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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 35
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mantener el gesto impasible pasara lo que pasara. Las expresiones plasmadas en el rostro podían revelar mucho a un oponente. Recordaba la cara de la niña que había puesto aquella muñeca en su camilla. Todavía podía escucharla: «Has protegido mi vida, así que debes tener a Emela para que a cambio cuide de ti —había dicho—. No puede protegerte realmente, desde luego; sólo es una muñeca. Pero guárdala para que te recuerde que siempre te oiré si pronuncias mi nombre. Si sigo viva, naturalmente».

—Mi honor es la lealtad —manifestó mientras soltaba con cuidado la taza de Ajimbura sobre el escritorio para no derramar vino en los papeles. Por muy a menudo que ese hombre puliera la plata, Karede dudaba que se molestara en lavar el recipiente—. Lealtad al trono. ¿Por qué acudiste a mí?

Mor se desplazó ligeramente de forma que el sillón quedó entre ambos. Sin duda creía que daba la impresión de actuar con tranquilidad, pero era obvio que estaba preparado para arrojar la copa de vino. Tenía un cuchillo dentro de la chaqueta y otro en la parte posterior, a la altura de los riñones, y probablemente uno más como poco.

—Tres peticiones para unirse a la guardia personal de la Augusta Señora Tuon. Y conservaste la muñeca.

—Eso lo he entendido —le dijo secamente Karede. Se suponía que los Guardias no debían cobrar aprecio a quienes les mandaban proteger. La Guardia de la Muerte sólo servía al Trono de Cristal, a quienquiera que ocupara el solio, con todo el corazón y toda lealtad. Pero recordaba la cara seria de aquella niña, consciente ya de que quizá no viviera para cumplir con su deber y sin embargo intentando cumplirlo de todos modos, y había conservado la muñeca—. Pero hay algo más en esto que el rumor de una chica, ¿verdad?

—El aliento de una mariposa —murmuró el tipo—. Es un placer hablar con alguien que tiene una visión tan profunda. La noche que asesinaron a Tylin robaron dos damane de las casetas del palacio de Tarasin. Ambas eran anteriormente Aes Sedai. ¿No te parece demasiada coincidencia?

—Cualquier coincidencia me parece sospechosa, Almurat. Mas ¿qué tiene que ver eso con los rumores y… otros asuntos?

—Esta maraña está más enredada de lo que imaginas. Varias personas más abandonaron el palacio esa noche, entre ellas un joven que era el favorito de Tylin, cuatro hombres que sin duda eran soldados, y un hombre mayor, un tal Thom Merrilin, o así es como se hacía llamar, que supuestamente era un criado, pero que denotaba mucha más educación de lo que cabría esperarse. En uno u otro momento, a todos se los vio con Aes Sedai que se encontraban en la ciudad antes de que el imperio las reclamara. —Concentrado, el Buscador se inclinó ligeramente hacia adelante sobre el respaldo del sillón—. Quizás a Tylin no la asesinaron por jurar lealtad, sino porque se había enterado de cosas que eran peligrosas. Quizá fue descuidada en lo que le reveló al chico estando en el lecho, y éste informó a Merrilin. Lo llamaremos así hasta que descubramos un nombre mejor. Cuantas más cosas sé sobre ese hombre, más intrigante me resulta: buen conocedor del mundo, lenguaje educado, un trato fácil con nobles y coronas. Un cortesano, de hecho, si uno no supiera que era un sirviente. Si la Torre Blanca tuviera ciertos planes para Ebou Dar, enviaría a un hombre así para llevarlos a cabo.

Planes. Sin pensar, Karede cogió la copa de Ajimbura y estuvo a punto de beber antes de darse cuenta de lo que hacía. Siguió sosteniendo el recipiente, sin embargo, para no revelar su agitación. Todos —al menos aquellos a los que conocía— estaban convencidos de que la desaparición de Tuon tenía que ver con la pugna para suceder a la emperatriz, así viviera para siempre. Tal era la vida de la familia imperial. Después de todo, si la Augusta Señora moría había que nombrar a otro heredero. Si estuviera muerta. Y si no… La Torre Blanca habría enviado a sus mejores elementos si el plan era llevársela. Eso, si es que el Buscador no intentaba enredarlo en algún juego propio. Los Buscadores podían intentar engañar a cualquiera menos a la propia emperatriz, así viviera para siempre.

—Has expuesto esta idea a tus superiores y la han rechazado, o de otro modo no habrías acudido a mí. Eso, o… No se la has mencionado, ¿verdad? ¿Por qué?

—Una maraña mucho más enredada de lo que cabe imaginar —musitó Mor al tiempo que miraba hacia la puerta como si sospechara que estuvieran escuchando a escondidas. ¿Por qué actuaba con precaución ahora?—. Hay muchas… complicaciones. A las dos damane las sacó lady Egeanin Tamarath, que había tenido tratos con Aes Sedai anteriormente. Tratos estrechos, dicho sea de paso. Muy estrechos. Obviamente soltó a las otras damane para cubrir su huida. Egeanin abandonó la ciudad esa misma noche, con tres damane en su séquito y también, creemos, Merrilin y los otros. Ignoramos quién era la tercera damane. Sospechamos que alguien importante entre los Atha’an Miere o quizás una Aes Sedai que se ocultaba en la ciudad, pero hemos identificado a las sul’dam que utilizó y hay una estrecha conexión entre dos de ellas y Suroth, que a su vez tiene muchas conexiones con Aes Sedai. —A pesar de toda su cautela, Mor dijo aquello como si no fuera la descarga de un rayo. No era de extrañar que estuviera nervioso.

Bien. Suroth conspiraba con Aes Sedai y había corrompido al menos a algunos de los Buscadores situados por encima de Mor, y la Torre Blanca había enviado hombres al mando de uno de sus mejores elementos para llevar a cabo ciertas acciones. Todo verosímil. Cuando a él lo habían enviado con los Precursores se le había ordenado vigilar a la Sangre por si alguien denotaba una excesiva ambición. Siempre había existido una posibilidad, tan lejos del imperio, de que intentaran establecer sus propios reinos. Y él mismo había enviado hombres a una ciudad que sabía que caería se hiciera lo que se hiciera para defenderla, a fin de que perjudicaran al enemigo desde dentro.

—¿Sabes en qué dirección partieron, Almurat?

Mor sacudió la cabeza.

—Fueron hacia el norte, y en las caballerizas de palacio se mencionó Jehannah, pero eso parece un intento obvio de engaño. Habrán cambiado de dirección a la primera oportunidad. Hemos comprobado embarcaciones lo bastante grandes para llevar al grupo a través del río, pero las de ese tamaño van y vienen todo el tiempo. No hay control en este sitio, ni orden.

—Esto me da mucho en que pensar.

El Buscador hizo una leve mueca, pero pareció comprender que había obtenido todo el compromiso que Karede estaba dispuesto a conceder. Asintió con la cabeza.

—Sea lo que sea lo que decidas hacer, debes saber esto. Quizá te preguntes cómo extorsionaba la chica a esos mercaderes. Al parecer la acompañaban siempre dos o tres soldados. La descripción de sus armaduras ha sido muy precisa también. —Alargó la mano un tanto como si fuera a tocar la bata de Karede, pero, muy sensatamente, la dejó caer al costado—. Casi todo el mundo lo llama negro a eso. ¿Me entiendes? Decidas lo que decidas, no te demores. —Mor alzó la copa—. A tu salud, oficial general. Furyk. A tu salud y por el imperio.

Karede vació la copa de Ajimbura sin vacilar.

El Buscador se marchó tan de repente como había entrado y, unos instantes después de que la puerta se hubo cerrado tras él, volvió a abrirse para dar paso a Ajimbura. El hombrecillo lanzó una mirada acusadora al cuenco de cráneo, que seguía en las manos de Karede.

—¿Sabías algo de este rumor, Ajimbura? —Preguntar si el tipo había estado escuchando era como preguntar si el sol salía por la mañana. En cualquier caso, no lo negó.

—Yo no me mancharía la lengua con esa porquería, excelso señor —contestó mientras se erguía.

Karede se permitió el lujo de suspirar. Tanto si la desaparición de lady Tuon era obra de ella misma como de otro, corría un gran peligro. Y, si el rumor era algún ardid de Mor, el mejor modo de romper el juego de otro era hacer propio el juego.

—Dispón mi navaja de afeitar. —Tomó asiento y alargó la mano derecha hacia la pluma, sosteniéndose la manga con la izquierda para que no se manchara con la tinta—. Después buscarás al capitán Musenge y le entregarás esto cuando esté solo. Regresa deprisa; tendré más instrucciones para ti.

Poco después del mediodía del día siguiente cruzaba la bahía en el transbordador que partía cada hora, según el preciso repique de campanas. Era una lenta gabarra que cabeceaba a medida que los largos remos la impulsaban sobre las agitadas aguas de la bahía. Las cuerdas que sujetaban media docena de carretas cubiertas con lona de una mercader crujían con cada bandazo, los caballos pateaban nerviosos y los remeros tenían que apartar a empujones a los conductores y guardas contratados que querían vaciar el estómago por la borda. Algunos tipos no tenían aguante para el movimiento del agua. La propia mercader, una mujer de cara rellena y tez cobriza, se encontraba en la proa arrebujada en una capa oscura, balanceándose suavemente con los movimientos del transbordador, fija la mirada en el desembarcadero al que iban aproximándose y sin prestar atención a Karede, que estaba a su lado. Aunque sólo fuera por la silla de su castrado zaino, seguramente sabía que era seanchan, pero la sencilla capa gris que llevaba le tapaba la chaqueta verde bordeada en rojo, de modo que si había reparado siquiera en él pensaría que era un soldado normal y corriente. Un colono no, debido a la espada que pendía de su costado. Quizás en la ciudad habría habido ojos más perspicaces a pesar de las medidas tomadas para evitarlos, pero contra eso no podía hacer nada. Con suerte, disponía de un día, tal vez dos, antes de que todos se dieran cuenta de que no iba a regresar a la posada al cabo de un rato.

Se encaramó a la silla tan pronto como el transbordador topó contra los pilares revestidos con cuero del muelle y fue el primero en salir cuando la puerta de carga se abrió, en tanto que la mercader apremiaba a los carreteros y los barqueros destrincaban las ruedas. Mantuvo a Aldazar a paso lento por el empedrado —aún resbaladizo por la lluvia matinal, los restos esparcidos de estiércol de caballo y los excrementos de un rebaño de ovejas—, y sólo dejó que el zaino apretara el paso cuando llegaron a la calzada de Illian, si bien lo mantuvo al trote aun entonces. La impaciencia era un error cuando se iniciaba un viaje que no se sabía lo que iba a durar.

Las posadas que flanqueaban la calzada al final del embarcadero eran edificios de techos planos, revocados con enlucido blanco descascarillado y agrietado y letreros desvaídos en la fachada o sin ninguno. Esa calzada marcaba el límite septentrional del Rahad, y hombres toscamente vestidos y repantigados en bancos delante de las posadas lo siguieron con la vista al pasar ante ellos. No por ser seanchan; sospechaba que no habrían puesto mejor cara a cualquiera que fuera a caballo. A decir verdad, a cualquiera que tuviera dos monedas que robar. Sin embargo, los dejó atrás pronto y durante las siguientes horas pasó por olivares y pequeñas granjas donde los braceros estaban acostumbrados a que hubiera transeúntes por la calzada y por ende continuaban con su trabajo

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