de recordar su ayuda u ofreciendo recompensas, pero la amplia sonrisa de maese Ros reveló que ya le había dado toda la recompensa que deseaba. Matherin recibiría recompensas, si las ganaba, pero no podían brindarse como quien hace una oferta para comprar un caballo.
Maese Ros la acompañó hasta la puerta con el golpeteo rítmico de la muleta y le hizo una reverencia en el amplio umbral de granito donde unos sirvientes, con gruesas chaquetas, aguardaban bajo el intenso frío con una copa de vino caliente con especias que Elayne rehusó con una queda disculpa. Hasta que tuviera ocasión de acostumbrarse al aire cortante, quería disponer de las dos manos para mantener cerrada la capa. De todos modos, Aviendha habría hallado la forma de hacer que la rechazara. Pero ella sí tomó una copa tras echarse el chal sobre la cabeza y alrededor de los hombros, la única concesión que hizo al gélido frío matinal. Estaba aislada del frío, por supuesto. Elayne le había enseñado cómo se hacía. Elayne intentó de nuevo alejar el frío de ella y, para su sorpresa, funcionó. No del todo —todavía notaba un poco—, pero eso era mejor que congelarse.
El cielo se veía despejado y el sol brillaba justo encima de las montañas, pero al otro lado de los picos circundantes podían formarse nubes tormentosas en cualquier momento. Sería mejor llegar cuanto antes a su primer punto de destino de ese día. Por desgracia, Fogoso, su alto castrado negro, hacía honor a su nombre y se plantaba en las dos patas traseras a la par que resoplaba exhalando nubes de vaho como si nunca hubiese llevado una brida; por su parte, a la yegua gris zanquilarga y de cuello arqueado que montaba Aviendha se le había metido en la cabeza seguir el ejemplo del castrado y se empinaba en la profunda nieve e intentaba ir a cualquier sitio salvo donde la moza de cuadra trataba de conducirla. Era un animal con más carácter de lo que Elayne habría elegido para que montara su hermana, pero Aviendha se había empeñado tras enterarse del nombre de la yegua. Siswai significaba «lanza» en la Antigua Lengua. Las mozas de cuadra parecían mujeres muy capacitadas, pero por lo visto pensaban que debían tranquilizar a los animales antes de entregárselos. Elayne tuvo que hacer un gran esfuerzo para no gritarles que ya se las había arreglado para dominar a Fogoso antes de que ellas lo vieran.
Su escolta había montado ya para no estar de pie en la nieve; eran unos veinte jinetes con chaquetas rojas de cuello blanco y los petos y yelmos bruñidos de la Guardia Real. La duda de maese Ros podría explicarla el hecho de que las chaquetas de los jinetes eran de seda, al igual que los rojos pantalones con una franja blanca a lo largo de los costados y la clara puntilla que remataba cuellos y puños. A decir verdad, su aspecto era más ceremonial que efectivo. O quizás era porque todas eran mujeres. No era habitual ver mujeres en trabajos que requerían el uso de armas, sólo alguna que otra guardia de mercader o una fémina rara que acababa en un ejército en tiempos de guerra. Elayne no sabía de ningún grupo de soldados compuesto por mujeres en su totalidad antes de que se creara el suyo. A excepción de las Doncellas, claro, pero siendo Aiel la cosa cambiaba. Esperaba que la gente las considerara un gesto de afectación por su parte y muy decorativas con toda esa puntilla y seda. Los hombres tendían a infravalorar a una mujer que portaba armas hasta que se enfrentaba a una. Los soldados de una escolta por lo general trataban de parecer tan feroces que nadie se atreviera a intentar nada en contra, pero sus enemigos encontrarían una forma nueva de atacar aunque tuviera a toda la Guardia Real rodeándola. Su propósito era tener una escolta que sus enemigos desestimarían hasta que fuera demasiado tarde para hacer otra cosa que lamentarlo. Tenía intención de cambiar los uniformes para que fueran más llamativos, en parte para dar más pábulo a ese error y en parte para avivar el orgullo de las mujeres como soldados distinguidos del resto, pero ella no tenía ninguna duda. A todas ellas, desde las guardias de mercaderes hasta las cazadoras del Cuerno, se las había elegido cuidadosamente por su destreza, experiencia y valor. Elayne pondría la vida en sus manos. Ya lo había hecho.
Una mujer delgada que llevaba los dos nudos dorados de teniente en las hombreras de la chaqueta roja saludó a Elayne cruzando el brazo sobre el pecho, y su castrado ruano agitó la cabeza arriba y abajo haciendo tintinear suavemente las campanillas de plata que le adornaban la crin, como si saludara también.
—Estamos listas, milady, y el área se encuentra despejada. —Caseille Raskovni era una de las que habían trabajado como guardia de mercaderes y su acento arafelino no era el de una mujer culta, pero su tono de voz sonaba enérgico, de los que no admitían tonterías. Utilizaba el título correcto para dirigirse a ella y lo seguiría haciendo hasta que Elayne fuera coronada, pero estaba dispuesta a luchar para ganar esa corona para Elayne. Pocos, muy pocos, ya fueran hombres o mujeres, firmaban la lista de la Guardia Real a menos que estuvieran dispuestos a hacer eso—. Los hombres que maese Ros ha cedido también están preparados. Todo lo preparados que pueden estar.
Con un carraspeo, el administrador movió la muleta y clavó la vista en la nieve delante de sus botas. Elayne entendía a lo que Caseille se refería. Maese Ros había logrado reunir once hombres de la heredad para enviar a Caemlyn y los había equipado con alabardas, espadas cortas y las piezas de armadura que se pudieron encontrar: nueve yelmos antiguos sin visera de protección y siete petos con abolladuras que los hacían vulnerables. Sus monturas no eran malas a pesar de tener el denso pelaje de invierno; pero, aunque sus jinetes iban arrebujados en gruesas capas, Elayne vio que ocho de ellos no necesitarían afeitarse más que una vez a la semana, si es que lo hacían. Los hombres que maese Ros había descrito como experimentados tenían rostros arrugados, manos huesudas y probablemente no juntarían una dentadura entera entre todos. No había mentido ni intentado escatimar; Aedmun habría reunido a todos los hombres aptos de la zona para llevarlos consigo y los habría equipado con lo mejor que tuviera. Había ocurrido lo mismo en todas partes. Al parecer, un gran número de hombres saludables y fuertes se encontraban desperdigados a lo largo de Andor e intentaban llegar hasta ella en Caemlyn. Y ahora probablemente ninguno entraría en la ciudad hasta que todo se hubiera decidido, pues aunque los buscara a diario sería difícil encontrar a ninguno de los grupos. Con todo, este puñado sostenía las alabardas como si supieran cómo utilizarlas. Claro que tampoco era tan difícil mantenerse quieto en la silla con el extremo romo de la alabarda apoyado en el estribo.
—Hemos visitado diez de estas propiedades en el campo, hermana —dijo en voz queda Aviendha, que se acercó a ella hasta que sus hombros se tocaron—, y contando a éstos hemos reunido doscientos cinco muchachos demasiado jóvenes para saber combatir y ancianos que deberían haber dejado la lanza hace mucho tiempo. No te he preguntado antes. Conoces a tu pueblo y sus costumbres. ¿Merece la pena el tiempo que estás dedicando a esto?
—Oh, sí, hermana. —Elayne habló en voz baja también para que el otrora soldado cojo y los sirvientes no pudieran escucharla. Hasta las mejores personas podían volverse tercas como mulas si se daban cuenta de que uno quería que se comportaran de cierta forma. Sobre todo si se daban cuenta de que la ayuda que con tanto esfuerzo habían reunido y ofrecido, y que uno había aceptado, no era lo que buscaba—. Ahora todo el mundo en ese pueblo que hay río abajo sabe que estoy aquí, como lo saben también en la mitad de las granjas que hay en kilómetros a la redonda. A mediodía, lo sabrá la otra mitad, y mañana, el siguiente pueblo, y más granjas. Las noticias se propagan despacio en invierno, sobre todo en este territorio. Saben que he hecho mi reclamación al trono, pero si gano el trono mañana o muero mañana puede que no se enteren hasta mediados de primavera, puede que hasta el verano. Pero hoy saben que Elayne Trakand está viva, que ha visitado el predio vestida con sedas y joyas y que ha convocado hombres bajo su bandera. La gente que vive a treinta kilómetros de aquí afirmará que me han visto y han tocado mi mano. Pocas personas pueden decir tal cosa sin hablar a favor de quienquiera que aseguran haber visto, y cuando se habla a favor de uno, se acaba apoyándolo. Hay hombres y mujeres en diecinueve lugares de Andor hablando de que vieron a la heredera del trono en esta última semana, y cada día el área que cubren esos comentarios se extiende como una mancha de tinta.
»Si tuviese tiempo, visitaría todos los pueblos de Andor. No influirá en lo que pase en Caemlyn, pero sí puede tener mucha importancia después de que gane. —No estaba dispuesta a admitir otra posibilidad que la de ganar. Sobre todo dado quién ocuparía el trono si ella fracasaba—. Casi todas las reinas de nuestra historia pasaron los primeros años de su mandato asegurándose el respaldo de la gente, Aviendha, y algunas nunca lo lograron, pero se avecinan tiempos más duros que los actuales. Puede que no disponga ni de un año antes de que necesite que todos los andoreños me respalden. No puedo esperar hasta que tenga el trono. Se aproximan tiempos muy duros, y tengo que estar preparada. Andor tiene que estar preparada, y conseguir que lo esté es mi obligación —finalizó firmemente.
—Creo que voy a aprender mucho de ti sobre ser una Sabia —dijo Aviendha, sonriendo y rozando la mejilla de Elayne.
Para su vergüenza, Elayne se puso roja como la grana. ¡Sentía las mejillas ardiendo! Quizá tener cambios de humor era peor que los mimos y cuidados. ¡Luz, y le aguardaban meses de lo mismo! No por primera vez, sintió una pizca de resentimiento contra Rand. Él era quien le había hecho esto —sí, de acuerdo, ella había contribuido; de hecho, lo había instigado a hacerlo, pero eso no tenía nada que ver—, lo había hecho y se había marchado con una sonrisa petulante. Vale, dudaba que fuera realmente petulante, pero podía imaginarlo todo muy bien. ¡Que se pasara mareado una hora y a la siguiente estuviera lloroso, a ver si le gustaba! «¡No puedo pensar como es debido!», se dijo para sus adentros, irritada. Eso también era culpa de él.
Por fin las mozas de cuadra lograron calmar lo bastante a Fogoso y a Siswai para que las damas los montaran, y Aviendha subió a la silla desde el montadero de piedra con bastante más agilidad de la que había mostrado otrora, tras lo cual se arregló la voluminosa falda a fin de cubrirse las piernas todo lo posible. Seguía creyendo que sus piernas superaban a cualquier caballo, si bien se había convertido en una amazona aceptable. Con todo, aún tenía cierta propensión a denotar sorpresa cuando la montura obedecía sus órdenes. Fogoso intentó levantarse en las patas traseras cuando Elayne lo montó, pero ella lo refrenó con presteza y