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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 33
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lo que queráis saber sin que se peleen, una vez que puedan volver a sentarse.

Hablaba como si realmente lo dijera en serio. Joline miraba fijamente a las tres sul’dam con indignada incredulidad, pero Edesina se había sentado derecha y asía el cuchillo del cinturón con expresión decidida, en tanto que Teslyn era la que ahora se había encogido, echándose hacia atrás contra la pared, con las manos apretadas sobre la cintura.

—No será necesario —contestó Mat al cabo de un momento. Sólo un momento. Por muy satisfactorio que resultara hacer que «tranquilizaran» a Joline, Edesina podría desenvainar su cuchillo y eso sería levantar un revuelo, ocurriera lo que ocurriese—. ¿De qué peligro mayor hablas, Joline? ¿Qué peligro es mayor ahora mismo que los seanchan? ¡Joline!

La Verde llegó a la conclusión de que su mirada intensa no impresionaba en absoluto a Bethamin y entonces la volvió hacia Mat. Si no hubiera sido una Aes Sedai, Mat habría dicho que estaba enfurruñada. A Joline no le gustaba explicarse.

—Si te empeñas en saberlo, alguien está encauzando. —Teslyn y Edesina asintieron con la cabeza, la hermana Roja de forma reacia, y la Amarilla con énfasis.

—¿En el campamento? —preguntó Mat, alarmado. Su mano derecha se movió por voluntad propia para apretar la plateada cabeza de zorro que colgaba debajo de su camisa, pero el medallón no se había puesto frío.

—Lejos —respondió Joline, todavía de mala gana—. Hacia el norte.

—Mucho más lejos de lo que ninguna de nosotras debería poder percibir un encauzamiento —añadió Edesina con un dejo de temor en la voz—. La cantidad de Saidar que se está manejando tiene que ser inmensa, inconcebible.

Enmudeció ante la dura mirada de Joline, que se volvió para observar a Mat como si decidiera cuánto tenía que contarle.

—A esa distancia —continuó—, no podría percibir ni a todas las hermanas de la Torre encauzando. Tienen que ser los Renegados, y sea lo que sea que estén haciendo no queremos encontrarnos más cerca de lo imprescindible.

Mat guardó silencio un momento; luego, finalmente, dijo:

—Si es lejos, entonces seguimos adelante con el plan.

Joline se puso de nuevo a discutir, pero Mat no se molestó en escuchar. Cada vez que pensaba en Rand o en Perrin surgía un remolino de colores en su cabeza. Suponía que era parte de ser ta’veren. Esta vez no había pensado en ninguno de sus amigos, pero los colores surgieron de repente, un abanico de un millar de arcos iris. Esta vez, casi habían formado una imagen, una vaga vislumbre de lo que podían ser un hombre y una mujer sentados en el suelo, mirándose el uno al otro. Desapareció al instante, pero lo supo tan certeramente como su propio nombre: no eran los Renegados. Era Rand. Y no pudo evitar preguntarse qué habría estado haciendo Rand cuando los dados se habían detenido.

4. La historia de una muñeca

Furyk Karede estaba sentado ante su escritorio mirando sin ver los papeles y mapas extendidos delante de él. Las dos lámparas de aceite se encontraban encendidas sobre el escritorio, aunque ya no las necesitaba. El sol debía de estar asomando por el horizonte, pero desde que había despertado de un sueño irregular y recitado sus devociones a la emperatriz, ojalá viviera para siempre, sólo se había puesto la bata del oscuro color verde imperial que algunos se empeñaban en llamar negro, y se había sentado allí sin moverse desde entonces. Ni siquiera se había afeitado. Había dejado de llover, y consideró la idea de decirle a su sirviente Ajimbura que abriera una ventana para que entrara un poco de aire fresco en su habitación de La Mujer Errante. El aire fresco quizá le aclarara las ideas. Pero en los últimos cinco días había habido períodos de calma que terminaban con repentinos aguaceros, y su cama se encontraba entre las ventanas. Ya habían tenido que tender una vez el colchón y las sábanas en la cocina para que se secaran.

Un apagado chillido y un gruñido de agrado de Ajimbura le hicieron levantar la vista; el menudo y enjuto hombrecillo exhibía una rata de gran tamaño ensartada en la punta del largo cuchillo. No era la primera que Ajimbura mataba en ese cuarto últimamente, algo que Karede había jurado que no habría ocurrido si Satelle Anan siguiera siendo la propietaria de la posada, bien que el número de ratas en Ebou Dar parecía haberse incrementado adelantándose a la primavera. El propio Ajimbura tenía cierto aire de rata arrugada, con su sonrisa satisfecha y salvaje por igual. Tras más de trescientos años bajo el dominio del imperio, las tribus de las colinas Kaensada seguían estando medio civilizadas, y menos que medio domesticadas. El hombre llevaba el cabello —rojo oscuro y surcado de mechones blancos— tejido en una gruesa coleta que le llegaba a la cintura, para ser un buen trofeo si alguna vez encontraba el camino de vuelta a esos altos montes y caía en una de las interminables luchas intestinas entre familias o tribus, e insistía en beber en una taza montada en plata que cualquiera que la examinara bien vería que era la parte superior del cráneo de alguien.

—Si vas a comerte eso —dijo Karede como si hubiese alguna duda—, límpialo en el establo, donde no te vea nadie.

Ajimbura comía todo excepto lagartos, que estaban prohibidos en su tribu por alguna razón que nunca le había explicado.

—Por supuesto, excelso señor —contestó el hombre al tiempo que encorvaba los hombros, lo que pasaba por una reverencia entre los suyos—. Conozco bien las costumbres de la gente de ciudad y no avergonzaré al excelso señor.

Después de casi veinte años a su servicio, si Karede no se lo hubiera recordado Ajimbura habría desollado la rata y la habría asado sobre las llamas en el pequeño hogar de ladrillo.

Liberó el cadáver del animal de la punta del cuchillo y lo metió en una pequeña bolsa de lona que guardó en un rincón para más tarde, y luego limpió cuidadosamente la hoja antes de enfundar el arma y sentarse sobre los talones a la espera de las órdenes de Karede. Se quedaría así todo el día si era necesario, tan pacientemente como un da’covale. Karede nunca había llegado a entender exactamente la razón de que Ajimbura hubiese dejado su hogar fortificado en la colina para seguir a un Guardia de la Muerte. Era una vida mucho más confinada que la que había conocido y, además, Karede casi lo había matado en tres ocasiones antes de que hiciera esa elección.

Desechando los pensamientos sobre su sirviente volvió la atención a lo que había sobre el escritorio, si bien no tenía intención de coger la pluma de momento. Lo habían ascendido a oficial general por conseguir un pequeño éxito en las batallas con los Asha’man en unos días en los que pocos habían conseguido alguno, y ahora, por haber dirigido tropas contra hombres que encauzaban, había quien pensaba que debía tener conocimientos que compartir para luchar contra marath’damane. Nadie había tenido que hacer tal cosa hacía siglos, y, puesto que las llamadas Aes Sedai habían dejado ver su arma desconocida sólo a unas pocas leguas de donde él estaba, se había pensado mucho en cómo inutilizar su poder. Ése no era el único requerimiento que había en la mesa. Aparte de las requisas e informes habituales que requerían su firma, cuatro lores y cinco ladys habían solicitado sus comentarios sobre las fuerzas distribuidas en Illian contra ellos, y otras seis ladys y cinco lores pedían su opinión sobre el problema especial Aiel, pero esos asuntos se decidirían en otro sitio, y muy probablemente ya se habían decidido. Sus observaciones sólo servirían en las luchas internas sobre quién controlaba qué en el Retorno. En cualquier caso, la guerra había sido siempre la segunda vocación de la Guardia de la Muerte. Oh, sí, los Guardias siempre estaban allí dondequiera que se librara una gran batalla como la mano de la espada de la emperatriz, así viviera para siempre, para atacar a sus enemigos tanto si ella se encontraba presente como si no, siempre al frente donde la lucha era más encarnizada, pero su primera obligación era proteger las vidas y las personas de la familia imperial. Con sus propias vidas si era preciso, y dándolas de buen grado. Y nueve noches atrás la Augusta Señora Tuon había desaparecido como tragada por la tormenta. No pensaba en ella como la Hija de las Nueve Lunas; no podía hasta que supiera que ya no estaba bajo el velo.

Tampoco había considerado quitarse la vida aunque la vergüenza lo hería en lo más vivo. Recurrir al modo fácil de escapar al oprobio quedaba para la Sangre; la Guardia de la Muerte luchaba hasta el final. Musenge mandaba la guardia personal de Tuon, pero le tocaba a él, como oficial superior de la Guardia a este lado del Océano Aricio, traerla de vuelta sana y salva. Se estaba registrando hasta el último rincón de la ciudad con una u otra excusa, y cada embarcación mayor que un bote de remos, pero en la mayoría de los casos lo llevaban a cabo hombres que ignoraban lo que buscaban, desconocedores de que la suerte del Retorno podía depender de su diligencia. Era su deber. Por supuesto, la familia imperial era dada a intrigas más complicadas que el resto de la Sangre, y la Augusta Señora Tuon jugaba a menudo un juego realmente profundo con una habilidad astuta y mortífera. Sólo unos pocos sabían que había desaparecido otras dos veces con anterioridad y que se la había dado por muerta e incluso se habían hecho los preparativos para la ceremonia funeraria, todo arreglado por ella misma. Sin embargo, hubiera desaparecido por las razones que fueran, él tenía que encontrarla y protegerla. Hasta ahora no tenía ni la más mínima idea de cómo. Tragada por la tormenta. O quizá por la Dama de las Sombras. Había habido incontables intentos de raptarla o asesinarla, empezando el día de su nacimiento. Si la hallaba muerta, tendría que descubrir quién la había matado, quién había dado la orden, y vengarla costara lo que costara. También eso era su deber.

Un hombre esbelto entró en la habitación desde el pasillo sin llamar. Por la tosca chaqueta que vestía podría haberse tratado de uno de los mozos de cuadra de la posada, pero ningún lugareño tenía ese cabello claro y esos ojos azules, que recorrieron la pieza como para memorizar todo lo que había en ella. Metió una mano en la chaqueta, y Karede pensó en dos modos distintos de matarlo con sus propias manos en el breve momento que tardó el hombre en sacar una pequeña placa de marfil bordeada en oro y con el Cuervo y la Torre cincelados. Los Buscadores de la Verdad no tenían que llamar. Matarlos estaba muy mal visto.

—Márchate —le dijo el Buscador a Ajimbura mientras guardaba la placa una vez que estuvo seguro de que Karede la había reconocido. El hombrecillo siguió en cuclillas, inmóvil, y las cejas del Buscador se enarcaron por la sorpresa. Hasta en las colinas Kaensada todos sabían que la palabra de un Buscador era ley. Bueno, quizás en los poblados fortificados más remotos no; no si creían que nadie conocía la presencia del Buscador allí. Pero Ajimbura sabía a qué atenerse.

—Espera fuera —ordenó secamente Karede, y Ajimbura se incorporó con prontitud.

—Escucho y obedezco, excelso señor —murmuró. Antes de salir, sin embargo, estudió abiertamente al Buscador como para asegurarse de que éste supiera que se había fijado

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