estaba temblando, sólo era un estremecimiento!—, escupió para quitarse de la boca el gusto a paño sucio y a sudor de Nadric, y asestó una mirada feroz a la espalda del gigantón que se alejaba. Si hubiese tenido a mano el cuchillo que tenía guardado, lo habría ensartado con él. Una parte de ella sabía que esa idea era ridícula, pero se estaba agarrando a cualquier cosa con la que alimentar su ira, aunque sólo fuera por el calor que le proporcionaba esa rabia. Para que la ayudara a dejar de tiritar. Lo habría apuñalado una y otra vez hasta que no hubiera podido levantar los brazos de agotamiento.
Se incorporó sobre las temblorosas piernas y se tanteó los dientes con la lengua. Todos en perfectas condiciones; no se había roto ninguno ni le faltaba ninguno. Se había irritado la cara con la tosca chaqueta de Nadric y tenía los labios magullados, pero no estaba herida. Se repitió eso para sus adentros. No estaba herida y era libre de salir del callejón. Bueno, todo lo libre que era cualquiera que llevara la ropa de gai’shain. Si había muchos como Nadric que no veían la protección de esa vestimenta, entonces es que el orden comenzaba a desmoronarse entre los Shaido. El campamento sería un lugar más peligroso, pero el desorden proporcionaría más oportunidades para escapar. Así era como tenía que enfocar el asunto. Había descubierto algo que podía ayudarla. Ojalá dejara de tiritar.
Finalmente, de mala gana, miró a su rescatador. Había reconocido la voz. El hombre se mantenía bastante retirado, observándola con calma, sin hacer intención de ofrecerle consuelo. Faile pensó que habría gritado si la hubiese tocado. Otra estupidez, puesto que acababa de rescatarla, pero no por ello dejaba de ser cierto. Rolan sólo era una mano más bajo que Nadric y casi igual de ancho, y ella tenía una buena razón para acuchillarlo también. No era Shaido, sino uno de los Sin Hermanos, los Mera’din, hombres que habían abandonado sus clanes porque no querían seguir a Rand al’Thor. Efectivamente, había sido él quien la «había hecho gai’shain». Cierto, había impedido que se congelara la noche siguiente a su rapto, envolviéndola en su propia chaqueta, pero no habría necesitado que la tapara si antes no le hubiese cortado hasta la última puntada de sus ropas, para empezar. La primera parte de hacer a alguien gai’shain era siempre desnudar a esa persona, pero que fuera la costumbre no era razón para perdonarlo por lo que había hecho.
—Gracias —dijo, aunque la palabra le supo amarga en la lengua.
—No pido gratitud —respondió suavemente—. Y no me mires como si quisieras morderme porque no has podido morder a Nadric.
Faile esbozó una mueca que pretendía ser sonrisa, aunque apenas semejaba tal cosa; en ese momento se sentía incapaz de fingir humildad aunque hubiese querido. Después dio media vuelta y se encaminó con paso firme hacia la calle. Mejor dicho, intentó caminar con paso firme, pero las piernas todavía le temblaban tanto que iba tambaleándose. Los gai’shain que pasaban por la calle acarreando cubos apenas le prestaron atención. Pocos cautivos querían compartir los problemas de los demás; bastante tenían con los suyos.
Al llegar junto al cesto de ropa caído soltó un suspiro. Estaba tirado de costado y las blusas blancas y las faldas pantalón de oscura seda se hallaban esparcidas sobre el sucio pavimento pringado de barro y ceniza. Por lo menos nadie las había pisoteado. A cualquiera que hubiese estado acarreando agua toda la mañana y todavía tuviera por delante el resto del día haciendo lo mismo se le habría podido perdonar que no hubiese esquivado las prendas, considerando que había ropas tiradas por doquier de las que habían cortado a los habitantes de Malden hechos gai’shain. Habría intentado perdonarlos. Enderezó el cesto y empezó a recoger las ropas, aunque antes de guardarlas las sacudió para quitar el barro y la ceniza que pudiera soltarse, con cuidado de no restregar lo que quedaba adherido. A diferencia de Someryn, a Sevanna le había dado por vestir seda. Era lo único que se ponía. Se sentía tan orgullosa de esas sedas como de sus joyas, e igualmente posesiva con unas y otras. No le haría gracia que cualquiera de esas prendas no volviera completamente limpia.
Cuando Faile colocaba la última blusa encima de todo lo demás, Rolan llegó a su lado y levantó el cesto con una mano. A punto de hablarle con brusquedad —¡ella podía llevar sus cargas, muchas gracias!—, se tragó las palabras. Su cerebro era la única arma real que poseía y tenía que usarla en lugar de dejar que el genio la controlara. Rolan no había aparecido allí por casualidad. Eso sería llevar la credulidad a extremos exagerados. Lo había visto frecuentemente desde que la habían capturado, mucho más a menudo de lo que podría achacarse al azar. La había estado siguiendo. ¿Qué le había dicho a Nadric? Que ni se la había cedido a Sevanna ni le había ofrecido hacer un trato por ella. Aunque había sido él quien la había capturado, Faile tenía la sensación de que el hombre desaprobaba que se hiciera gai’shain a los habitantes de las tierras húmedas —casi todos los Sin Hermanos pensaban así—, pero al parecer todavía reclamaba sus derechos sobre ella.
Faile estaba convencida de que no tenía que temer que intentara forzarla. Rolan había tenido oportunidad de hacerlo cuando la desnudó y la ató, y podría haber hecho «valer sus derechos» entonces. Quizá no le gustaba tomar de ese modo a las mujeres. En cualquier caso, los Sin Hermanos eran casi tan forasteros entre los Shaido como los propios habitantes de las tierras húmedas. Ningún Shaido confiaba realmente en ellos, y los mismos Sin Hermanos a menudo daban la impresión de mantener las distancias, como hombres que aceptaban lo que consideraban un mal menor en lugar de asumir otro mayor, pero que ya no se sentían tan seguros de que el escogido fuera realmente menos malo. Si pudiera entablar amistad con Rolan, quizá se mostrara inclinado a ayudarla. No a escapar, por supuesto —eso sería mucho pedir—, pero… ¿O no lo sería? La única forma de descubrirlo era intentándolo.
—Gracias —repitió, y en esta ocasión sonrió.
Cosa sorprendente, él le respondió con otra sonrisa. Mínima, apenas un atisbo, pero los Aiel no eran efusivos. Podían parecer impertérritos hasta que uno se acostumbraba a ellos.
Caminaron unos pasos en silencio, uno junto al otro, él llevando el cesto en una mano y ella remangando el repulgo del ropaje blanco. Habríase dicho que estaban dando un paseo. Si uno entrecerraba los ojos, claro. Algunos de los gai’shain con los que se cruzaban los miraban con sorpresa, pero enseguida bajaban los ojos de nuevo. A Faile no se le ocurría cómo iniciar la conversación —no quería que él pensara que coqueteaba; después de todo, quizá sí le gustaban las mujeres—, pero Rolan se adelantó, evitándole el quebradero de cabeza.
—Te he estado observando —dijo—. Eres fuerte, con temperamento fiero, y no tienes miedo, creo. La mayoría de los habitantes de las tierras húmedas están medio locos de miedo. Bravuconean hasta que se los castiga, y entonces lloriquean y se acobardan. Creo que eres una mujer de mucho ji.
—Tengo miedo —contestó—, pero intento que no se me note. Llorar no sirve de nada. —La mayoría de los varones creían eso. Las lágrimas podían ser un estorbo si uno se dejaba llevar por ellas, pero unas cuantas derramadas por la noche podían ayudar a llegar al día siguiente.
—Hay momentos para llorar y momentos para reír. Me gustaría verte reír.
Faile rió, pero fue una risa seca.
—Pocos motivos tengo para reír mientras vaya de blanco, Rolan. —Lo miró de reojo. ¿Se estaría precipitando? Sin embargo, el hombre asintió con la cabeza.
—Aun así, me gustaría verlo. Sonreír favorece tu cara. La risa la favorecería más aún. No tengo esposa, pero a veces puedo hacer reír a una mujer. He sabido que tienes esposo, ¿verdad?
Sobresaltada, Faile tropezó con sus propios pies y se agarró al brazo de él para sostenerse. Retiró la mano con presteza y lo observó por debajo del borde de la capucha. Rolan se detuvo lo suficiente para que recuperara el equilibrio y siguió caminando cuando lo hizo ella. Su expresión no denotaba más que una ligera curiosidad. A despecho de Nadric, según la costumbre Aiel era la mujer quien daba el primer paso si un hombre había despertado su interés. Un modo de despertarlo era hacerle regalos. Otro, hacerla reír. Adiós a la idea de que no le gustaran las mujeres.
—Tengo esposo, Rolan, y lo amo mucho. Muchísimo. No veo el momento de regresar a su lado.
—Lo que pasa mientras eres gai’shain no se te puede tener en cuenta cuando te quitas el blanco —comentó sosegadamente—, pero quizá los habitantes de las tierras húmedas no lo entendéis de ese modo. Aun así, uno puede sentirse muy solo cuando se es gai’shain. Quizá podríamos charlar de vez en cuando.
El hombre quería verla reír, y ella no sabía si reír o si echarse a llorar. Le estaba diciendo que no tenía intención de renunciar a despertar su interés. Las mujeres Aiel admiraban la perseverancia en un hombre. Con todo, si Chiad y Bain no querían o no podían prestarle ayuda más allá de la línea del bosque, entonces Rolan era su mejor expectativa. Se consideraba capaz de convencerlo, si le daban tiempo. Pues claro que era capaz; ¡los pusilánimes nunca triunfaban! Rolan era un paria despreciado al que los Shaido aceptaban sólo porque necesitaban su lanza. Pero iba a tener que darle una razón para que persistiera en su empeño.
—Eso me gustaría —contestó, cautelosa.
Un poco de coqueteo quizá fuera necesario, después de todo; pero, después de haberle dicho que amaba a su esposo, no podía pasar a mirarlo con ojos de cordero degollado y falta de respiración. Tampoco es que tuviera intención de llegar tan lejos —¡ella no era una domani!—, aunque cabía la posibilidad de que tuviera que acercarse a ello. De momento, no vendría mal recordarle que Sevanna le había usurpado su «derecho».
—Pero tengo trabajo que hacer —añadió— y dudo que a Sevanna le guste que en vez de ocuparme de mis tareas pase un rato hablando contigo.
Rolan volvió a asentir con la cabeza, y Faile suspiró. Sería capaz de hacer reír a una mujer, según afirmaba, pero desde luego no hablaba mucho. Iba a tener que esforzarse para que se mostrara más comunicativo si quería conseguir algo más que unos chistes que no entendería. Incluso con la ayuda de Chiad y de Bain, el humor Aiel seguía siendo incomprensible para ella.
Habían llegado a la ancha plaza que había frente a la fortaleza, en el extremo norte de la ciudad; la descollante masa de piedras grises no había servido para proteger a los vecinos más que las murallas. Faile creía haber visto a la noble que había gobernado Malden y todo lo comprendido en treinta kilómetros a la redonda, una viuda atractiva y digna, de mediana edad, entre los gai’shain que acarreaban agua. Hombres y mujeres vestidos de blanco, cargados con cubos, se apiñaban en la plaza pavimentada. En el lado oriental de la plaza, un muro gris de unos ocho metros de altura, que parecía un sector de la muralla exterior, era en realidad la pared de una enorme cisterna alimentada por un acueducto. Cuatro bombas de agua, cada una de ellas manejada por un par de hombres, echaban agua para llenar los cubos, aunque