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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 62
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más brusquedad de lo que habría hecho normalmente. Sus cambios de humor la habían conducido a un repentino miedo por Rand, y ya que no podía garantizar su seguridad, al menos había un macho a mano al que obligaría a hacer lo que debía.

Seis de las mujeres de la guardia encabezaron la marcha calzada adelante desde la mansión, a paso lento, ya que la nieve no permitía otra cosa, en tanto que el resto de la escolta las seguía a Aviendha y a ella en columnas ordenadas; la mujer que cerraba la marcha conducía a los animales de carga. Los hombres del lugar marchaban detrás en una fila irregular, conduciendo su propio albardón, un animal peludo cargado con ollas y bultos e incluso media docena de pollos vivos. Unas cuantas aclamaciones los recibieron mientras pasaban por el pueblo de casas de tejados de bálago y por el puente de piedra que salvaba un serpenteante arroyo helado, así como vítores de «¡Elayne y el Lirio!», y «¡Trakand! ¡Trakand!» y ¡«Matherin en pie!». Pero vio a una mujer que lloraba en brazos de su esposo, y también lágrimas en la cara del hombre, y otra mujer que daba la espalda a los jinetes, gacha la cabeza, negándose incluso a mirar. Elayne confiaba en mandar de vuelta a casa a sus esposos e hijos. Apenas habría lucha en Caemlyn, a menos que ella cometiera un error garrafal, pero algo habría, y una vez que la Corona de la Rosa fuera suya le esperaban batallas. Al sur se encontraban los seanchan, y al norte Myrddraal y trollocs esperaban a ponerse en marcha para el Tarmon Gai’don. En los días venideros, Andor requeriría la sangre de hijos y esposos. ¡Maldición, no pensaba ponerse a llorar!

Al otro lado del puente la calzaba ascendía de nuevo en una pronunciada cuesta a través de pinos, abetos y cipreses, pero había poco menos de dos kilómetros de distancia al prado de montaña al que se dirigían. En la nieve que brillaba al sol matinal todavía se marcaban las huellas de los cascos procedentes del punto donde el acceso había dejado un profundo surco en el blanco manto. Podría haberse abierto más cerca de la casona, pero la posibilidad de que hubiese alguien en el lugar donde se abría el acceso siempre era un peligro.

El brillo del Saidar rodeó a Aviendha cuando entraron en el prado. Ella había abierto el acceso allí desde la anterior parada la tarde del día de ayer, una casona de campo situada a ciento cincuenta kilómetros al norte, de modo que tejería el acceso de vuelta a Caemlyn; sin embargo, ver a Aviendha henchida de Poder dio que pensar a Elayne. La que hiciera el acceso para salir de Caemlyn siempre acababa tejiendo todos los demás hasta el regreso, ya que memorizaba el terreno de cada lugar que tocaba su acceso, pero en los cinco viajes realizados Aviendha había pedido hacer el primero. Quizá sólo quería practicar, tal como afirmaba, pero ella tenía poca más práctica que la Aiel, y por ello se le ocurrió otra posibilidad. Tal vez Aviendha intentaba evitar que encauzara, al menos en una medida considerable. Porque estaba embarazada. El tejido que las había convertido en hermanas de la misma madre no se habría podido realizar si cualquiera de las dos hubiera estado embarazada porque la criatura nonata habría compartido el vínculo, algo a lo que un feto no podía sobrevivir por no ser suficientemente fuerte para ello, pero a buen seguro que una de las Aes Sedai que estaban en palacio le habría advertido si fuera necesario evitar el encauzamiento durante el embarazo. Claro que muy pocas Aes Sedai habían tenido hijos. Quizá no lo sabían. Era consciente de que había muchas cosas que las Aes Sedai ignoraban por mucho que fingieran lo contrario de cara al resto del mundo —ella misma había aprovechado esa presunción de vez en cuando—, aunque resultaba muy raro que desconocieran algo tan importante para la mayoría de las mujeres. Era como si un pájaro supiera cómo comer cualquier semilla o grano excepto la cebada, algo supuestamente tan corriente; porque, si no sabía cómo comerla, ¿qué más cosas ignoraría? No obstante, las Sabias sí tenían hijos y no habían comentado nada al respecto…

De repente las preocupaciones sobre su bebé y encauzar y lo que las Aes Sedai sabrían o no fueron relegadas de su mente. Podía sentir a alguien encauzando Saidar. No a Aviendha, ni a nadie en las montañas circundantes ni a nadie que se encontrara cerca, ni mucho menos. Era a gran distancia, como un faro resplandeciente en lo alto de una cumbre en plena noche. Una cumbre muy, muy distante. No alcanzaba a imaginar la cantidad de Poder Único que se necesitaba para que pudiera percibirlo a tanta distancia. Todas las mujeres capaces de encauzar en el mundo debían de estar sintiéndolo. Y señalar exactamente en la dirección en donde estaba teniendo lugar. El faro se encontraba al oeste. Nada había cambiado en el vínculo con Rand, no habría podido precisar dónde estaba exactamente con un margen de doscientos kilómetros, pero de repente lo supo.

—Está en peligro —dijo—. Hemos de ir con él, Aviendha.

Aviendha se sacudió y dejó de mirar fijamente al oeste. El brillo seguía envolviéndola y Elayne percibió que había absorbido de la Fuente hasta el límite, pero mientras la Aiel se volvía hacia ella notó que la cantidad de Saidar que abrazaba empezaba a disminuir.

—No, Elayne, no debemos ir.

Estupefacta, Elayne se giró en la silla para mirarla de hito en hito.

—¿Quieres abandonarlo? ¿A eso? —Nadie podía manejar tanto Saidar, ni siquiera el círculo más fuerte, sin ayuda. Supuestamente existía un sa’angreal así, más grande que ningún otro creado jamás, y si lo que había oído sobre él era cierto, eso sí podría absorber tal cantidad. Quizá. Mas, por lo que tenía entendido, ninguna mujer podía utilizarlo y seguir viva; no sin el ter’angreal hecho a propósito, y que ella supiera nadie había visto tal herramienta. ¡Semejante cantidad de Poder Único podría arrasar cordilleras de un golpe! Ninguna hermana intentaría algo así salvo quizás una del Ajah Negro. O, peor aún, una de las Renegadas. Tal vez más de una. ¿Qué otra cosa podía ser si no? ¡Y Aviendha pretendía hacer caso omiso, simplemente, cuando no podía dejar de saber que Rand se encontraba allí!

Las mujeres de la guardia, ignorantes de lo que ocurría, aguardaban pacientemente en sus caballos sin dejar de vigilar la línea de árboles que rodeaba el prado y apenas preocupadas con eso tras su recepción en la mansión del predio, si bien Caseille las estaba observando a las dos con el entrecejo ligeramente fruncido tras las barras de la visera del yelmo. Sabía que nunca retrasaban la apertura de un acceso. Los hombres de la hacienda se habían agrupado alrededor del animal de carga y toqueteaban los bultos mientras discutían, aparentemente, si habían incluido tal o cual cosa. Aviendha acercó más su yegua gris al castrado negro de Elayne y habló en un tono bajo para que no la oyeran los demás.

—No sabemos nada, Elayne. Ni si está bailando las lanzas o si esto es algo distinto. Si baila las lanzas y aparecemos de repente, ¿nos atacará antes de saber quiénes somos? ¿Lo distraeremos porque no nos espera y daremos ocasión de que venzan sus enemigos? Si muere, descubriremos quién lo mató y acabaremos con ellos, pero si nos reunimos con él ahora iremos a ciegas, y podemos ocasionar un desastre.

—Podríamos hacerlo con cuidado —sugirió, desabrida, Elayne. La irritaba estar así y además demostrarlo, pero sobrellevar sus cambios de humor y tratar de que no la dominaran por completo era lo único que se sentía capaz de hacer—. No tenemos que Viajar al punto exacto. —Tocó su escarcela, donde guardaba la pequeña talla de marfil que representaba una mujer sentada, y miró de manera significativa el broche de ámbar de su hermana—. Luz, Aviendha, tenemos angreal y ni tú ni yo estamos precisamente indefensas. —Luz, qué petulantes sonaban sus palabras. Sabía perfectamente que las dos juntas, con angreal y todo, serían como moscas combatiendo un fuego contra lo que podía percibir, pero aun así una picadura de mosca en el momento oportuno podía servir de algo—. Y no me vengas con que pondré en peligro al bebé. Min dijo que nacería fuerte y sano. Tú misma me lo contaste. Eso significa que viviré al menos lo suficiente para que mi hija nazca. —Esperaba que fuera una niña.

Fogoso eligió ese momento para lanzar un mordisco a la yegua gris, y Siswai le respondió de igual modo, y durante unos instante Elayne estuvo ocupada en controlar al castrado, en evitar que Aviendha acabara en el suelo y en decir a Caseille que no necesitaban ayuda, y para cuando el asunto hubo acabado ya no estaba irascible. Sintió el impulso de atizar un puñetazo a Fogoso entre las orejas.

Aparte de hacer que el animal obedeciera, Aviendha se comportaba como si no hubiese ocurrido nada en absoluto. Su rostro enmarcado por el oscuro chal tenía un ligero ceño de incertidumbre, pero esa incertidumbre no tenía nada que ver con la montura.

—Te he hablado de los anillos en Rhuidean —empezó lentamente, y Elayne asintió con un cabeceo impaciente. Cualquier mujer que quisiera convertirse en Sabia había de pasar a través de un ter’angreal antes de iniciar su enseñanza. Era algo semejante al ter’angreal utilizado con las novicias en la prueba para ascender a Aceptada en la Torre Blanca, excepto porque en el del Yermo una mujer veía toda su vida. Todas sus posibles vidas, en realidad pues, cada decisión la hacía diferente, un abanico infinito de vidas basadas en elecciones distintas—. Nadie lo recuerda todo, Elayne, sólo fragmentos aislados. Yo supe que amaría a Rand al’Thor… —Aún había ocasiones en las que utilizar sólo su primer nombre delante de otros la hacía sentirse incómoda—. Y que encontraría hermanas conyugales. En la mayoría de las cosas lo único que uno retiene es una vaga impresión de ellas, en el mejor de los casos. A veces un atisbo de advertencia. Creo que si nos reunimos con él ahora ocurrirá algo muy malo. Quizás una de nosotras morirá, o tal vez ambas a despecho de lo que dijo Min. —Que pronunciara el nombre de Min sin titubear daba idea de su preocupación. No la conocía muy bien y por lo general se refería a ella como Min Farshaw—. Quizá muera él. Quizás ocurra cualquier otra cosa. No lo sé con seguridad. Puede que todas sobrevivamos y cuando nos reunamos con él nos sentemos alrededor de una lumbre mientras se asan pecaras, pero hay un indicio de advertencia en mi mente.

Elayne abrió la boca, furiosa. Entonces volvió a cerrarla mientras la ira desaparecía como agua escapando por un agujero, y sus hombros se encorvaron. Quizás el barrunto de Aviendha era cierto y quizá no, pero el hecho era que sus argumentos habían sido buenos desde el principio. El desconocimiento implicaba un gran riesgo, y correrlo podría llevar al desastre. El faro irradiaba con mayor intensidad. Y él estaba allí, exactamente en el faro. No era el vínculo el que se lo indicaba; tan lejos no, pero lo sabía. Y también sabía que debía dejar que cuidara de sí mismo mientras ella se ocupaba de Andor.

—No tengo nada que enseñarte sobre el hecho de ser una Sabia, Aviendha —dijo en voz queda—. Ya eres mucho más

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