Valda se ciñó más la capa mientras caminaba por la nieve entre los árboles. Frío y regular, el viento susurraba entre las ramas cargadas de nieve, un engañoso sonido quedo en la húmeda luz grisácea. Atravesaba la gruesa lana blanca como si fuese gasa y lo helaba hasta la médula. El campamento que se extendía a su alrededor por el bosque se hallaba sumido en un profundo silencio. El ejercicio proporcionaba un poco de calor, pero en la actual situación los hombres se acurrucaban juntos a menos que se los empujara a moverse.
Se frenó de golpe y encogió la nariz al percibir un hedor repentino, una peste de veinte montones de estiércol plagados de gusanos, tan repulsiva que provocaría arcadas. Pero en lugar de ello su gesto se tornó ceñudo. El campamento carecía de la precisión que le gustaba. Las tiendas se alzaban agrupadas al azar, allí donde las ramas crecían más densas, y con los caballos atados cerca en vez de estacados en hilera, como era debido. Era la clase de dejadez que conducía a la suciedad. Si no se los vigilaba, los hombres enterraban el estiércol de caballo bajo unas cuantas paladas de tierra para acabar antes, y excavaban las letrinas donde no tuvieran que caminar mucho bajo el frío. Cualquiera de sus oficiales que permitiera tal cosa dejaría de ser oficial y aprendería directamente a utilizar una pala.
Recorría con la mirada el campamento para dar con la fuente de la pestilencia cuando de repente el hedor desapareció. No es que el viento cambiara; el olor se desvaneció, simplemente. El sobresalto sólo le duró un instante, y siguió caminando con el ceño aún más pronunciado. La peste había llegado de algún sitio. Descubriría a quienesquiera que hubiesen pensado que la disciplina se había relajado y les daría un castigo ejemplar. La disciplina debía ser estricta, ahora más que nunca.
Al borde del amplio calvero volvió a detenerse. La capa de nieve presentaba un aspecto liso, intacto, a pesar de que al campamento, encubierto por los árboles, se extendía todo en derredor del espacio abierto. Sin abandonar la cobertura de la fronda, escudriñó el cielo. Unas nubes grises lo surcaban raudas y ocultaban el sol de mediodía. Un fugaz movimiento hizo que contuviera la respiración antes de que cayera en la cuenta de que sólo era un pájaro, un bulto pequeño y marrón que, receloso de los halcones, volaba bajo. Soltó una carcajada preñada de resentimiento. Había pasado poco más de un mes desde que los malditos seanchan habían engullido de un solo bocado Amador y la Fortaleza de la Luz, pero él había aprendido a desarrollar instintos nuevos. Los hombres listos aprendían, mientras que los necios…
Ailron había sido un necio, infatuado con viejos cuentos de gloria embellecidos y mejorados con el paso del tiempo y la nueva esperanza de obtener verdadero poder para su corona. Se negó a ver la realidad que tenía ante sus ojos, y el resultado había sido el Desastre de Ailron. Valda había oído denominarlo la Batalla de Jeramel, pero sólo por algunos del escaso puñado de nobles que habían logrado escapar, aturdidos como bueyes entontecidos por un golpe en la nuca, pero aun así intentando de forma mecánica restar importancia a los acontecimientos. Se preguntó cómo lo habría llamado Ailron cuando las brujas domadas seanchan empezaron a hacer guiñapos sanguinolentos de sus ordenadas filas. Todavía lo veía en su mente, la tierra convirtiéndose en surtidores de fuego. Lo seguía viendo en sus sueños. Bien, Ailron había muerto, sesgada su vida cuando intentaba huir del campo de batalla, y su cabeza expuesta en una lanza tarabonesa. Una muerte apropiada para un necio. Él, por el contrario, tenía más de nueve mil Hijos agrupados. Un hombre con visión de las cosas podía sacar mucho partido en tiempos como los que corrían actualmente.
Al otro extremo del claro, justo tras la línea de árboles, se alzaba una tosca choza con los huecos entre las piedras rellenos con matojos de hierba marrón que antaño había pertenecido a un cisquero y que consistía en una única habitación. Todo indicaba que el hombre había abandonado el lugar hacía tiempo; el techo de paja estaba medio hundido y lo que quiera que hubiese cubierto las estrechas ventanas había desaparecido hacía mucho, reemplazado ahora por oscuras mantas. Había dos guardias apostados junto a la puerta mal encajada, unos tipos corpulentos con el emblema del cayado de pastor, color rojo sangre, detrás del Sol Llameante en sus capas. Se ceñían el cuerpo con los brazos y pateaban el suelo para combatir el frío. Ninguno de los dos habría empuñado la espada a tiempo de que les sirviera de algo si Valda hubiese sido un enemigo. A los interrogadores les gustaba trabajar bajo techo.
Observaron su llegada con rostros pétreos e hicieron un desganado saludo. Para ellos, quien no lucía el cayado de pastor no merecía más, aunque fuera el capitán general de los Hijos. Uno abrió la boca como si fuera a preguntarle el motivo de su visita, pero Valda pasó entre ellos y abrió la tosca puerta. Al menos no intentaron detenerlo. De haberlo hecho, los habría matado a los dos.
Al oírlo entrar, Asunawa alzó la vista de la torcida mesa donde leía detenidamente un pequeño libro. Una de sus huesudas manos se cerraba en torno a una taza de peltre de la que emanaba un aroma a especias. La silla de respaldo de travesaños, la única pieza de mobiliario en la estancia aparte de la mesa, parecía desvencijada, pero alguien la había reforzado con ligaduras de cuero sin curtir. Valda apretó los labios para no sonreír con sorna. El Inquisidor Supremo de la Mano de la Luz exigía un techo de verdad, no una tienda, aunque fuera de paja y requiriera algunos remiendos, así como vino caliente con especias, cuando nadie había probado vino de ninguna clase desde hacía una semana. Hasta las lumbres de cocinar se habían prohibido desde antes del Desastre para evitar que el humo delatara su posición. A pesar de que la mayoría de los Hijos despreciaban a los interrogadores, mostraban por Asunawa una extraña estima, como si el cabello gris y el descarnado rostro de mártir lo convirtieran en el paradigma de todos los ideales de los Hijos de la Luz. Para Valda había sido una sorpresa cuando se enteró; dudaba de que el propio Asunawa lo supiera. En cualquier caso, había suficientes interrogadores para ocasionar problemas. Nada que no pudiera manejar, pero era mejor evitar ese tipo de conflictos. De momento.
—Es casi la hora —dijo mientras cerraba la puerta tras él—. ¿Estáis preparado?
Asunawa no hizo intención de levantarse ni de coger la blanca capa doblada sobre la mesa, a su lado. En ésa no estaba el Sol Llameante, sólo el cayado rojo sangre. Por el contrario, cruzó las manos sobre el libro, tapando las páginas. A Valda le pareció que era El camino de la Luz, de Mantelar. Extraña lectura para el Inquisidor Supremo, más adecuada para los nuevos reclutas; se enseñaba a leer a los que no sabían para que pudieran estudiar las palabras de Mantelar.
—Me ha llegado información sobre la presencia de un ejército andoreño en Murandy, hijo mío. Quizá muy en el interior del país.
—Murandy está muy lejos de aquí —comentó Valda, como si no hubiera reconocido un viejo tema de debate que empezaba de nuevo. Un debate que Asunawa parecía olvidar a menudo que tenía perdido ya. Mas ¿qué hacían unos andoreños en Murandy? Si es que había algo de cierto en los informes; muchos no eran más que fantasías de viajeros envueltas en mentiras. Andor. El mero nombre era como una espina clavada en el recuerdo de Valda. Morgase estaba muerta, o bien era la sierva de algún seanchan. Los seanchan no sentían el menor respeto por títulos que no fueran los suyos. Muerta o sierva, se encontraba fuera de su alcance y, lo que era mucho más importante, sus planes para Andor se habían venido abajo. Galadedrid había pasado de ser una palanca útil a ser un joven oficial más, y uno que era en exceso popular entre los soldados rasos. Los buenos oficiales nunca gozaban de popularidad. Pero Valda era un hombre pragmático. El pasado era pasado. Los planes para Andor habían sido sustituidos por otros.
—No tan lejos si nos dirigimos hacia el este atravesando Altara por el norte, hijo mío. Los seanchan no pueden haberse desplegado muy lejos de Ebou Dar todavía.
Valda extendió las manos para aprovechar el menguado calor que irradiaba el fuego del hogar y suspiró. Se habían extendido como una plaga en Tarabon y allí, en Amadicia. ¿Por qué pensaba ese hombre que Altara era diferente?
—¿Olvidáis las brujas que hay en Altara? ¿He de recordaros que con un ejército propio? A menos que se encuentren ya en Murandy, a estas alturas. —A esa información, la de las brujas en plena marcha, sí le daba crédito. A despecho de sí mismo, levantó la voz—. ¡Quizás ese supuesto ejército andoreño del que os han hablado es el de las brujas! ¡Entregaron Caemlyn a al’Thor, no lo olvidéis! ¡E Illian, y la mitad del este! ¿Creéis de verdad que las brujas están divididas? ¿Lo creéis? —Respiró lenta y profundamente para tranquilizarse. O intentarlo. Cada una de las historias procedentes del este era peor que la anterior. Una ráfaga de aire entró por la chimenea y aventó chispas en la habitación, lo que le hizo retroceder al tiempo que soltaba una maldición. ¡Condenada casucha de campesino! ¡Hasta la chimenea estaba mal construida!
Asunawa cerró el libro bruscamente entre sus palmas. Sus manos estaban unidas como si rezara, pero sus hundidos ojos parecieron repentinamente más ardientes que las ascuas del fuego.
—¡Creo que se debe destruir a las brujas! ¡Eso es lo que creo!
—Me conformaría con saber cómo las doman los seanchan. —Con suficientes brujas domadas podría expulsar a al’Thor de Andor, de Illian y de cualquier otro lugar en el que se hubiese instalando como la propia Sombra. ¡Superaría al propio Hawkwing!
—Hay que destruirlas —reiteró tozudamente Asunawa.
—¿Y a nosotros con ellas? —demandó Valda.
Sonó una llamada en la puerta y en respuesta al seco «adelante» de Asunawa uno de los guardias apareció en el umbral, firme, y saludó golpeando con el puño en el peto.
—Milord Inquisidor Supremo, el Consejo de Ungidos se encuentra aquí —anunció con respeto.
Valda esperó. ¿Seguiría el viejo necio porfiando sobre lo mismo mientras los diez capitanes supervivientes esperaban fuera, montados y listos para partir? Lo hecho, hecho estaba. Lo que hubo de hacerse.
—Si con ello cae la Torre Blanca me doy por satisfecho —respondió finalmente Asunawa—. Por ahora. Asistiré a esa reunión.
—Entonces también me doy por satisfecho. —Valda sonrió fríamente—. Veré de procurar la caída de todas brujas juntas. —Desde luego que lo procuraría—. Os sugiero que mandéis preparar vuestro caballo. Tenemos un largo trecho que recorrer antes de que caiga la noche. —Que Asunawa lo viera o no con él era otra cuestión.
Gabrelle disfrutaba de los paseos a caballo por el bosque nevado con Logain y Toveine. Él siempre iba delante, dejándolas que lo siguieran a su paso en una semblanza de intimidad, siempre y cuando no se quedaran demasiado atrás. Sin embargo, las dos Aes Sedai rara vez hablaban más de lo absolutamente necesario, ni siquiera cuando estaban realmente solas. Distaban mucho de ser amigas. De hecho, a menudo Gabrelle deseaba que Toveine pidiera quedarse cuando Logain les proponía una de esas salidas. Habría sido muy agradable