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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 47
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habían comprometido a esos hombres a combatir la Sombra a lo largo de la Llaga. Nengar y Bartu llevaban una espada sujeta a la espalda y otra colgada en el arzón de la silla, y Bartu, que era el más bajo de los tres, tenía el estuche de un arco de caballería y una aljaba atados también a la silla. Que se viera al menos, Masema iba desarmado. El Profeta del lord Dragón Renacido no necesitaba ninguna arma. Perrin se alegró al comprobar que Gallenne vigilaba a los hombres que Masema había dejado atrás, ya que había algo en Masema que atraía la mirada. Quizá sólo se debiera a saber quién era, pero eso bastaba y sobraba.

Masema detuvo a su larguirucho alazán a pocos pasos de Perrin. El Profeta era un hombre de gesto ceñudo y sombrío, de estatura media, con una desvaída cicatriz blanca en la mejilla, que vestía una desgastada chaqueta marrón y una oscura capa deshilachada en los bordes. A Masema no le importaba nada la apariencia, y menos la suya. A su espalda, los ojos de Nengar y Bartu tenían un brillo fervoroso, pero los de Masema, hundidos y casi negros, semejaban ascuas de una forja, como si el soplo del aire fuera a avivarlos al rojo vivo en cualquier momento, y su efluvio era la punzante acritud de la pura demencia. Hizo caso omiso de las Sabias y las Aes Sedai con un desprecio que no se molestó en ocultar. A su entender, las Sabias eran peor aún que las Aes Sedai; además de caer en la profanación al utilizar el Poder Único, su condición de Aiel, por si fuera poco, las hacía culpables de un doble pecado. Los lanceros de la Guardia Alada podrían haber sido simples sombras bajo los árboles para el caso que les hizo.

—¿Vais de almuerzo campestre? —dijo mientras echaba una ojeada al cesto que colgaba de la silla de Perrin. Normalmente la voz de Masema era tan intensa como su mirada, pero ahora sonó burlona y sus labios se curvaron al desviar los ojos hacia Berelain. Había oído los rumores, por supuesto.

Una oleada de rabia asaltó a Perrin, pero la frenó y la hizo retroceder. La incorporó al resto, doblegándola y plegándola con fuerza. Su ira tenía un blanco y no la desperdiciaría descargándola en otro. Al captar el estado de ánimo de su jinete, Brioso recogió los belfos y enseñó los dientes al castrado de Masema, y Perrin tuvo que refrenarlo bruscamente.

—Ha habido Sabuesos del Oscuro anoche por aquí —dijo con un tono no muy suave, pero le fue imposible poner mejor voz—. Se han marchado, y Masuri no cree que vuelvan, de modo que no hay por qué preocuparse.

Masema no olía a preocupación. Su único efluvio era el de la locura, siempre. El alazán alargó de improviso la cabeza hacia Brioso de manera agresiva, pero Masema se la hizo levantar de un seco tirón del bocado. Era un buen jinete, pero trataba a sus caballos como trataba a la gente. Por primera vez miró a Masuri. Quizá sus ojos centellearon con más ardor, si tal cosa era posible.

—A la Sombra se la puede encontrar en cualquier parte —manifestó, una declaración apasionada de incuestionable verdad—. No tiene nada que temer de la Sombra quien siga al lord Dragón Renacido, que la Luz bendiga su nombre. Aun en la muerte hallará la victoria final de la Luz.

La yegua de Masuri respingó como si aquellos ojos la hubiesen quemado, pero la hermana controló al animal con un toque de riendas y sostuvo la mirada de Masema con el hermetismo Aes Sedai, tan tranquila como un estanque helado. Nada daba a entender que se hubiera estado reuniendo en secreto con ese hombre.

—El miedo es un poderoso acicate para el ingenio y para la determinación cuando está bien controlado —replicó la hermana—. Si no temiéramos a nuestros enemigos sólo quedaría el desdén, y el desdén conduce al enemigo a la victoria. —Diríase que Masuri estaba hablándole a un simple granjero que acabara de conocer. Annoura, que observaba la escena, parecía sentirse mal. ¿Tenía miedo de que su secreto saliera a la luz? ¿Que se echaran a perder sus planes para Masema?

Los labios de éste volvieron a curvarse en una sonrisa o una mueca burlona. Las Aes Sedai parecieron dejar de existir para él cuando volvió su atención a Perrin.

—Algunos seguidores del lord Dragón han encontrado una ciudad llamada So Habor. —Así era como llamaba siempre a sus partidarios; seguían realmente al Dragón Renacido, no a él. El hecho de ser él quien les dijera qué hacer, cuándo y cómo, era un mero detalle—. Una población de tres o cuatro mil habitantes, a un día de distancia o quizá menos marcha atrás, hacia el suroeste. Al parecer se libró de la visita de los Aiel y su cosecha del año pasado fue buena a pesar de la sequía. Tienen almacenes llenos de cebada, mijo y avena, así como otras cosas necesarias, he de imaginar. Sé que andas corto de forraje. Para tus hombres al igual que para tus caballos.

—¿Y cómo es que sus almacenes están llenos en esta época del año? —Berelain se inclinó hacia adelante, fruncido el entrecejo, su tono casi inquisitivo y más bien incrédulo.

Ceñudo, Nengar llevó la mano a la espada que colgaba en su silla. Nadie inquiría al Profeta del lord Dragón. Ni nadie dudaba de él. Nadie que quisiera seguir vivo. Sonó el crujido de cuero cuando los lanceros se movieron en sus monturas, pero Nengar no les hizo el menor caso. El olor a locura de Masema se deslizó hiriente en la nariz de Perrin. Masema estudió a Berelain; no parecía haber reparado en Nengar y los lanceros ni en la posibilidad de que los hombres empezaran a matarse en cualquier momento.

—Por cuestión de codicia —dijo finalmente—. Al parecer los comerciantes de grano de So Habor pensaron sacar mayores beneficios reteniendo sus reservas hasta que el invierno hiciera subir los precios. Pero normalmente venden en el oeste, en Ghealdan y Amadicia, y los sucesos acaecidos allí y en Ebou Dar les han hecho temer que todo lo que envíen se lo confisquen. La codicia los ha abandonado al encontrarse con los almacenes repletos y los bolsillos vacíos. —Un timbre de satisfacción asomó a la voz de Masema. Despreciaba la codicia. Lo cierto es que despreciaba cualquier debilidad humana, fuese grande o pequeña—. Creo que ahora se desprenderán de su grano a un precio muy barato.

Perrin olía una trampa y para eso no hacía falta tener un olfato de lobo. Masema tenía que alimentar a sus hombres y a sus caballos, y por mucho que saquearan los campos por donde pasaban no podían estar en condiciones mucho mejores que la gente de Perrin. ¿Por qué no había enviado a unos pocos miles de sus seguidores a esa ciudad para que se apoderaran de todo lo que hubiera en ella? A un día de camino marcha atrás. Eso lo alejaría más de Faile y quizá daría tiempo a los Shaido para que volvieran a ganar terreno. ¿Sería ésa la razón de tan peculiar oferta? ¿O sería para retrasar su marcha del oeste, donde tenía cerca a sus amigos seanchan?

—Quizás haya tiempo para visitar esa ciudad después de que mi esposa esté libre.

De nuevo, los oídos de Perrin captaron antes que nadie el débil sonido de hombres y caballos avanzando a través del bosque, esta vez procedente del oeste, del campamento. El mensajero de Gallenne debía de haber ido a galope todo el camino.

—Tu esposa —dijo Masema con voz inexpresiva y dirigiendo a Berelain una mirada que hizo que a Perrin le ardiera la sangre. Hasta la Principal enrojeció, si bien su semblante se mantuvo sereno—. ¿De verdad crees que tendrás noticias de ella hoy?

—Sí. —La voz de Perrin sonó tan fría como la de Masema, y más dura. Apretó la mano sobre la perilla de la silla, por encima de las asas del cesto de Berelain, para no llevarla hacia el hacha—. Liberarla está ante todo. Y liberar a las demás. Podremos llenar los estómagos hasta reventar cuando eso se haya hecho, pero lo primero es lo primero.

El sonido de los caballos aproximándose era audible ahora para todo el mundo. Una larga fila de lanceros apareció por el oeste, avanzando entre los sombríos árboles con otra fila de jinetes detrás, las cintas y los petos rojos mayenienses intercalados con las cintas y petos verdes de Ghealdan. Las líneas se extendían desde el lado opuesto a Perrin hasta más abajo de la masa de jinetes que aguardaban a Masema. Hombres a pie se desplazaban de árbol en árbol, portando los arcos de Dos Ríos. Perrin se encontró deseando que no hubiesen dejado demasiado desprotegido el campamento. Quizá Masema se había visto forzado a actuar por el robo de aquel documento seanchan, pero era un guerrero veterano en la lucha a lo largo de la Llaga y contra los Aiel, y tal vez había previsto algo más que salir simplemente a buscar a Berelain. Era como otro rompecabezas de herrero: mover una pieza para desplazar otra justo lo suficiente para dejar que una tercera se deslizara libremente. Se podía invadir un campamento con una defensa débil, y en estos bosques el número de efectivos contaba tanto como tener personas que encauzaban. ¿Querría Masema mantener su secreto hasta el punto de intentar sellarlo allí mismo? Perrin cayó en la cuenta de que había llevado la mano al hacha, pero no la quitó.

Entre la masa de seguidores de Masema los caballos se movieron nerviosos en respuesta a los tirones de sus jinetes; los hombres gritaban y agitaban armas, pero el propio Masema observó la llegada de los lanceros y arqueros sin que su expresión variase, ni más ni menos adusta. Como si fuesen pájaros saltando de rama en rama. Su efluvio seguía siendo de locura, penetrante, sin cambiar.

—Lo que ha de hacerse para servir a la Luz, se hace —dijo cuando los recién llegados se pararon, algunos a doscientos pasos. Era una distancia de fácil alcance para un arquero de Dos Ríos y Masema había visto demostraciones de ello, pero no dio señales de advertir que las flechas podrían estar apuntándole al corazón—. ¡Todo lo demás es insignificante, prescindible! ¡Todo! Recuerda eso, Perrin Ojos Dorados.

Hizo volver grupas a su alazán sin añadir más y se dirigió hacia los hombres que lo aguardaban, seguido de Nengar y Bartu, los tres haciendo ir a galope a los caballos sin importarles si se rompían una pata o ellos la cabeza. El ingente grupo se situó detrás y se desplazó hacia el sur. Unos hombres de la retaguardia se pararon para arrastrar una forma desmadejada de debajo del caballo herido y acabaron con la agonía del animal mediante una rápida cuchillada en el cuello. Después se pusieron a destriparlo y trocearlo. Tanta carne no se podía desperdiciar. Al jinete lo dejaron en el mismo sitio donde lo habían tirado.

—Cree cada palabra que dice —musitó Annoura—, mas ¿adónde lo conducen sus creencias?

Perrin se planteó preguntarle, sin andarse por las ramas, adónde creía ella que conducían a Masema sus creencias, adónde quería ella conducirle; pero de repente Annoura recobró la impenetrable calma Aes Sedai. La punta de su afilada nariz se había puesto colorada por el frío; lo miró con una expresión impasible y fría. Obtener una respuesta de una Aes Sedai que tuviera esa expresión sería tan factible como

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