Sevanna. Nadie los llamaba así —a los ojos de los Aiel, ser sirviente resultaba denigrante—, pero es lo que eran, al menos los habitantes de las tierras húmedas, sólo que sin sueldo, con menos derechos y menos libertad que cualquier criado de los que había oído hablar. Antes o después, Sevanna acabaría enterándose de que las Sabias paraban a sus gai’shain para hacerles preguntas. Sevanna tenía más de cien sirvientes y seguía aumentando ese número, y Faile estaba segura de que hasta el último de ellos repetía a las Sabias cada palabra que la oían pronunciar.
Era una trampa brutalmente eficaz. Sevanna era una dura ama, de un modo muy particular; no hablaba con brusquedad y rara vez denotaba cólera, pero la más pequeña infracción, el menor desliz en la actitud y el comportamiento, se castigaba de inmediato con la vara o la correa, y todas las noches se escogía entre todos los gai’shain a los cinco que la hubiesen complacido menos ese día y se les administraban más castigos, a veces dejándolos atados y amordazados toda la noche además de golpearlos, sólo para estimular el buen comportamiento en los demás. Faile no quería pensar lo que esa mujer ordenaría como castigo para un espía. Por otro lado, las Sabias habían dejado claro que cualquiera que no contase lo que oía, cualquiera que intentara ocultar o reservarse parte de algo, afrontaría un futuro incierto, seguramente acabar en una fosa poco profunda. Dañar a un gai’shain más allá de lo permitido por los límites de la disciplina era una violación del ji’e’toh, la trama de honor y obligación que gobernaba las vidas de los Aiel, pero por lo visto los gai’shain de las tierras húmedas parecían quedar fuera de varias normas.
Antes o después, un lado u otro de la trampa se cerraría de golpe. Lo que hasta ahora había mantenido abiertas las fauces del cepo era que los Shaido parecían considerar a sus gai’shain de las tierras húmedas como un tiro de carro o una manada de animales, aunque a decir verdad los animales recibían mucho mejor trato. De vez en cuando un gai’shain intentaba escapar, pero, aparte de eso, los amos se limitaban a darles comida y refugio, hacerlos trabajar y castigarlos si flaqueaban. Las Sabias no esperaban que desobedecieran, Sevanna no esperaba que la espiaran, como no esperarían que un caballo de tiro se pusiera a cantar. Sin embargo, antes o después… Y ésa no era la única trampa en la que Faile estaba pillada.
—Sabia, no tengo nada más que informar —murmuró al ver que Someryn guardaba silencio. A menos que uno estuviese completamente loco, no dejaba plantada a una Sabia hasta que ella daba su permiso—. La Sabia Sevanna habla sin tapujos delante de nosotros, pero apenas dice nada.
La mujer alta siguió callada, y al cabo de unos instantes interminables Faile se atrevió a alzar los ojos un poco más. Someryn miraba fijamente algo por encima de la cabeza de Faile y se había quedado boquiabierta por la estupefacción. Fruncido el ceño, Faile cambió el cesto que llevaba al hombro y miró hacia atrás, pero no vio nada que justificase la expresión de Someryn, sólo el extenso campamento, con las tiendas bajas y oscuras de los Aiel mezcladas con otras picudas y de cualquier otro estilo, la mayoría en tonos de un sucio blanco o pardo claro, otras verdes o azules o rojas o incluso a rayas. Los Shaido cogían todo lo que tenía valor cuando atacaban, todo lo que podría ser de utilidad, y nunca dejaban nada que se pareciese a una tienda.
Tal como estaban las cosas, apenas tenían refugios suficientes donde guarecerse. Había diez septiares reunidos allí, más de setenta mil Shaido y casi otros tantos gai’shain según sus cálculos. Pero dondequiera que mirara sólo veía el ajetreo de siempre: Aiel con ropas oscuras ocupándose de sus cosas entre los cautivos vestidos de blanco que iban apresuradamente de aquí para allí. Un herrero manejaba el fuelle de la forja delante de una tienda abierta, con las herramientas colocadas sobre una piel de toro curtida; los niños conducían hatos de baladoras cabras ayudándose con varas; una mercader exhibía sus productos en un pabellón abierto de lona amarilla, desde candeleros dorados y cuencos de plata hasta ollas y teteras de hierro, todo procedente de saqueos. Un hombre delgado, que conducía un caballo por la rienda, hablaba con una Sabia de cabello canoso, llamada Masalin, sin duda buscando una cura para alguna dolencia que tuviera el animal a juzgar por la forma que señalaba el vientre del caballo una y otra vez. Nada que dejara boquiabierta a Someryn.
Justo cuando Faile iba a girar de nuevo la cabeza, reparó en una Aiel de cabello negro que miraba al otro lado. No sólo era oscuro el cabello, sino negro como ala de cuervo, algo muy raro entre los Aiel. Incluso viéndola de espaldas le pareció reconocer a Alarys, otra de las Sabias. Había más de cuatrocientas Sabias en el campamento, pero Faile había aprendido enseguida a conocerlas de vista. Confundir a una Sabia con una tejedora o una alfarera era el modo más rápido de ganarse unos varazos.
Podría no haber significado nada que Alarys estuviera completamente inmóvil y mirando en la misma dirección que Someryn, o incluso que hubiese dejado resbalar el chal al suelo, sólo que detrás de ella Faile reconoció a otra Sabia, también con la vista prendida en el noroeste y soltando cachetadas a los que pasaban por delante. Ésa tenía que ser Jesain, una mujer a la que se habría llamado baja aunque no fuese Aiel, con una densa melena de cabello tan rojo que haría parecer pálido el fuego en comparación y con un carácter en consonancia. Masalin hablaba con el hombre del caballo y gesticulaba hacia el animal. Ella no encauzaba, pero tres Sabias que sí tenían esa capacidad miraban en la misma dirección. Sólo una cosa podía explicarlo: estaban viendo encauzar a alguien allí arriba, en la boscosa cresta del monte que había más allá del campamento. Si fuera una Sabia encauzando no las habría hecho mirar fijamente. ¿Sería una Aes Sedai? ¿O más de una? Mejor no dejar que su esperanza despertara. Era demasiado pronto.
Un tortazo la hizo tambalearse y estuvo a punto de soltar el cesto.
—¿Qué haces ahí plantada como un zoquete? —gruñó Someryn—. Sigue con tu trabajo. ¡Ve, antes de que te…!
Faile se marchó, sujetando el cesto con una mano y con la otra remangando el repulgo de la túnica para que no rozara en la embarrada nieve, todo lo deprisa que podía sin resbalar y caer en el fango. Someryn nunca golpeaba a nadie y jamás levantaba la voz. Si había hecho ambas cosas, más valía alejarse de ella cuanto antes. Sumisa y obedientemente.
El orgullo la instaba a mantener una actitud de fría rebeldía, una tranquila negativa a doblegarse, pero el sentido común le advertía que si lo hacía se encontraría vigilada el doble que ahora. Los Shaido tomarían a los gai’shain de las tierras húmedas como animales domésticos, pero no eran ciegos del todo. Tenían que pensar que había aceptado la cautividad como algo inexorable si quería tener una oportunidad de escapar, y eso no se le iba de la cabeza. Cuanto antes, mejor. Desde luego, antes de que Perrin los alcanzara. En ningún momento había dudado que Perrin los seguía, que la encontraría de un modo u otro —¡ese hombre cruzaría a través de un muro si se le metía en la cabeza!—, pero tenía que escapar antes. Era hija de un soldado. Sabía el número del contingente Aiel, sabía los efectivos con los que Perrin contaba, así que tenía que llegar hasta él antes de que hubiese un choque de fuerzas. Había el pequeño detalle de escapar de los Aiel, primero.
¿Qué habrían estado mirando las Sabias? ¿Las Aes Sedai o las Sabias que viajaban con Perrin? ¡Luz, esperaba que no, aún no! Pero había otras cosas que tenían prioridad, y la colada no era la menos importante. Cargó el cesto hasta lo que quedaba de la ciudad de Malden, caminando entre el constante flujo de gai’shain. Los que venían de la ciudad llevaban dos pesados cubos equilibrados en los extremos de un palo echado sobre los hombros, en tanto que los que transportaban los que iban hacia las casas se mecían, vacíos, en los palos. Con tanta gente en el campamento se necesitaba muchísima agua, y así era como les llegaba, cubo a cubo. Era fácil distinguir a los gai’shain que habían sido habitantes de Malden. En una región tan al norte de Altara su tez era clara más que olivácea, y algunos incluso tenían los ojos azules, pero todos caminaban a trompicones, como aturdidos. El asalto de los Shaido, trepando por las murallas de noche, había superado las defensas antes de que la mayoría de los vecinos tuvieran la menor idea de que estaban en peligro, y todavía parecían incapaces de creer en qué se había convertido su vida.
Sin embargo, Faile buscó un rostro en particular, alguien que esperaba que ese día no estuviera transportando agua. La había buscado desde que los Shaido habían acampado allí, hacía cuatro días. La vio junto a las puertas de la muralla, que permanecían abiertas contra los muros de granito. Era una mujer de blanco, más alta que ella, y cargaba un cesto plano con pan apoyado en la cadera, y la capucha retirada lo suficiente para que se viera un poco de cabello rojo oscuro. Chiad parecía estar estudiando las puertas reforzadas con hierro que no habían servido para proteger Malden, pero les dio la espalda tan pronto como Faile se acercó. Hicieron un alto la una junto a la otra, sin mirarse, mientras fingían acomodar mejor los respectivos cestos. No había razón para que dos gai’shain no hablaran entre ellas, pero nadie debía recordar que las habían capturado juntas. A Bain y Chiad no las vigilaban tan estrechamente como a los gai’shain que trabajaban para Sevanna, pero eso podía cambiar si alguien recordaba aquel detalle. Casi todos los que había a la vista eran gai’shain, y además provenientes del oeste de la Pared del Dragón, pero eran muchos los que habían aprendido a ganarse el favor informando de rumores y cosas que se contaban. La mayoría de la gente hacía lo que fuera necesario para sobrevivir, y algunos siempre intentaban barrer para adentro, en cualquier circunstancia.
—Se marcharon la primera noche que pasamos aquí —murmuró Chiad—. Bain y yo las condujimos hasta los árboles y borramos el rastro al regresar. Nadie parece haber reparado en su ausencia, hasta donde sé yo. Con tantos gai’shain es un milagro que estos Shaido se den cuenta de que alguien escapa.
Faile soltó un leve suspiro de alivio. Habían pasado tres días. Los Shaido sí se daban cuenta de los fugitivos. Pocos conseguían disfrutar de más de un día de libertad, pero las posibilidades de tener éxito aumentaban con cada jornada que transcurría sin ser capturado, y parecía seguro que los Shaido se pondrían en marcha al día siguiente o al otro. No se habían parado tanto tiempo como en esta ocasión desde que la habían capturado a ella. Sospechaba que quizás intentaban regresar a la Pared del Dragón y cruzar de nuevo al Yermo.
No había sido fácil convencer a Lacile y Arrela de que se marcharan sin ella. Lo que las convenció finalmente había sido el argumento de que podían informar a Perrin dónde