levantar aquella piedra marcada con las huellas de los Sabuesos de la Sombra. Tendría que dejar las preguntas a Berelain.
El hombre que dirigía a los lanceros azuzó de repente su caballo. Era un tipo bajo, de constitución compacta, que llevaba un peto plateado y un yelmo con visera de barras y adornado con tres plumas blancas. Gerard Arganda era un hombre duro, un soldado que había ascendido desde abajo, contra todo pronóstico, hasta convertirse en primer capitán de la escolta de Alliandre. No le caía bien Perrin, que había conducido a su soberana hacia el sur sin una buena razón y con ello había ocasionado que la raptaran, pero Perrin suponía que se detendría y presentaría sus respetos a Berelain o que conferenciaría con Gallenne. Arganda sentía mucho respeto por Gallenne y a menudo pasaba ratos con él, fumando ambos sus pipas. Sin embargo, el ruano pasó volando ante Perrin y los demás, mientras Arganda clavaba los talones en los flancos del animal en un intento de que aumentara la velocidad del galope. Cuando Perrin vio hacia dónde se dirigía el hombre, comprendió. Un único jinete a lomos de un animal de pelaje grisáceo se aproximaba desde el este a un paso regular, y a su lado un Aiel avanzaba sobre raquetas de nieve.
8. Remolinos de color
Perrin no se dio cuenta de que se había movido hasta que se encontró inclinado sobre el cuello de Brioso siguiendo a Arganda como un rayo. La nieve no era menos profunda ni el terreno menos accidentado ni la luz mejor, pero Brioso corría entre las sombras, reacio a dejar que el ruano siguiera a la cabeza, y Perrin lo azuzó para que galopara más deprisa. El jinete que se acercaba era Elyas, con la barba extendida sobre el pecho, un sombrero de ala ancha arrojando sombras sobre su rostro y la capa forrada de piel colgando sobre su espalda. El Aiel era una de las Doncellas, con el oscuro shoufa envuelto en la cabeza y la capa blanca que utilizaban para camuflarse en la nieve echada sobre la chaqueta y los pantalones, de tonalidades grises, pardas y verdes. Elyas y una de las Doncellas, sin los demás, significaba que habían encontrado a Faile. Tenía que ser eso.
Arganda llevaba su caballo sin importarle si el ruano se rompía el cuello o hacía que se lo rompiese él, saltando las afloraciones rocosas, atravesando la nieve casi a galope tendido, levantando surtidores de polvo blanco, pero Brioso lo alcanzó justo cuando llegaba ante Elyas y demandaba con voz dura:
—¿Viste a la reina, Machera? ¿Está viva? ¡Contéstame, hombre!
La Doncella, Elienda, inexpresivo el rostro tostado por el sol, alzó una mano hacia Perrin. Podría haber sido en un saludo o en un gesto de compasión, pero no interrumpió su rítmico paso deslizante. Estando Elyas para informarle a él, ella haría lo propio con las Sabias.
—¿La habéis encontrado? —De repente a Perrin se le había quedado la garganta seca como arena. ¡Llevaba tanto tiempo esperando esto! Arganda enseñó los dientes en un sordo gruñido tras las barras de la visera, consciente de que Perrin no preguntaba por Alliandre.
—Hemos encontrado a los Shaido a los que hemos estado siguiendo —respondió cautelosamente Elyas, las dos manos apoyadas en la perilla de la silla. Incluso a él, el legendario Diente Largo que había vivido y corrido con los lobos, se le notaba el esfuerzo de demasiados kilómetros e insuficientes horas de sueño. El agotamiento se advertía en la flojedad de toda la cara, resaltado por el brillo amarillo dorado de sus ojos bajo el ala del sombrero. Las canas surcaban la espesa barba y el cabello, largo hasta la cintura y atado en la nuca con un cordón de cuero, y, por primera vez desde que lo conocía, a Perrin le pareció viejo—. Están acampados alrededor de una ciudad de buen tamaño que han tomado, en un terreno montuoso, a unos sesenta kilómetros de aquí. No tienen centinelas en las inmediaciones y los que hay a una distancia mayor parecen estar más pendientes de posibles intentos de huida de prisioneros que de cualquier otra cosa, de modo que pudimos acercarnos lo suficiente para echar una buena ojeada. Sin embargo, Perrin, hay más de los que pensábamos. Al menos nueve o diez septiares, según las Doncellas. Contando los gai’shain… o la gente vestida de blanco, en cualquier caso, podría haber tantas personas en ese campamento como en Mayene o Ebou Dar. No sé cuántos serán guerreros, pero diez mil podría ser un cálculo por lo bajo, a juzgar por lo que he visto.
Unos nudos de desesperación estrujaron y retorcieron el estómago a Perrin. La boca se le quedó tan seca que no habría sido capaz de hablar ni aunque Faile hubiese aparecido milagrosamente ante él. Diez mil algai’d’siswai —e incluso tejedores, herreros y hombres mayores que pasaban los días recordando viejos tiempos sentados a la sombra— asirían una lanza si los atacaban. Él contaba con menos de dos mil lanceros, que se verían superados en un enfrentamiento contra un número igual de Aiel. Había menos de trescientos hombres de Dos Ríos capaces de causar estragos a distancia con sus arcos, pero no de parar a diez mil. Tan ingente cantidad de Shaido haría trizas a la chusma asesina de Masema con la facilidad con que un gato acabaría con un nido de ratones. Aun contando con los Asha’man y las Aes Sedai… Edarra y las otras Sabias no eran precisamente generosas en lo que le contaban sobre las Sabias, pero sabía que en diez septiares podría haber cincuenta mujeres encauzadoras, tal vez más. Quizá menos también —no había un número específico establecido— pero aun así daría lo mismo.
Con gran esfuerzo ahogó la desesperación que lo estaba invadiendo, la estrujó hasta que sólo quedaron filamentos convulsos que consumió su rabia abrasadora. La desesperación no tenía cabida en un martillo. Ya fueran diez septiares o todo el clan Shaido, seguían teniendo a Faile y tenía que encontrar un modo de quitársela.
—¿Qué importa cuántos son? —demandó Aram—. Cuando los trollocs atacaron Dos Ríos eran millares, decenas de millares, pero los matamos de todas formas. Los Shaido no pueden ser peores que los trollocs.
Perrin parpadeó, sorprendido de encontrar al joven detrás de él, por no mencionar a Berelain, Gallenne y las Aes Sedai. En su precipitación por llegar hasta Elyas había olvidado todo lo demás. Visibles vagamente entre los árboles, los hombres que Arganda había llevado para enfrentarse a Masema seguían más o menos alineados en dos hileras, pero la escolta de Berelain había formado un amplio anillo centrado en Elyas y mirando hacia el exterior. Las Sabias se encontraban fuera del círculo escuchando el informe de Elienda con semblantes graves. La Doncella hablaba en quedos murmullos y de vez en cuando sacudía la cabeza. Su opinión sobre la situación no era más optimista que la de Elyas. Perrin se dio cuenta de que debía de haber perdido el cesto en su alocada carrera, ya que ahora colgaba de la silla de Berelain. En el rostro de la Principal había una expresión de… ¿podía ser compasión? ¡Así la Luz lo abrasara, estaba demasiado cansado para razonar con claridad! Su siguiente error podía ser el último; para Faile.
—Según tengo entendido, gitano —adujo en tono comedido Elyas—, fueron los trollocs los que arremetieron contra vosotros en Dos Ríos y os las arreglasteis para cogerlos en una maniobra de pinza. ¿Tienes algún fabuloso plan para coger a los Shaido en otra pinza?
Aram le asestó una mirada furibunda y resentida. Elyas lo había conocido antes de que asiera una espada y a Aram no le gustaba que le recordaran aquellos tiempos, a pesar de sus ropas chillonas.
—Sean diez septiares o cincuenta —gruñó Arganda—, tiene que haber algún modo de liberar a la reina. Y a las demás también, por supuesto. Y a las demás. —Su semblante endurecido mostraba un ceño de cólera, pero sin embargo olía a desesperación, a zorro dispuesto a cortarse la pata de un mordisco para escapar del cepo—. ¿Aceptarían…? ¿Aceptarían un rescate? —El ghealdano miró en derredor hasta que localizó a Marline, que se acercaba cruzando entre la Guardia Alada. La Sabia se las ingeniaba para caminar a un paso regular y firme a pesar de la nieve, sin el menor tambaleo. Ni a las otras Sabias ni a Elienda se las veía ya entre los árboles—. ¿Esos Shaido aceptarían un rescate… Sabia? —El título sonó como una ocurrencia de último momento. Ya no creía que los Aiel que iban con ellos tuvieran que ver con el rapto, pero sus prejuicios contra los Aiel seguían presentes.
—No lo sé. —Marline no pareció advertir su tono. Con los brazos cruzados sobre el pecho, miraba a Perrin en lugar de a Arganda. Era una de esas miradas con las que una mujer sopesaba y medía a un hombre hasta ser capaz de cortarle y hacerle un traje completo o decirle cuándo era la última vez que se había cambiado de ropa interior. Lo habría hecho sentirse incómodo otrora, cuando tenía tiempo para esas cosas. No había ofrecimiento de consejo en su tono cuando volvió a hablar, sino una mera exposición de hechos. Incluso era posible que fuera su propósito—. Vuestra práctica en las tierras húmedas de pagar rescate va contra nuestras costumbres. Los gai’shain se pueden regalar o cambiar por otros gai’shain, pero no son animales para ponerlos en venta. Sin embargo, al parecer los Shaido ya no siguen el ji’e’toh. Hacen gai’shain a gentes de las tierras húmedas y lo toman todo en lugar de sólo el quinto. Tal vez pongan un precio.
—Mis joyas están a tu disposición, Perrin —intervino Berelain con voz serena y gesto firme—. Si es preciso, Grady o Neald pueden traer más de Mayene. Y también oro.
Gallenne carraspeó.
—Los altaraneses están acostumbrados a los maleantes, milady, nobles vecinos y bandidos por igual —dijo lentamente mientras sacudía las riendas sobre la palma de la mano. Aunque reacio a llevar la contraria a Berelain, saltaba a la vista que estaba decidido a hacerlo—. No existe ley en esta zona tan lejana de Ebou Dar, excepto la impuesta por el señor o la señora del lugar. Nobles o plebeyos, están acostumbrados a pagar a cualquiera que no puedan combatir, y enseguida distinguen cuándo es posible y cuándo no. Es del todo ilógico que ninguno de ellos haya intentado comprar su seguridad, y no obstante sólo hemos visto un rastro de ruinas por donde han pasado los Shaido, sólo hemos oído hablar de pillaje sin freno. Es posible que acepten una oferta de rescate, e incluso que lo tomen, pero ¿se puede confiar en que den algo a cambio? El solo hecho de hacer la oferta nos privaría de nuestra única y verdadera ventaja, que es el hecho de que ignoran que nos encontramos aquí. —Annoura sacudió levemente la cabeza; fue un gesto mínimo, pero Gallenne lo vio y frunció el ceño—. ¿Discrepáis, Annoura Sedai? —preguntó con cortesía. Y con un dejo de sorpresa. A veces la Gris era incluso tímida, especialmente para ser una hermana, pero nunca vacilaba en expresar su opinión cuando estaba en desacuerdo con un consejo dado a Berelain.
Sin embargo, en esta ocasión Annoura vaciló y lo disimuló ajustándose la capa y arreglando los pliegues de la tela con cuidado; las Aes Sedai podían aislarse del frío o del calor cuando querían, sin que las afectara la temperatura cuando todo el mundo a su alrededor estaría