humano sobresalía por encima de los otros. Además, Aram siempre estaba allí cuando Perrin despertaba, esperando. Una hoz de luna menguante, baja en el cielo, irradiaba todavía suficiente luz para que él pudiera distinguir el rostro del otro hombre, aunque no con claridad, así como la empuñadura de la espada, rematada por un pomo dorado, asomando en diagonal por encima del hombro. Antaño Aram había sido gitano, pero Perrin dudaba que volviera a serlo aunque siguiera llevando una chillona chaqueta a rayas. Ahora había una dureza en el semblante de Aram que las sombras de la luna no ocultaban. Su actitud indicaba su disposición a desenvainar aquella espada, y desde que habían raptado a Faile la ira parecía formar parte de su olor constantemente. Muchas cosas habían cambiado cuando se llevaron a Faile. En cualquier caso, Perrin entendía la ira. No lo había hecho —no realmente— antes de que le quitaran a Faile.
—Quieren veros, lord Perrin —dijo Aram mientras señalaba con la cabeza hacia dos formas desdibujadas que había un poco más lejos, entre las hileras de carretas. Las palabras salieron acompañadas de una nubecilla de vapor al frío aire—. Les dije que os dejaran dormir. —Era una falta que tenía Aram, cuidar de él en exceso sin que se lo pidiera.
Perrin olfateó el aire y separó el efluvio de esas dos sombras del encubridor olor de los caballos.
—Los recibiré ahora. Haz que preparen a Brioso, Aram.
Su intención era estar en el caballo antes de que el resto del campamento despertara. En parte se debía a que permanecer sin hacer nada era algo superior a él. Quedándose quieto no se alcanzaba a los Shaido. En parte también lo hacía para evitar tener que estar en compañía de nadie mientras pudiera evitarlo. Habría salido con los exploradores si los hombres y las mujeres que se encargaban de ello no fueran mucho mejores que él en ese trabajo.
—Sí, milord.
El efluvio de Aram adquirió una especie de aspereza mientras se alejaba por la nieve, pero Perrin apenas reparó en ello. Sólo algo importante sacaría a Sebban Balwer de sus mantas antes de amanecer, y en cuanto a Selande Darengil…
Incluso con la gruesa capa Balwer parecía flaco, y la capucha casi le tapaba la cara descarnada. Aun en el caso de que hubiese estado erguido en lugar de encogido de hombros habría sacado como mucho una mano a la cairhienina, que no era alta. Ciñéndose con sus propios brazos, saltaba alternativamente sobre uno y otro pie intentando evitar el frío que debía de traspasar sus botas. Selande, vestida con chaqueta y pantalones oscuros de hombre, se esforzaba con bastante éxito en hacer caso omiso del frío a pesar de que exhalaba una nubecilla de vaho cada vez que respiraba. Estaba tiritando, pero se las arreglaba para pavonearse aun estando parada, con un lado de la capa echado hacia atrás y la mano enguantada sobre la empuñadura de la espada. Llevaba la capucha retirada, dejando a la vista el cabello muy corto excepto una cola en la parte posterior que iba atada en la nuca con una cinta oscura. Selande era la cabecilla de esos necios que querían ser una imitación Aiel. Aiel que llevaban espadas. Su efluvio era espeso y suave, como gelatina. Estaba preocupada. Balwer olía… a intensa atención, claro que eso le ocurría siempre, si bien nunca había acaloramiento en su intensidad, sólo concentración.
El flaco hombrecillo dejó de brincar para hacer una rápida reverencia.
—Lady Selande tiene noticias que creo que deberíais oír de sus propios labios, milord. —La fina voz de Balwer era seca y concisa, igual que su propietario. Sonaría igual con el cuello en el tajo del verdugo—. Milady, si hacéis el favor. —Sólo era un secretario, de Faile y suyo, un tipo quisquilloso y retraído principalmente, y Selene era noble, pero Balwer dijo eso último de forma que sonaba a algo más que una simple petición.
La mujer le asestó una dura mirada de soslayo a la par que movía ligeramente la espada, y Perrin se puso en tensión para agarrarla. En realidad no creía que atacara a Balwer, pero tampoco lo tenía muy claro con ella ni con ninguno de sus ridículos amigos para darlo por sentado. Balwer se limitó a observarla con la cabeza ladeada y su efluvio transmitió impaciencia, no preocupación. Tras echar la testa hacia atrás bruscamente, Selande enfocó su atención en Perrin.
—Os veo, lord Perrin Ojos Dorados —empezó con el seco acento de Cairhien pero, consciente de que él tenía poco aguante con su pretendida formalidad Aiel, se apresuró a continuar—: Me he enterado de tres cosas esta noche. La primera, y menos importante, es que Haviar informó que Masema envió a otro jinete de vuelta a Amadicia ayer. Nerion intentó seguirlo, pero lo perdió.
—Comunica a Nerion que he dicho que no tiene que seguir a nadie —replicó Perrin con sequedad—. Y a Haviar igual. ¡Deberían saberlo! Tienen que observar, escuchar e informar lo que vean y oigan, nada más. ¿Me has entendido? —Selande asintió con la cabeza y en su efluvio asomó una punzada de miedo durante un instante. Miedo de él, supuso Perrin, de que estuviera furioso con ella. Los ojos amarillos en un hombre ponían nerviosas a algunas personas. Apartó la mano del hacha y enlazó ambas a la espalda con fuerza.
Haviar y Nerion eran otros de las dos docenas de necios jóvenes seguidores de Faile, el uno teariano y el segundo cairhienino. Faile los había utilizado a todos como informadores, algo que todavía irritaba a Perrin por alguna razón, aunque ella le había dicho a la cara que espiar era asunto de la esposa. Un hombre tenía que escuchar atento cuando creía que su mujer estaba bromeando, porque quizá no lo hacía. La idea de espiar lo hacía sentirse incómodo, pero si Faile los utilizaba para eso entonces también podía hacerlo su marido cuando era necesario. Pero sólo esos dos. Masema parecía convencido de que todo el mundo excepto los Amigos Siniestros estaba destinado a seguirlo antes o después, aunque podría empezar a sospechar si muchos abandonaban el campamento de Perrin para unirse a él.
—No lo llames Masema, ni siquiera aquí —añadió bruscamente. Desde hacía un tiempo, el hombre conocido como Masema Dagar había muerto y se había levantado de la tumba como el Profeta del lord Dragón Renacido, y últimamente se mostraba más susceptible que nunca respecto a que se mencionara su anterior nombre—. Comete un desliz en el sitio equivocado y es posible que puedas considerarte afortunada si unos cuantos de sus matones se limitan a azotarte en cuanto te encuentren sola. —Selande volvió a asentir con la cabeza, seriamente, y en esta ocasión sin oler a miedo. Luz, esos idiotas de Faile eran tan tontos como para no discernir qué debían temer.
—Casi ha amanecido —murmuró Balwer, que tiritó y se arrebujó más en la capa—. La gente no tardará en despertarse y algunos asuntos es mejor discutirlos sin ser vistos. Si milady hace el favor de continuar… —De nuevo, sus palabras fueron más que una sugerencia. Selande y los demás adláteres de Faile sólo habían servido para causar problemas, a entender de Perrin, y por alguna razón Balwer parecía estar intentando chincharla hasta hacerla reventar, pero curiosamente ella respingó con aire azorado y murmuró una disculpa.
Ciertamente la oscuridad iba disminuyendo, cayó en la cuenta Perrin, al menos a sus ojos. El cielo aún parecía negro, salpicado de brillantes estrellas, y sin embargo él casi distinguía los colores de las seis finas rayas que cruzaban la chaqueta de Selande. Al menos distinguía unas de otras. Gruñó para sus adentros al comprender que se había despertado más tarde de lo habitual. ¡No podía permitirse dejar que lo venciera el agotamiento, por cansado que estuviera! Tenía que oír el informe de Selande —que Masema enviara jinetes no habría preocupado a la mujer, ya que lo hacía casi a diario—, pero no pudo evitar buscar con ansiedad a Aram y Brioso. Sus oídos captaban los sonidos de actividad en las estacadas de caballos, pero todavía no había señales del suyo.
—Lo segundo, milord —prosiguió Selande—, es que Haviar ha visto barriles de pescado y carne de vaca en salazón con las marcas altaranesas, muchos. Dice que también hay altaraneses entre la gente de Mas… del Profeta. Algunos parecen artesanos, y uno o dos podrían ser mercaderes o funcionarios. En cualquier caso, personas establecidas y de sólida reputación, y algunos parecen dudosos de haber tomado la decisión correcta. Unas cuantas preguntas podrían desvelar de dónde proceden el pescado y la carne. Y tal vez aumentar el número de informadores para vos.
—Sé de dónde vienen el pescado y la carne, y tú también —repuso Perrin, irritado. Las manos enlazadas a la espalda se empuñaron.
Había confiado en que la velocidad con la que se movían impediría que Masema enviara grupos en incursiones para saquear. Eso es lo que eran, como los Shaido, si no peores. Ofrecían a la gente una oportunidad de jurar lealtad al Dragón Renacido y a los que se negaban, a veces incluso a los que vacilaban simplemente, los mataban a fuego y acero. En cualquier caso, tanto si partían para seguir a Masema como si no, los que juraban tenían que hacer generosos donativos para apoyar la causa del Profeta, mientras que los que morían eran simplemente Amigos Siniestros y se confiscaban sus bienes. Según la ley de Masema, los ladrones perdían una mano, pero nada de lo que hacían sus saqueadores era un robo, según él. Conforme a sus leyes, el asesinato y un montón más de delitos merecían la horca, pero un número considerable de sus seguidores parecía preferir matar que recibir juramentos. De ese modo había más saqueo y para algunos de ellos el asesinato resultaba un entretenido pasatiempo al que jugar antes de comer.
—Diles que se mantengan alejados de esos altaraneses —prosiguió Perrin—. Las filas de Masema acogen a todo tipo de gente, y aun en el caso de que les estén entrando dudas, no tardarán mucho en apestar a fanatismo como los demás. Entonces no vacilarían en destripar a un vecino, cuanto menos a alguien que ha preguntado lo que no debía. Lo que quiero saber es qué hace Masema, qué está planeando.
Que ese hombre tramaba algo parecía evidente. Masema afirmaba que era blasfemia tocar el Poder Único, con excepción de Rand, y que lo único que deseaba era reunirse con él en el este. Como siempre, pensar en Rand vino acompañado de un torbellino de colores, aunque esta vez más vívidos que de costumbre; no obstante, la ira los evaporó en la mente de Perrin. Blasfemia o no, Masema había aceptado Viajar, que no sólo implicaba encauzar, sino hombres encauzando. Y, dijera lo que dijera, lo había hecho para permanecer en el oeste todo el tiempo posible, no por ayudar a rescatar a Faile. Perrin solía confiar en la gente hasta que demostraba que no era merecedora de ello, pero nada más percibir el efluvio de Masema se había dado cuenta de que ese hombre estaba tan desquiciado como un perro rabioso, y era aún menos de fiar.
Había pensado cómo frenar ese ardid, fuera lo que fuese. Y cómo frenar las matanzas y los incendios. Masema contaba con diez o doce mil hombres, tal vez más —el tipo no era nada comunicativo respecto a eso, y la forma que tenían de acampar, en un desperdigado desorden, hacía imposible contarlos—, mientras que los que seguían a Perrin