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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 43
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pareció que era Carelle, una mujer de cabello pelirrojo que siempre tenía una expresión desafiante en sus azules ojos— alzó la mano para señalar en su dirección y todo el grupo giró; los soldados hicieron dar media vuelta a los caballos y escudriñaron entre los árboles que los separaban, con las lanzas rematadas por un palmo largo de acero inclinadas a medias. No era probable que pudieran divisarlo claramente a través de los espacios de sombras profundas y brillantes haces de sol. Le sorprendió que la Sabia lo hubiera avistado, aunque los Aiel generalmente tenían muy buena vista.

Masuri estaba allí; era una mujer delgada, abrigada con una capa de color bronce y montada en una yegua pinta. Y también estaba Annoura, algo retrasada en su yegua castaña pero identificable por las docenas de trencillas que asomaban por la capucha. La propia Berelain —alta y hermosa de largo cabello negro y con una capa roja forrada de piel negra— montaba al frente del grupo en un castrado zaino de bonita estampa. Sin embargo, una pequeña falta menguaba la hermosura de la mujer: no era Faile. Otro fallo mayor la echaba a perder en lo concerniente a él. Se había enterado del secuestro de Faile a través de ella, así como de los contactos de Masema con los seanchan, pero casi todo el mundo en el campamento creía que se había acostado con ella la misma noche del rapto de Faile y la mujer no había hecho nada para rectificar esas habladurías. No era precisamente la clase de rumor que él pudiera pedirle que negara públicamente, pero podría haber dicho algo, indicar a sus doncellas que lo desmintieran, cualquier cosa. Por el contrario había guardado silencio mientras sus doncellas cuchicheaban como cotorras, lo que daba pábulo a la historia. En Dos Ríos, ésa era la clase de reputación que cuando se le colgaba a un hombre ya no podía quitársela de encima.

Había evitado a Berelain desde aquella noche y ahora se habría alejado incluso después de que lo hubieran visto, pero la Principal cogió una cesta con asa de aro que llevaba la doncella que la acompañaba —una mujer regordeta envuelta en una capa azul y dorada—, les dijo algo a los demás y condujo a su castrado castaño hacia él. Sola. Annoura levantó una mano y le dijo algo, pero Berelain ni siquiera miró atrás. Perrin estaba seguro de que lo seguiría fuera a donde fuese y, tal y como estaban las cosas, si se marchaba únicamente conseguiría que la gente pensara que quería estar a solas con ella. Taconeó los flancos de Brioso con la intención de reunirse con todos a pesar de lo poco que le apetecía —y que lo siguiera de vuelta al grupo si quería—, pero la mujer azuzó al caballo poniéndolo al trote, sin tener en cuenta lo accidentado del terreno y la nieve, salvó incluso una afloración rocosa de un salto, con la roja capa ondeando a su espalda, y lo interceptó a mitad de camino. Aunque a regañadientes, tuvo que admitir que era una buena amazona. No tanto como Faile, pero mejor que la mayoría.

—Tu ceño es realmente feroz. —Rió suavemente mientras se paraba delante de Brioso. Por el modo en que sujetaba las riendas, parecía dispuesta a cerrarle el paso si intentaba rodearla. ¡Esta mujer no tenía pizca de vergüenza!—. Sonríe, y así pensarán que coqueteamos. —Le tendió bruscamente el cesto—. Al menos esto debería hacerte sonreír. Me he enterado de que no has desayunado. —Encogió la nariz—. Ni te has aseado, al parecer. A tu barba tampoco le vendría mal un arreglo. Un esposo agobiado por la preocupación y un tanto desgreñado rescatando a su mujer resulta una figura romántica, pero quizá no le cause tan buena impresión si aparece como un zarrapastroso. Ninguna mujer te perdonaría que echases a perder la imagen que tiene de ti.

Repentinamente desconcertado, Perrin tomó el cesto y lo colocó sobre la alta perilla de la silla, frotándose la nariz en un gesto inconsciente. Estaba acostumbrado a ciertos efluvios de Berelain, por lo general el de una loba a la caza, cuya presa era él, pero ahora no irradiaba ese olor a acecho. Ni el más leve atisbo. Olía paciente como una roca, y divertida, con un trasfondo de miedo. Ciertamente nunca había tenido miedo de él, que Perrin recordara. ¿Y por qué tenía que ser paciente? Y, dicho fuera de paso, ¿qué le divertía? Ni un felino de montaña oliendo a cordero lo habría desconcertado más.

Con desconcierto o sin él, el estómago le resonó por los aromas que salían de la cesta tapada. Becada a la brasa, a menos que se equivocara, y pan recién hecho, todavía caliente. La harina escaseaba y el pan era tan poco habitual en la dieta como la carne. Algunos días no comía, eso era cierto, a veces porque se le olvidaba, y cuando se acordaba era una lata porque tenía que aguantar el acoso de Lini y Breane o el vacío que le hacía gente con la que había crecido, sólo para conseguir un plato de comida. Ahora, al tener alimento delante de la nariz, se le hizo la boca agua. ¿Sería desleal comer algo llevado por Berelain?

—Gracias por el pan y la becada —dijo duramente—, pero lo último que deseo es que la gente piense que estamos coqueteando. Y, aunque no sea de tu incumbencia, me lavo cuando puedo. No es fácil con este tiempo. Además, no huelo peor que los demás. —Peor que ella sí, comprendió de repente. No percibía ni el menos rastro a sudor o suciedad bajo su ligero perfume a flores. Le irritaba haber notado que olía a perfume o que olía a limpio. Le parecía una traición.

De repente, los ojos de Berelain se abrieron como platos, mostrando sorpresa —¿por qué?—, pero entonces suspiró sin perder la sonrisa, que empezaba a parecer una mueca forzada, y un atisbo a irritación se mezcló en su efluvio.

—He mandado instalar tu tienda. Sé que hay una buena tina de cobre en uno de tus carromatos. Ésa no la habrás tirado. La gente espera que un noble tenga aspecto de noble, Perrin, y eso incluye estar presentable, aunque cueste hacer un esfuerzo. Hay un trato entre ellos y tú. Debes darles lo que esperan, así como lo que necesitan o quieren, o perderán el respeto y empezaran a sentirse molestos contigo por hacer que lo perdieran. Francamente, ninguno de nosotros puede permitirse que dejes que ocurra tal cosa. Todos nos encontramos lejos de casa, rodeados de enemigos, y creo firmemente que tal vez tú, lord Perrin Ojos Dorados, seas nuestra única oportunidad de seguir vivos para regresar a nuestros hogares. Sin ti, todo se vendrá abajo. Y ahora sonríe, porque si estamos coqueteando entonces es que no hablamos de otros asuntos.

Perrin hizo una mueca enseñando los dientes. Los mayenienses y las Sabias los observaban; pero, a cincuenta pasos y con tan poca luz, pasaría por una sonrisa. ¿Perder el respeto? Berelain había contribuido a despojarlo de cualquier respeto que en algún momento pudieron haber sentido los de Dos Ríos, por no mencionar a los sirvientes de Faile. Peor aún, Faile también le había dado en más de una ocasión una versión de ese sermón sobre el deber de un noble de dar a la gente lo que espera. Lo que a él le molestaba era oír precisamente a esta mujer haciéndose eco de su esposa.

—¿De qué estamos hablando, entonces, que ni siquiera te fías de tu propia gente? —inquirió.

El semblante de Berelain permaneció relajado y sonriente, pero el trasfondo de miedo en su olor se intensificó. No se acercaba el pánico, pero se sentía en peligro. Las manos enguantadas asían las riendas con excesiva fuerza.

—He tenido a mis husmeadores fisgoneando en el campamento de Masema, haciendo «amigos». No da tan buenos resultados como tener informadores allí, pero se llevaron vino que supuestamente me habían robado y se enteraron de algunas cosas escuchando. —Durante un instante lo observó socarronamente, con la cabeza ladeada.

¡Luz! Sabía que Faile utilizaba a Selande y a esos otros idiotas como espías; ¡pero si había sido ella la que se lo había contado! Seguramente Gendar y Santes, sus husmeadores, habían visto a Haviar y a Nerion en el campamento de Masema. Habría que advertir a Balwer antes de que echara a Medore encima de Berelain y Annoura. Buen enredo se montaría con eso. Al ver que no decía nada, la mujer siguió.

—Puse algo en ese cesto aparte de pan y becada. Un… documento que Santes encontró ayer a primera hora, guardado bajo llave en el escritorio de campamento de Masema. El muy necio no puede ver una cerradura sin querer saber qué oculta. Si no podía dejar de hurgar en lo que Masema guardaba bajo llave, tendría que haber memorizado eso en lugar de llevárselo, pero lo hecho, hecho está. ¡No vayas a ponerte a leerlo donde puedan verte después de lo que me ha costado organizar todo esto para mantenerlo en secreto! —añadió con dureza al ver que él empezaba a levantar la tapa del cesto, con lo que quedó a la vista un paquete envuelto en un paño, y el olor a ave asada y pan caliente impregnó el aire—. He visto a los hombres de Masema seguirte anteriormente. ¡Podrían estar espiando ahora!

—No soy idiota —gruñó.

Sabía que Masema lo tenía sometido a vigilancia. La mayoría de los seguidores de ese hombre eran gentes de ciudad, y la gran parte de los demás eran tan torpes en los bosques que hasta un chico de diez años de Dos Ríos se avergonzaría de ellos. Lo que no significaba que uno o dos no estuvieran escondidos en alguna parte entre los árboles, lo bastante cerca para espiar desde las sombras. Siempre se mantenían a distancia, ya que a causa de sus ojos dorados lo tenían por alguna clase de Engendro de la Sombra medio domesticado, así que rara vez detectaba sus efluvios; además, esa mañana había tenido ocupada la mente en otras cosas.

Retiró el paño a un lado y vio una becada casi tan grande como una gallina de buen tamaño, con la piel dorada y crujiente. Arrancó uno de los muslos del ave mientras tanteaba debajo del envoltorio y sacaba una hoja de papel grueso y color cremoso, doblada en cuatro. Sin importarle que se manchara de grasa, desdobló la hoja encima del ave, no sin cierta dificultad por llevar los guantes puestos, y leyó mientras mordisqueaba el muslo. Para cualquiera que estuviera observando daría la impresión de que estudiaba a qué parte de la becada hincaría el diente a continuación. Un grueso sello de cera verde, roto por un lado, tenía impreso lo que a Perrin le parecieron tres manos, todas con el índice y el meñique levantado y el resto doblado. Las letras, de una caligrafía fluida, estaban escritas de una forma extraña, algunas irreconocibles, pero el texto podía leerse con un poco de esfuerzo.

«El portador de la presente está bajo mi protección personal. En nombre de la emperatriz, así viva para siempre, dadle todo cuanto requiera en su servicio al imperio y no habléis de ello con nadie salvo conmigo.

«Por su sello.

Suroth Sabelle Meldarath

de Asinbayar y Barsabba

Augusta Señora.»

—La emperatriz —musitó Perrin suavemente, suave como hierro rozando seda. La confirmación de los tratos de Masema con los seanchan, aunque para él no había hecho falta ninguna. No era la clase de historia sobre la

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