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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 40
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aunque eran menos de cincuenta contando los gai’shain que servían a las Sabias, y Perrin se detuvo para estudiar las bajas y oscuras tiendas. Las únicas tiendas levantadas aparte de las Aiel en todo el campamento eran las de Berelain y sus dos sirvientas, en el lado opuesto del campamento, no lejos de las contadas casas de Brytan. Plagas de moscas y piojos hacían a éstas inhabitables hasta para los soldados más endurecidos que buscaran refugio del frío, y los establos eran pésimas construcciones destartaladas en las que penetraba el aire a chorros y que albergaban insectos peores que las casas. Las Doncellas y Gaul, el único varón entre los Aiel que no fuera gai’shain, se encontraban con los exploradores, y las tiendas Aiel seguían en silencio, si bien el humo que salía por algunos de los agujeros de ventilación ponía en evidencia que los gai’shain estaban preparando el desayuno a las Sabias o sirviéndolo. Annoura era la consejera de Berelain y por lo general compartía su tienda, pero Masuri y Seonid se encontrarían con las Sabias, quizás incluso ayudando a los gai’shain con el desayuno. Todavía intentaban ocultar el hecho de que las Sabias las consideraban aprendizas, aunque todo el mundo en el campamento debía de estar al tanto a esas alturas. Cualquiera que viera a una Aes Sedai llevando leña o agua o que oyera que a una la habían vareado podía comprenderlo. Las dos Aes Sedai habían jurado lealtad a Rand —de nuevo los colores giraron en su cabeza en una explosión de matices; de nuevo se desvanecieron bajo la omnipresente ira—, pero Edarra y las otras Sabias habían recibido el cometido de tenerlas vigiladas.

Sólo las propias Aes Sedai sabían hasta qué punto las comprometían sus juramentos o qué posibilidad de maniobra tenían entre las palabras, de modo que a ninguna se le permitía saltar a menos que una Sabia dijera «sapo». Seonid y Masuri, ambas, habían dicho que a Masema habría que matarlo como a un perro rabioso, y las Sabias no podían estar más de acuerdo. O eso afirmaban. Ellas no tenían Tres Juramentos que las obligaran a ceñirse a la verdad, aunque en realidad ese Juramento en particular comprometía a las Aes Sedai más en la forma que en el fondo. Y Perrin recordaba que una de las Sabias le había contado que Masuri pensaba que al perro rabioso se lo podía encadenar. Nada de saltar mientras una Sabia no dijera «sapo». Era como un rompecabezas de herrero con los bordes de las piezas de metal afilados. Debía resolverlo, pero si cometía un error al girarlo podía cortarse un dedo hasta el hueso.

Por el rabillo del ojo atisbó que Balwer lo estaba observando con los labios fruncidos en un gesto pensativo. Un pájaro estudiando algo desconocido, no asustado ni hambriento, sólo curioso. Recogió las riendas de Brioso y siguió caminando tan deprisa que el hombrecillo tuvo que alargar sus pasos a pequeños saltos para alcanzarlo.

Hombres de Dos Ríos ocupaban el segmento del campamento adyacente a los Aiel, de cara al nordeste, y Perrin consideró la idea de desviarse un poco al norte, hacia donde acampaban los lanceros ghealdanos, o al sur, hacia la sección mayeniense más cercana, pero, tras respirar hondo, se obligó a conducir su caballo a través de sus amigos y vecinos. Todos estaban despiertos, arrebujados en las capas, echando las ramas restantes de sus refugios a las lumbres de cocina o cortando las sobras frías del conejo de la noche anterior para añadirlas a las gachas de avena en los cazos. Las conversaciones se fueron apagando y el olor a cautela se volvió intenso a medida que las cabezas se levantaban para mirarlo. Las piedras de amolar se detuvieron a media pasada sobre las cuchillas, y después reanudaron su susurro sibilante. El arco largo era su arma preferida, pero todos llevaban también una daga grande o una espada corta, o a veces una espada normal, y habían cogido picas y alabardas y otras varas largas rematadas con hojas y puntas extrañas que los Shaido no habían considerado que mereciera la pena llevarse en sus pillajes. A las lanzas estaban acostumbrados, y unas manos hechas a manejar el bastón de combate en las competiciones de días de fiesta no encontraban mucha diferencia en cualquier pértiga una vez que se tenía en cuenta el peso del metal en un extremo. Sus caras denotaban hambre, cansancio y circunspección.

Alguien lanzó un grito desganado de «¡Ojos Dorados!», pero nadie lo coreó, algo que habría complacido a Perrin un mes antes. Mucho había cambiado desde que se habían llevado a Faile. Ahora su silencio era sombrío. El joven Kenly Maerin, con las mejillas todavía pálidas donde se había afeitado lo que apenas era un intento de barba, evitó los ojos de Perrin, y Jori Congar, siempre dispuesto a coger todo objeto pequeño y valioso que veía y a beber cualquier cosa de la que pudiera echar mano, escupió desdeñosamente cuando Perrin pasó a su lado. Ban Crawe le lanzó un puñetazo al hombro por hacerlo, con fuerza, pero tampoco miró a Perrin.

Dannil Lewin se puso de pie mientras se daba tironcitos del espeso bigote, que parecía ridículo bajo su gran napia.

—¿Alguna orden, lord Perrin?

El flaco Dannil pareció aliviado cuando Perrin sacudió la cabeza, y volvió a sentarse rápidamente, con la mirada prendida en el cazo más próximo como si estuviera ansioso de engullir las gachas matinales. Quizás era así; últimamente nadie tenía el estómago lleno, y a Dannil nunca le había sobrado carne. Detrás de Perrin, Aram soltó un sonido de desagrado muy semejante a un gruñido.

Allí había otras personas aparte de la gente de Dos Ríos, pero su actitud no era mejor. Bueno, Lamgwin Dorn, un tipo corpulento con la cara llena de cicatrices, saludó con una inclinación de cabeza. Tenía pinta de camorrista de taberna, pero ahora era su criado personal cuando necesitaba uno, cosa que no ocurría a menudo, y quizá quería simplemente estar a bien con su patrón. Pero Basel Gill, el otrora orondo posadero que Faile había tomado como su shambayan, se dedicó afanosamente a doblar sus mantas con exagerado cuidado, manteniendo baja la calva cabeza, y la primera doncella de Faile, Lini Eltring, una mujer huesuda cuyo prieto moño blanco hacía que su cara pareciera más estrecha de lo que era, se puso recta dejando de remover un cazo, con los finos labios apretados, y levantó la larga cuchara de madera como para rechazar a Perrin. Breane Taborwin, los oscuros ojos fieros en su pálida tez de cairhienina, dio un fuerte cachete a Lamgwin en el brazo y lo miró ceñuda. Era su pareja, aunque no su esposa, y segunda de las tres doncellas de Faile. Perseguirían a los Shaido hasta caer muertos si era preciso y se echarían al cuello de Faile cuando la encontraran, pero sólo Lamgwin le dedicó un mínimo gesto respetuoso. Quizás de Jur Grady habría recibido más deferencia —a los Asha’man también les hacían el vacío por lo que eran, y ninguno de los dos había mostrado animosidad contra Perrin—; pero, a despecho del ruido de la gente pisoteando la nieve helada y maldiciendo cuando resbalaba, Grady seguía envuelto en las mantas, roncando, debajo de un refugio hecho con ramas de pino. Perrin pasó entre sus amigos, vecinos y sirvientes y se sintió solo. Un hombre sólo podía proclamar su fidelidad cierto tiempo antes de renunciar. El corazón de su vida se encontraba en alguna parte al nordeste. Todo volvería a la normalidad cuando la trajera de vuelta.

Una afilada estacada de diez pasos de anchura circunvalaba el campamento, y Perrin se dirigió al borde de la sección de lanceros ghealdanos, donde se habían dejado pasos en ángulo para que los hombres montados pudieran salir, aunque Balwer y Aram tuvieron que ponerse en fila por el estrecho paso. En los de la sección de los hombres de Dos Ríos, una persona a pie habría tenido que retorcerse y girar para conseguir pasar. El borde del bosque se encontraba a poco más de un centenar de pasos, un disparo fácil para los arcos de Dos Ríos, y los enormes árboles alzaban el dosel de sus copas muy alto. Algunos eran desconocidos para Perrin, pero había pinos y olmos entre ellos, algunos de tres o cuatro pasos de grosor en la base, y robles que eran aún más grandes. Árboles de ese tamaño mataban cualquier planta que fuera más grande que la hierba y los pequeños matorrales que intentaban crecer bajo ellos, dejando amplios espacios entre medias, pero sombras más oscuras que la noche llenaban esos espacios. Era un bosque antiguo, uno que podría engullir ejércitos enteros sin dejar ni los huesos.

Balwer lo siguió todo el camino a través de las estacas antes de decidir que estaba todo lo solo que podía estar con Perrin en esos momentos.

—Es sobre los jinetes que ha enviado Masema, milord —empezó y se arrebujó en la capa al tiempo que echaba una mirada desconfiada hacia Aram, que le respondió con otra gélida.

—Sí, sé que creéis que van a ver a los Capas Blancas —dijo Perrin. Estaba ansioso por ponerse en marcha y alejarse aún más de sus amigos. Posó la mano que sostenía las riendas sobre el arzón de la silla, pero se contuvo de plantar el pie en el estribo. Brioso movió la cabeza arriba y abajo, impaciente también—. Es igualmente posible que Masema estuviera enviando mensajes a los seanchan.

—Como vos decís, milord, una posibilidad viable, por supuesto. Sin embargo, ¿puedo sugerir de nuevo que la opinión de Masema sobre las Aes Sedai es muy semejante a la de los Capas Blancas? De hecho, es idéntica. Si estuviera en su mano, no quedaría viva una sola hermana. El punto de vista seanchan es más… pragmático, si se me permite denominarlo así. Menos de acuerdo con Masema, en cualquier caso.

—Por mucho que odiéis a los Capas Blancas, maese Balwer, no son la raíz de todo el mal. Y Masema ya ha tratado con los seanchan anteriormente.

—Como digáis, milord. —El semblante de Balwer no cambió, pero el hombre apestaba a duda. Perrin no podía demostrar las reuniones de Masema con los seanchan, y contarle a cualquiera cómo se había enterado sólo incrementaría sus dificultades actuales. Eso le daba problemas a Balwer, pues era un hombre al que le gustaban las pruebas—. En cuanto a las Aes Sedai y las Sabias, milord… Las Aes Sedai siempre actúan como si creyeran que saben más que todo el mundo, excepto, quizá, otra Aes Sedai. Me parece que las Sabias son iguales.

Perrin resopló y el aliento se tornó vaho en el aire.

—Contadme algo que no sepa. Como por ejemplo, por qué Masuri querría reunirse con Masema y por qué las Sabias lo permiten. Apostaría a Brioso contra un clavo de herradura que no lo hizo sin contar antes con su permiso.

Annoura era otro cantar, pero en su caso actuaría por sí misma. No parecía probable que lo hiciera a instancias de Berelain. Ajustándose la capa sobre los hombros, Balwer echó una ojeada más allá de las hileras de afiladas estacas, hacia el campamento, a las tiendas Aiel, y estrechó los ojos como si pudiese ver a través de las paredes de lona.

—Hay muchas posibilidades, milord —repuso con irritación—. Para cualquiera que preste un juramento, todo lo que no está prohibido está permitido, y todo lo que no se ha ordenado puede pasarse por alto. Otros acometen acciones que

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