupado por conseguir que el alto castrado no estorbara a Elayne mientras desmontaba que de rendirle pleitesía, y el otro hizo la reverencia y se quedó inclinado, unidas las manos a modo de estribo para Elayne. Ninguno dedicó más que una ojeada al prado de montaña nevado que se veía donde normalmente habría un muro de piedra. A esas alturas los trabajadores de los establos ya se habían acostumbrado a los accesos. Elayne había oído que conseguían bebidas gratis en las tabernas alardeando de cuán a menudo veían utilizar el Poder y de las cosas que supuestamente habían visto hacer con él. Elayne podía imaginar lo que parecerían esas historias para cuando llegaran a oídos de Arymilla. Disfrutaba mucho con la idea de que esa mujer se mordiera las uñas.

No bien acababa de plantar el pie en el pavimento cuando la rodeó un grupo de mujeres de la guardia con los sombreros carmesí de blancas plumas pegadas a las anchas alas, y los tahalíes rojos ribeteados con puntilla y adornados con un León Blanco bordado, que cruzaban en bandolera los bruñidos petos. Caseille esperó hasta ese momento para conducir al resto de la escolta a los establos. Los reemplazos se mostraban igual de alertas, con los ojos vigilando en todas direcciones, las manos suspendidas cerca de las empuñaduras de las espadas, a excepción de Deni, una mujer ancha de cara plácida que portaba un largo garrote reforzado con bronce. Sólo eran nueve —«Sólo», pensó amargamente Elayne. «¡Sólo necesito nueve guardias en el Palacio Real!»—, pero todas eran expertas con la espada. Las mujeres metidas en el «comercio de la espada», como lo denominaba Caseille, tenían que ser buenas o, en caso contrario, antes o después las mataba algún tipo cuya única ventaja era la fuerza bruta suficiente para derribarla. Deni no tenía la menor habilidad con una espada, pero los pocos hombres que habían puesto a prueba su garrote lo habían lamentado. A despecho de su corpulencia, Deni era rápida y no tenía idea de lo que era una lucha limpia; ni de práctica, dicho fuera de paso.

Rasoria, la fornida subteniente a cargo, pareció aliviada cuando los mozos se llevaron a Fogoso. Si las mujeres de la escolta de Elayne hubieran hecho las cosas como querían, no habrían permitido que nadie se le acercase a menos de un metro, salvo ellas mismas. Bueno, quizá no era tan exagerado, pero miraban con desconfianza a casi todo el mundo exceptuando a Birgitte y a Aviendha. Rasoria, una teariana a pesar de sus ojos azules y su cabello rubio, que llevaba corto, era de las peores respecto a eso; había insistido incluso en vigilar a las cocineras que preparaban la comida a Elayne y probar todo antes de servírselo. Elayne no había protestado por excesivo que pudiera parecer. Una experiencia con una droga mezclada en vino era más que suficiente, aun cuando supiera que viviría lo bastante para dar a luz a su bebé. Pero no era la desconfianza de su guardia ni la necesidad de aquélla lo que le había hecho poner tensa la boca. Era Birgitte, que se abría paso entre la gente que abarrotaba el patio, pero no en su dirección.

Aviendha fue la última en salir por el acceso, desde luego, tras asegurarse de que todo el mundo había pasado, y antes de que lo hubiera hecho desaparecer en un abrir y cerrar de ojos Elayne se encaminó hacia ella, echando a andar tan de repente que su escolta tuvo que saltar para mantener el anillo protector a su alrededor. Por rápido que se movió, sin embargo, Birgitte, con la gruesa coleta llegándole hasta la cintura, llegó antes allí y ayudó a Aviendha a desmontar y entregó las riendas de la yegua a un mozo de cara alargada que parecía casi tan zanquilargo como Siswai. Aviendha siempre tenía más dificultades para bajar de un caballo que para montar, pero Birgitte tenía algo más en la cabeza que prestarle ayuda. Elayne y su escolta llegaron justo a tiempo de oír cómo le decía a Aviendha en voz baja y apurada:

—¿Se tomó la leche de cabra? ¿Durmió lo suficiente? ¿Se siente…? —Dejó la frase sin terminar y respiró hondo antes de volverse a mirar a Elayne, que aparentaba calma, y sin sorprenderse de verla allí mismo. El vínculo funcionaba en ambos sentidos.

Birgitte no era grande, aunque parecía más alta que Elayne por los tacones de sus botas, tanto como Aviendha, pero por lo general tenía una gran presencia que quedaba aún más resaltada por el uniforme de capitán general de la Guardia Real, una chaqueta corta de color rojo con un cuello alto en blanco, cuatro nudos dorados en la hombrera izquierda y cuatro bandas doradas en los dos puños. Después de todo era Birgitte Arco de Plata, una heroína de leyenda, si bien ella afirmaba que esas historias estaban muy hinchadas cuando no eran invenciones. Con todo, seguía siendo la misma mujer que había realizado todas las cosas que conformaban el corazón de esas leyendas, y algunas más. Ahora, a despecho de su aparente compostura, la inquietud tiñó su preocupación por Elayne, que transmitía a través del vínculo junto con su jaqueca y su acidez de estómago. Sabía muy bien que Elayne detestaba que la controlaran a su espalda. Ése no era el único motivo de la irritación de Elayne, pero el vínculo comunicaba a Birgitte cuán enojada estaba.

Aviendha se quitó el chal de la cabeza tranquilamente y se lo echó sobre los hombros tratando de dar la imagen de una mujer que no había hecho nada reprochable y que en absoluto tenía nada que ver con cualquier otra persona que sí lo hubiese hecho. Lo habría logrado de no ser porque abrió en exceso los ojos para agregar un toque de inocencia. En ciertos aspectos Birgitte ejercía mala influencia sobre ella.

—Me tomé la leche de cabra —dijo Elayne con voz inexpresiva, muy consciente de que las mujeres de la guardia las rodeaban a las tres aunque miraban hacia afuera, paseando la vista por el patio, las balconadas, los tejados; a buen

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