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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 41
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creen que ayudarán a su señor sin pedirle permiso antes. Las Aes Sedai y las Sabias entran en una de esas categorías, al parecer; pero, tal como están las cosas, decir más sería especular.

—Podría preguntar. Las Aes Sedai no pueden mentir, y si la presiono lo suficiente Masuri podría decirme la verdad.

Balwer hizo un gesto como si de repente le doliera el estómago.

—Quizá, milord. Quizá. Lo más probable es que os respondiera algo que sonase a verdad. Las Aes Sedai tienen experiencia en eso, como ya sabéis. En cualquier caso, milord, Masuri se preguntaría cómo habíais sabido qué preguntar, y eso podría conducirla a Haviar y Nerion. En las circunstancias actuales, ¿quién sabe a quién podría contárselo? La franqueza no es siempre el mejor camino. A veces algunas cosas hay que hacerlas detrás de máscaras, por seguridad.

—Os dije que no se podía confiar en las Aes Sedai —intervino Aram bruscamente—. Os lo advertí, lord Perrin. —Enmudeció cuando Perrin levantó una mano, pero el hedor a rabia procedente del chico era tan intenso que Perrin tuvo que exhalar para limpiarse los pulmones. Una parte de él deseaba aspirar ese olor profundamente y dejar que lo consumiera.

Estudió a Balwer con atención. Si las Aes Sedai podían tergiversar la verdad hasta que uno no sabía distinguir arriba de abajo, y lo hacían, ¿hasta dónde podía confiar uno? La confianza era siempre la cuestión. Eso lo había aprendido con lecciones muy duras. Empero, controló firmemente la ira. Un martillo había que usarlo con cuidado, y él trabajaba en una forja donde un error podía arrancarle el corazón del pecho.

—¿Cambiarían las cosas si algunos de los amigos de Selande empiezan a pasar más tiempo entre los Aiel? Después de todo, quieren ser Aiel. Eso les daría una buena excusa. Y quizás alguno de ellos podría trabar amistad con Berelain y con su consejera.

—Sería posible, milord —respondió Balwer tras una ligera vacilación—. El padre de lady Medore es un Gran Señor de Tear, lo que le da suficiente rango para acercarse a la Principal de Mayene, y también una razón. Posiblemente uno o dos de los cairhieninos también tienen una posición lo bastante alta. Encontrar a los que vivan entre los Aiel será aún más fácil.

Perrin asintió. Un cuidado infinito con el martillo, por mucho que uno quisiera machacar cuanto tenía a su alcance.

—Entonces, hacedlo. Pero, maese Balwer, habéis intentado… guiarme a esto desde que Selande se marchó. De ahora en adelante, si tenéis alguna sugerencia, hacedla. Aunque diga «no» a nueve seguidas, siempre escucharé una décima. No soy un hombre inteligente, pero me presto a escuchar a la gente que sí lo es, y creo que vos lo sois. Pero no tratéis de azuzarme en la dirección que queréis que vaya. Eso no me gusta, maese Balwer.

El hombrecillo parpadeó y después, nada menos, hizo una reverencia con las manos enlazadas en la cintura. Olía a sorprendido. Y a satisfecho. ¿Satisfecho?

—Como digáis, milord —respondió—. A mi anterior señor no le gustaba que hiciera sugerencias a menos que me lo pidiera. No volveré a cometer el mismo error, os lo aseguro. —Miró a Perrin y pareció llegar a una decisión—. Si se me permite decirlo, serviros me resulta… grato en aspectos que no esperaba. Sois lo que aparentáis, milord, sin agujas envenenadas escondidas para atrapar a los incautos. La perspicacia de mi anterior señor era de todos conocida, pero creo que vos sois igual de perspicaz, de un modo distinto. Creo que lamentaría dejar vuestro servicio. Cualquier hombre diría estas cosas para conservar su puesto, pero yo lo digo en serio.

¿Agujas envenenadas? Antes de entrar a su servicio, el anterior empleo de Balwer había sido de secretario de una noble murandiana que vino a menos y no pudo seguir manteniéndolo en su puesto. Murandy debía de ser un sitio más duro de lo que Perrin creía.

—No veo razón para que dejéis mi servicio. Simplemente decidme lo que queráis hacer y dejad que decida, no tratéis de empujarme. Y olvidad los halagos.

—Nunca adulo, milord. Pero soy experto en adaptarme a las necesidades de mi señor; es un requisito de mi profesión. —El hombrecillo volvió a hacer una reverencia. Nunca había sido tan ceremonioso—. Si no tenéis ninguna otra pregunta, milord, ¿puedo ir a buscar a lady Medore?

Perrin asintió. Balwer hizo una tercera reverencia mientras caminaba hacia atrás, y después se internó en el campamento con la capa ondeando tras él mientras zigzagueaba entre las afiladas estacas como un gorrión saltando en la nieve. Era un tipo extraño.

—No me fío de él —masculló Aram, que seguía con la mirada a Balwer—. Y tampoco de Selande y esa pandilla. Se aliarán con las Aes Sedai, recordad lo que os digo.

—Hay que confiar en alguien —replicó duramente Perrin. La cuestión era en quién. Subió a la silla y taconeó al pardo en los flancos. Un martillo descansando no servía para nada.

6. El olor de un sueño

El aire frío parecía limpio y fresco en la nariz de Perrin mientras entraba en el bosque a galope, la brisa cargada del helor de la nieve que se levantaba en blancos surtidores bajo los cascos de Brioso. Allí fuera podía olvidar a viejos amigos bien dispuestos a creer lo peor de los rumores. Podía intentar olvidarse de Masema, de las Aes Sedai y de las Sabias. Sin embargo, los Shaido estaban soldados dentro de su cráneo cual un rompecabezas de hierro que no cedía por mucho que lo girara. Deseaba hacerlo pedazos, pero eso nunca funcionaba con un rompecabezas de herrero.

Tras un corto galope tendido, hizo que el caballo aflojara la marcha al paso con una punzada de culpa. La oscuridad bajo el dosel del bosque era profunda y los afloramientos rocosos entre los altos árboles advertían de otros debajo de la nieve, un centenar de sitios donde un caballo a galope podía romperse una pata, y eso sin contar agujeros de ardillas de tierra, zorreras y cubiles de tejones. No había por qué correr riesgos. Un galope no liberaría a Faile una hora antes, y en cualquier caso un caballo no podía mantener ese paso mucho tiempo. La nieve llegaba a la altura de la rodilla en algunos sitios donde se había amontonado y en el resto tenía también bastante profundidad. No obstante, se encaminó hacia el nordeste. Los exploradores vendrían de esa dirección, con noticias de Faile. Con noticias de los Shaido, al menos, de una ubicación. Había esperado eso innumerables veces, había rezado para que fuera así, pero sabía que ese día llegaría la noticia. Empero, saberlo acrecentaba su ansiedad. Encontrarlos era sólo el primer paso para resolver el rompecabezas. La ira hacía que su mente pasara velozmente de una cosa a otra; pero, dijera lo que dijera Balwer, Perrin sabía que, en el mejor de los casos, era metódico, que no tenía rapidez mental, y a falta de inteligencia tendría que arreglarse con la reflexión metódica. De algún modo.

Aram lo alcanzó haciendo galopar su caballo y luego lo refrenó al paso, situándose un poco detrás y a un lado de Perrin, como un sabueso. Perrin lo dejó. Aram nunca olía a cómodo cuando lo hacía cabalgar a su lado. El otrora gitano no pronunció palabra, pero las ráfagas del gélido aire le llevaban su efluvio, una mezcla de ira, recelo y descontento. Iba sentado en la silla tan tenso como un resorte de reloj al que se ha dado cuerda en exceso, y escudriñaba el bosque con gesto sombrío, como si esperara que los Shaido fueran a salir repentinamente de detrás de un árbol.

A decir verdad, casi cualquier cosa habría podido esconderse en esa fronda sin ser vista por la mayoría de los hombres. Allí donde se atisbaba el cielo entre el dosel de las copas tenía ya un color gris oscuro, pero de momento la falta de claridad sumía al bosque en sombras más oscuras que la noche y los propios árboles semejaban inmensas columnas de negrura. Aun así, hasta el cambio de tonalidad de una grajilla posada en una rama cubierta de nieve, con las plumas ahuecadas para protegerse del frío, atrajo la mirada de Perrin, así como un vencejo de los pinos, más negro que la oscuridad, que alzó cautelosamente la cabeza en otra rama. También captó el olor de ambos. Una tenue vaharada a hombre llegó desde lo alto, en un enorme roble cuyas ramas eran tan gruesas como un poni. Los ghealdanos y los mayenienses tenían sus patrullas montadas dando vueltas al campamento a varios kilómetros de distancia, pero Perrin prefería confiar a los hombres de Dos Ríos la vigilancia en las cercanías. No contaba con suficientes hombres para rodear por completo el campamento, pero estaban acostumbrados a los bosques y a cazar animales que por el contrario podrían cazarlos a ellos, así como a percibir movimientos que le pasarían por alto a un centinela que pensara más bien en soldados y guerra. Los felinos que bajaban de las montañas buscando ovejas podían pasar inadvertidos a simple vista, y los osos y los jabalíes solían volver sobre sus pasos para tender una emboscada a sus perseguidores. Desde las ramas situadas a diez o doce metros del suelo, los hombres podían ver cualquier cosa que se moviera debajo a tiempo de dar la alarma al campamento, y con sus arcos largos eran capaces de hacérselo pagar caro a cualquiera que intentara rebasar su posición. Empero, la presencia de los centinelas fue un dato que pasó por su mente de forma tan fugaz como la de la grajilla. Su atención estaba centrada al frente, a través de los árboles y las sombras, pendiente de captar la primera señal del regreso de los exploradores.

De repente Brioso levantó la cabeza y resopló exhalando vaho al tiempo que sus ojos giraban asustados al frenarse en seco, en tanto que el gris de Aram relinchaba y respingaba. Perrin se echó hacia adelante para palmear el cuello del tembloroso semental, pero su mano se quedó paralizada a medio camino cuando su olfato captó un leve indicio de azufre quemado en el aire, un olor que hizo que se le erizara el pelo de la nuca. Casi azufre quemado; eso sólo era una burda imitación de este tufo. Hedía a… aberración, a algo que no pertenecía a este mundo. El tufo no era reciente —ni siquiera se habría podido calificar aquel hedor como «fresco»—, pero tampoco viejo. Una hora, tal vez menos. Alrededor del momento en que se había despertado, quizá. Cuando había soñado con ese olor.

—¿Qué ocurre, lord Perrin? —Aram estaba teniendo problemas para controlar su caballo, que giraba en círculos debatiéndose contra las riendas e intentaba salir a galope en cualquier dirección mientras lo alejara de allí. Aram todavía tiraba del bocado cuando ya había desenvainado su espada con el pomo en forma de cabeza de lobo. Practicaba con ella a diario, durante horas y horas si tenía ocasión, y los que entendían de esas cosas afirmaban que era bueno—. Vos podréis distinguir un hilo negro de uno blanco aquí, pero para mí aún no es de día. No veo maldita la cosa.

—Guarda eso —ordenó Perrin—. No hace falta. Las espadas no servirían de nada, en cualquier caso. —Con paciencia consiguió que el tembloroso animal reanudara la marcha, pero fue siguiendo el rastro del repugnante olor, escudriñando el suelo cubierto de nieve. Conocía ese hedor y no sólo del sueño.

No tardó mucho en encontrar lo que buscaba, y Brioso soltó un agradecido

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