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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 51
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abetos, así como grupos de otras especies que estaban deshojadas y tenían el color ceniciento del invierno, y el terreno, no más empinado que las Colinas de Arena de casa aunque más rocoso, no presentaba problemas para Dannil y los otros hombres de Dos Ríos, que subieron el repecho con las flechas encajadas en los arcos, vigilantes, casi tan silenciosos como el vaho exhalado al respirar. Aram, habituado también a los bosques, permaneció cerca de Perrin con la espada desenvainada. En una ocasión empezó a abrirse camino por una maraña de gruesas enredaderas a golpe de espada hasta que Perrin lo detuvo poniendo la mano en su brazo, pero aun así apenas hacía más ruido que él al caminar sobre la quebradiza costra de nieve. No le sorprendió ver que Marline se movía entre los árboles como si hubiese crecido en un bosque en lugar del Yermo de Aiel, donde cualquier cosa que pudiera denominarse árbol apenas existía y no se conocía la nieve, aunque habría sido de esperar que todos sus collares y brazaletes metieran algo de ruido al mecerse. Por su parte, Annoura trepaba casi con tan poco esfuerzo como la Aiel, peleando algo con la falda pero evitando ágilmente las afiladas espinas de las uñas de gato secas y las enredaderas sarmentosas. Las Aes Sedai solían encontrar el modo de sorprenderte con algo. También se las arreglaba para no quitar ojo a Grady, aunque el Asha’man parecía centrado en mirar dónde ponía los pies para caminar. A veces suspiraba sonoramente y se detenía un momento mientras alzaba la vista, ceñudo, hacia la cima, pero de algún modo conseguía no quedarse retrasado. Gallenne y Arganda no eran hombres jóvenes ni estaban acostumbrados a caminar cuando podían ir a caballo, de modo que empezaron a jadear a medida que ascendían y a veces se detenían de árbol en árbol, pero iban tan pendientes el uno del otro como del terreno en el que pisaban, reacios a dejar que el otro lo superara. Los cuatro lanceros ghealdanos, por otro lado, se resbalaban, tropezaban con las raíces ocultas bajo la nieve, se enganchaban las vainas de las espadas en las matas y mascullaban maldiciones cuando caían sobre piedras o las espinas los pinchaban. Perrin empezó a plantearse la idea de ordenarles volver para que esperaran con los caballos. Y también de atizarles en la cabeza y dejarlos allí para recogerlos cuando regresaran.

De pronto aparecieron dos Aiel de entre el sotomonte, delante de Elyas, con los negros velos tapándoles la cara hasta los ojos, las blancas capas echadas a la espalda y las lanzas y las adargas en las manos. Eran Doncellas Lanceras a juzgar por su estatura, aunque no por ello menos peligrosas que cualesquiera otros algai’d’siswai, y, en un visto y no visto, las cuerdas de nueve arcos largos se habían tensado y las flechas le apuntaban al corazón.

—Podrías acabar herida así, Tuandha —masculló Elyas—. Sulin, deberías saberlo ya.

Perrin indicó con un ademán a los hombres de Dos Ríos que bajaran los arcos y a Aram que hiciera otro tanto con su espada. Al igual que Elyas, había captado los efluvios de las dos mujeres antes de que salieran de su escondrijo. Las Doncellas Lanceras intercambiaron una mirada estupefacta, pero se quitaron el velo y lo dejaron colgado sobre el pecho.

—Tienes buena vista, Elyas Machera —dijo Sulin. Nervuda y con la tez curtida, cruzada la mejilla por una cicatriz, tenía unos ojos de color azul tan penetrantes que podían traspasar como punzones. Pero ahora todavía reflejaban sorpresa. Tuandha era más alta y más joven, y se la podría haber considerado bonita de no ser por la falta del ojo derecho y la cicatriz que iba desde la barbilla hasta perderse debajo del shoufa. Le tiraba de la boca de modo que parecía esbozar una sonrisa, pero ésa era la única sonrisa que podía esperarse de ella.

—Vuestras chaquetas son diferentes —dijo Perrin. Tuandha se miró ceñuda la suya, toda gris, verde y marrón, y después la de Sulin, exactamente igual—. Vuestras capas también. —Elyas tenía que estar cansado para cometer tal desliz—. No se han puesto en movimiento, ¿verdad?

—No, Perrin Aybara —respondió Sulin—. Los Shaido parecen preparados para quedarse en un sitio durante un tiempo. Anoche obligaron a la gente a salir de la ciudad y dirigirse hacia el norte. A los que dejaron marchar. —Sacudió ligeramente la cabeza, todavía perturbada por el hecho de que los Shaido obligaran a personas que no seguían el ji’e’toh a convertirse en gai’shain—. Tus amigos, Jondyn Barran, Get Ayliah y Hu Marwin, fueron tras esa gente para ver si podían enterarse de algo. Nuestras hermanas de lanza y Gaul están circunvalando el campamento otra vez. Nosotras nos quedamos aquí esperando a que Elyas Machera regresara contigo. —Rara vez su voz denotaba emoción y ahora no tenía la más mínima, pero olía a tristeza—. Ven, te lo enseñaré.

Las dos Doncellas dieron media vuelta y empezaron a subir hacia la cresta; Perrin se apresuró a ir tras ellas, olvidándose de todos los demás. A corta distancia de la cima, se agacharon para después ponerse a gatas y él las imitó, y se arrastraron los últimos metros sobre la nieve; en lo alto del monte escudriñó más allá de un árbol que coronaba la cima. Allí acababa el bosque, que daba paso a arbustos dispersos y retoños de árbol aislados, ladera abajo. Estaba a bastante altura para ver varias leguas de terreno montuoso y lomas peladas de árboles hasta un punto donde la oscura banda del bosque comenzaba otra vez. Podía ver todo lo que quería ver y mucho menos de lo que necesitaba.

Había intentado imaginarse el campamento Shaido por la descripción de Elyas, pero la realidad superaba con creces lo imaginado. A poco menos de un kilómetro más abajo se divisaba un cúmulo de tiendas Aiel y de cualquier otra clase, y montones de carretas, carros, gente y caballos. Se extendía sus casi dos buenos kilómetros en todas direcciones desde las paredes de piedra gris de una ciudad hasta mitad de camino a la siguiente elevación. Sabía que al otro lado debía de ser igual. No era una ciudad grande, como Caemlyn o Tar Valon —unos trescientos metros a lo largo del lado que alcanzaba a ver y más estrecha en los otros, aparentemente—, pero aun así era una ciudad con altas murallas y torres y lo que parecía una fortaleza en el extremo más septentrional. Con todo, el campamento Shaido la engullía entera. Faile se encontraba en alguna parte de aquel enorme mar de gente.

Sacó a tientas el visor de lentes de su bolsillo y en el último momento recordó proteger el extremo del tubo con la mano. El sol era un orbe dorado casi encima de él, poco más o menos a medio camino de su cenit. Un reflejo casual de las lentes podía echarlo todo a perder. Grupos de gente parecieron aproximarse de golpe en el visor, claros los rasgos, al menos a su vista. Mujeres de cabello largo con oscuros chales sobre los hombros, adornadas con docenas de collares; otras con menos collares ordeñando cabras; otras vestidas con cadin’sor, a veces llevando lanzas y cubos; otras atisbando desde las profundas capuchas de las gruesas vestimentas blancas mientras avanzaban presurosas por la nieve, casi convertida en barro al pisotearla. Había hombres y niños también, pero su mirada pasó rápidamente sobre ellos, anhelante, sin prestarles atención. Miles y miles de mujeres, contando sólo las que vestían de blanco.

—Demasiadas —susurró Marline, y Perrin bajó el visor para asestarle una mirada furiosa.

Los demás se habían reunido con las Doncellas y con él, todos tumbados en una fila sobre la nieve a lo largo del borde de la cresta. Los hombres de Dos Ríos se esforzaban para evitar que las cuerdas de los arcos tocaran la nieve sin levantar los arcos por encima de la línea de la cresta. Arganda y Gallenne usaban sus propios visores para estudiar el campamento allá abajo, y Grady observaba atentamente ladera abajo con la barbilla apoyada en las manos, tan concentrado como los dos soldados. Quizás estaba utilizando el Poder de algún modo. Asimismo, Marline y Annoura observaban fijamente el campamento, la Aes Sedai lamiéndose los labios y la Sabia fruncido el entrecejo. Perrin no creía que Marline hubiese tenido intención de hablar en voz alta.

—Si crees que me voy a retirar sólo porque haya más Shaido de lo que esperaba —empezó acaloradamente, pero ella lo atajó sosteniendo su mirada furibunda con otra impasible.

—Hay demasiadas Sabias, Perrin Aybara. Allí donde mire veo a una mujer encauzando. Sólo un momento aquí, otro momento allí, ya que las Sabias no encauzan todo el tiempo, pero están doquiera que mire. Demasiadas para que sean las Sabias de diez septiares.

Perrin inhaló hondo.

—¿Cuántas crees que hay? —preguntó.

—Creo que quizá todas las Sabias Shaido están ahí abajo —repuso Marline, tan tranquila como si estuviese hablando del precio de la cebada—. Todas las que pueden encauzar.

¿Todas ellas? ¡Eso no tenía sentido! ¿Cómo podían estar agrupadas todas allí, cuando parecía que los Shaido se encontraban dispersos por todas partes? Al menos, había oído historias de lo que tenían que ser ataques Shaido por todo Ghealdan y Amadicia, historias de asaltos y saqueos allí, en Altara, mucho antes de que raptaran a Faile y rumores de lugares aún más lejanos. ¿Por qué iban a estar todas juntas? Si los Shaido se proponían reunirse allí, el clan al completo… No, tenía que limitarse a lo que eran hechos probados. Y era más que de sobra.

—¿Cuántas? —preguntó de nuevo en un tono razonable.

—No me gruñas, Perrin Aybara. No sé exactamente cuántas Sabias Shaido siguen con vida. Hasta las Sabias mueren de enfermedades, mordeduras de serpientes, accidentes. Algunas perecieron en los pozos de Dumai. Encontramos cadáveres que dejaron abandonados, y debieron llevarse todos los que pudieron para darles sepultura adecuadamente. Ni siquiera los Shaido pueden haber abandonado todas las costumbres. Si todas las que siguen vivas se encuentran ahí abajo, así como las aprendizas que pueden encauzar, entonces calculo que unas cuatrocientas. Quizá más, pero sin llegar a las quinientas. Eran menos de quinientas las Sabias Shaido que encauzaban antes de que cruzáramos la Pared del Dragón, y tal vez unas cincuenta aprendizas. —La mayoría de los granjeros habrían mostrado más emoción hablando de la cebada.

Todavía observando el campamento Shaido, Annoura emitió un sonido ahogado, casi un sollozo.

—¿Quinientas? ¡Luz! ¿La mitad de la Torre con un único clan? ¡Oh, Luz!

—Podemos colarnos a hurtadillas por la noche —murmuró Dannil, al final de la hilera de hombres—, como hicisteis en el campamento de los Capas Blancas, allá en casa.

Elyas soltó un gruñido que podría significar cualquier cosa pero que no sonaba esperanzado. Sulin resopló con desdén.

—Nosotras no hemos podido entrar a hurtadillas en ese campamento. No sin tener una posibilidad real de salir de él. Os tendrían atados como a una cabra para el asador antes de que hubieseis pasado las primeras tiendas.

Perrin asintió lentamente. Había pensado introducirse al abrigo de la oscuridad y escamotear a Faile de algún modo. Y a las otras, claro. Ella no se marcharía sin las demás. Sin embargo, nunca había creído realmente que daría resultado; no con los Aiel, y el tamaño del campamento había apagado el último rayo de esperanza. Podría deambular durante días entre tanta gente sin encontrarla.

De repente se dio cuenta de que ya no tenía que reprimir la desesperación. La ira seguía allí, pero ahora

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