era tan fría como acero en invierno y no detectaba ni el menor asomo de la desesperanza que antes había amenazado con ahogarlo. Había diez mil algai’d’siswai en el campamento y quinientas mujeres que encauzaban —Gallenne sí que sabía; prepárate para lo peor y todas las sorpresas serán agradables—, quinientas mujeres que no vacilarían en utilizar el Poder como arma, y localizar a Faile era como encontrar un copo en una pradera cubierta de nieve. Pero, cuando se acumulaban tantas cosas, simplemente no tenía sentido desesperarse. Había que tomarse las cosas en serio y aguantar, o uno se hundía bajo el peso. Además, ahora podía ver el rompecabezas. Nat Torfinn había insistido siempre en que cualquier rompecabezas se podía resolver una vez que se descubría dónde empujar y de dónde tirar.
Hacia el norte y hacia el sur se había desbrozado la tierra un trecho mayor más allá de la ciudad que del lado de la elevación donde se encontraba él. Granjas desperdigadas, de las que no salía humo de la chimenea, salpicaban el paisaje, y las cercas delimitaban los campos cubiertos de nieve, pero hasta un puñado de hombres intentando acercarse desde cualquier dirección destacaría tanto que daría lo mismo si se anunciaban con toques de trompeta, ondeaban banderas y llevaban encendidas antorchas. Parecía haber una calzada que conducía, más o menos, hacia el sur a través de las granjas, y otra hacia el norte. Probablemente no le serviría de nada, pero nunca se sabía. Quizá Jondyn traería alguna información sobre la ciudad, aunque no se le ocurría de qué podía servir eso encontrándose la población en medio del campamento Shaido. Gaul y las Doncellas, que circunvalaban el perímetro, podrían decirle lo que había al otro lado de la siguiente cumbre. La ensillada en aquella elevación tenía el aspecto de una calzada que iba hacia el este. Curiosamente, había un grupo de molinos de viento a poco más de un kilómetro al norte de la ensillada, con las largas aspas blancas girando lentamente, y parecía haber otros en lo alto del monte que había a continuación. Una hilera de arcos, como los de un largo y estrecho puente, se extendía ladera abajo desde los molinos más cercanos hasta las murallas de la ciudad.
—¿Sabe alguien qué es eso? —preguntó mientras señalaba. Examinarlo a través del visor de lentes no le revelaba nada salvo que parecía construido con la misma piedra gris de las murallas. Era demasiado estrecho para ser un puente. No tenía antepechos y no parecía que hubiera nada que precisara cruzarse por un puente.
—Es para llevar agua —contestó Sulin—. Se extiende unos ocho kilómetros, hasta un lago. No sé por qué no construyeron su ciudad más cerca, pero la mayor parte del terreno que rodea el lago da la impresión de que será barro en cuanto pase el frío. —Ya no se trabucaba con palabras desconocidas para los Aiel, como «barro», aunque todavía quedaba un dejo de pasmo en «lago», en la idea de tanta agua junta en un sitio—. ¿Estás pensando en cortarles el suministro de agua? Eso los haría salir, sin duda. —Sulin conocía bien la lucha por el precioso líquido. La mayoría de los enfrentamientos en el Yermo empezaban por el agua—. Pero no creo que…
El remolino de colores estalló en la cabeza de Perrin; fue una explosión de tonalidades tan fuerte que hizo desaparecer visión y oído. Salvo la capacidad de ver los colores, por supuesto. Eran una vasta oleada, como si todas las veces que los había apartado a la fuerza de su cabeza hubieran construido una presa que ahora reventaba por el empuje imparable del torrente silencioso, girando en mudos remolinos que intentaban arrastrarlo al fondo. Una imagen se aglutinó en el centro de la vorágine, Rand y Nynaeve sentados en el suelo, enfrente el uno del otro, tan claro como si se encontraran ante él. No tenía tiempo para Rand ahora. ¡Ahora no! Abriéndose camino a manotazos entre los colores como haría un hombre que se está ahogando para salir a la superficie, los obligó a salir de su cabeza.
La vista y el oído, el mundo en derredor, reaparecieron con un violento choque, casi aplastándolo.
—… es una locura —decía Grady con un timbre preocupado—. ¡Nadie puede manejar suficiente Saidin para que pueda percibirlo tan lejos! ¡Nadie!
—Tampoco nadie puede manejar tanto Saidar, pero alguien lo está haciendo —murmuró Marline.
—¿Los Renegados? —La voz de Annoura tembló—. Los Renegados utilizando algún sa’angreal que no conocemos. O… O el propio Oscuro.
Los tres oteaban fijamente hacia el noroeste, y si Marline parecía más tranquila que Annoura o Grady, olía tan asustada y preocupada como ellos. A excepción de Elyas, los demás observaban a los tres con la expresión de quien espera el anuncio de que había empezado un nuevo Desmembramiento del Mundo. El semblante de Elyas denotaba resignación. Un lobo lanzaría mordiscos a un desprendimiento que lo arrastrara a la muerte, pero también sabía que la muerte llegaba antes o después y no se la podía combatir.
—Es Rand —murmuró Perrin con voz sorda. Se estremeció ante el nuevo embate de colores que intentaban regresar, pero los aplastó—. Esto es cosa de él. Se encargará de ello, sea lo que sea. —Todo el mundo lo miraba ahora de hito en hito, incluso Elyas—. Necesito prisioneros, Sulin. Por fuerza han de salir partidas de caza. Elyas dice que tienen centinelas a varios kilómetros, pequeños grupos. ¿Podéis conseguirme prisioneros?
—Escúchame atentamente —intervino Annoura, que habló con precipitación. Se incorporó en la nieve lo suficiente para alargar el brazo por encima de Marline y agarrar la capa de Perrin—. ¡Algo está ocurriendo, quizá maravilloso, quizás horrible, pero en cualquier caso trascendental, más que ninguna otra cosa recogida en la historia conocida! ¡Tenemos que saber qué! Grady puede llevarnos allí, lo bastante cerca para verlo. Yo podría trasladarnos si conociera el tejido. ¡Hemos de saberlo!
Perrin sostuvo su mirada, alzó la mano y la mujer enmudeció, abierta la boca. No era fácil que una Aes Sedai se callara, pero Annoura lo hizo.
—Os he dicho lo que es. Nuestra tarea está justo ahí abajo, delante de nosotros. Sulin…
Sulin giró la cabeza alternativamente hacia él, a la Aes Sedai, a Marline. Finalmente se encogió de hombros.
—Descubrirás pocas cosas útiles si los sometes a interrogatorio. Abrazarán el dolor y se reirán de ti. Y la vergüenza será un proceso lento… si es que a esos Shaido todavía se los puede hacer avergonzar.
—Lo que quiera que descubra será más de lo que sé ahora —replicó.
Su tarea estaba ante él. Un rompecabezas que resolver, liberar a Faile y destruir a los Shaido. Eso era lo único que importaba. Por encima de todo.
9. Trampas
—Y se quejó de nuevo de que las otras Sabias son tímidas —concluyó Faile en un tono sumiso mientras acomodaba mejor el cesto alto que portaba sobre un hombro y cargaba alternativamente el peso en uno y otro pie sobre la embarrada nieve. El cesto no pesaba mucho aunque iba repleto de ropa sucia, y su túnica blanca era de paño grueso y cálido, además de llevar debajo dos camisolas, pero las botas de suave cuero, decoloradas para que quedaran blancas también, apenas protegían de la fría nieve derretida—. Se me ordenó que informara lo que la Sabia Sevanna decía exactamente —se apresuró a añadir. Someryn era una de las «otras» Sabias, y su boca se había curvado hacia abajo al oír la palabra «tímidas».
Con los ojos bajos, era lo único que Faile alcanzaba a ver del rostro de Someryn. A los gai’shain se les exigía mantener una actitud humilde, sobre todo si no eran Aiel, y aunque miró hacia arriba a través de las pestañas para atisbar la expresión de la Sabia, la otra mujer era más alta que muchos hombres, aun que los Aiel; una gigantona de cabello amarillo que la superaba mucho en estatura. Lo que veía principalmente era el enorme busto de Someryn, con el inicio de los senos expuesto al llevar los lazos de la blusa sueltos hasta la mitad de la pechera, aunque en parte se lo cubría la ingente colección de collares cuajados de gotas de fuego, esmeraldas, rubíes y ópalos, tres hilos de gruesas perlas de longitud escalonada y cadenas de oro de intrincado diseño. A la mayoría de las Sabias parecía caerles mal Sevanna, que «hablaba en nombre del jefe» hasta que se eligiera a un nuevo jefe de clan, un suceso que no era probable que tuviese lugar pronto, e intentaban debilitar su autoridad cuando no peleaban entre ellas o formaban camarillas, pero muchas compartían con Sevanna su gusto por las joyas de las tierras húmedas y algunas incluso habían empezado a llevar anillos, como ella. Someryn lucía en la mano derecha un enorme ópalo que emitía destellos rojizos cada vez que la mujer se ajustaba el chal, y en la izquierda un gran zafiro rodeado de rubíes. Sin embargo no había adoptado las ropas de seda. Llevaba una blusa de sencillo algode blanco, del Yermo, y la falda y el chal eran de grueso paño tan oscuro como el pañuelo doblado que le ceñía las sienes para apartarse de la cara el rubio cabello, largo hasta la cintura. El frío no parecía incomodarla lo más mínimo.
Ambas se encontraban justo detrás de lo que Faile creía que era el límite entre el campamento Shaido y el de los gai’shain —el de los prisioneros—, aunque en realidad no había dos campamentos. Unos cuantos gai’shain dormían entre los Shaido, pero a los demás los mantenían en el centro de las tiendas a menos que estuvieran haciendo algún trabajo asignado, lejos del acicate de la libertad, cual ganado cercado por un muro de Shaido. Casi todos los hombres y mujeres que pasaban junto a ellas llevaban las ropas blancas de gai’shain, aunque pocas tan finamente tejidas como las que cubrían a Faile. Habiendo tantos a los que vestir, los Shaido arramblaban con cualquier tela blanca que encontraban, de modo que algunos se envolvían en capas de tosco lino o de felpa o incluso de la áspera tela para tiendas, y muchos de los ropajes estaban manchados con barro u hollín. Sólo de vez en cuando uno de los gai’shain tenía la estatura y los ojos claros de un Aiel. La vasta mayoría eran amadicienses de tez rubicunda, altaraneses de piel olivácea y pálidos cairhieninos, junto con algún que otro mercader de Illian o Tarabon o cualquier otra procedencia que habían tenido la mala fortuna de encontrarse en el peor lugar en el peor momento. Los cairhieninos eran los que llevaban más tiempo prisioneros y estaban más resignados a su situación, aparte del puñado de Aiel vestidos de blanco, pero todos mantenían los ojos bajos e iban a ocuparse de sus tareas todo lo deprisa que les permitía la nieve y el barro. De los gai’shain se esperaba humildad y obediencia, así como entusiasmo en adoptar ambas. Todo lo que fuera menos tenía por resultado recordatorios dolorosos.
A Faile le habría gustado apresurarse también. Lo de los pies fríos sólo era una pequeña parte de ese deseo; y menos aún lo eran las ganas de lavar la ropa de Sevanna. Demasiados ojos podían verla plantada allí, a la vista de todos, con Someryn; y, a pesar de que la profunda capucha le tapaba la cara, el ancho cinturón de brillantes cadenas doradas que le ceñía la cintura, así como el corto collar a juego, la señalaban como uno de los sirvientes de