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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 3
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flecha negra que señalaba hacia la gruesa cicatriz que le surcaba la mejilla hasta la frente—. ¿Se propone unirse a nosotros? ¿O pretende pedirnos que nos rindamos? Es de todos conocido que el Lobo, además de audaz, es artero.

Ituralde enlazó las manos a la espalda para evitar tocarse el rubí que le adornaba la oreja izquierda. También era de todos conocido que ese gesto suyo denotaba irritación, y a veces lo hacía a propósito, pero ahora necesita mostrar una actitud sosegada. ¡Aun cuando ese hombre estuviera tocándole las narices! No. Calma. Los duelos se entablaban en un momento de ira, pero él había acudido allí para librar otro tipo de contienda que requería calma. Las palabras podían ser armas más mortíferas que las espadas.

—Todos los aquí presentes saben que tenemos otro enemigo en el sur —dijo con voz firme—. Los seanchan han engullido Tarabon.

Recorrió con la mirada los semblantes de los taraboneses, que acogieron sus palabras con gestos impasibles. Nunca había sido capaz de leer los rostros taraboneses. Entre los grotescos bigotes —que parecían colmillos peludos, ¡peores que los de los saldaeninos!— y los absurdos velos, era como si llevasen una máscara, y la escasa luz de las linternas no ayudaba precisamente. Pero los había visto velados con malla, y los necesitaba.

—Han entrado en tropel en el llano de Almoth y siguen avanzando hacia el norte —prosiguió—. Su intención es obvia: se proponen apoderarse también de Arad Doman. Se proponen apoderarse de todo el mundo, me temo.

—¿Quiere lord Ituralde saber a quién apoyaremos si esos seanchan nos invaden? —inquirió Wakeda.

—Espero sinceramente que combatáis por Arad Doman, lord Wakeda —repuso suavemente Ituralde.

Wakeda se puso lívido ante el insulto directo, y sus hombres llevaron las manos a las espadas.

—Los refugiados han traído la noticia de que hay Aiel en el llano ahora —se apresuró a intervenir Shimron, como si temiera que Wakeda rompiera el compromiso de la Cinta Blanca. Ninguno de los hombres de Wakeda desenvainaría su arma a menos que él lo hiciera o les ordenara que lo hicieran—. Luchan por el Dragón Renacido, según los informes. Debe de haberlos enviado él, quizá para ayudarnos. Nadie ha derrotado nunca a un ejército Aiel, ni siquiera Artur Hawkwing. ¿Recordáis la Nieve Sangrienta, lord Ituralde, cuando éramos más jóvenes? Creo que convendréis conmigo en que no los derrotamos, digan lo que digan los historiadores, y no puedo creer que los seanchan cuenten con tantos efectivos como teníamos nosotros entonces. Yo he oído que los seanchan se desplazan hacia el sur, alejándose de la frontera. No, sospecho que la siguiente noticia que nos llegue será que se están retirando del llano, no que avanzan hacia nosotros. —Como comandante de campo no era malo, pero siempre había sido pedante.

Ituralde sonrió. Las noticias llegaban del sur más deprisa que desde ninguna otra parte, pero había temido que tendría que sacar el tema de los Aiel a colación, y entonces quizás habrían pensado que intentaba engañarlos. Aiel en el llano de Almoth; era algo que a él mismo le costaba creer. No comentó que, si se enviaba Aiel para ayudar a los Conjurados del Dragón, lo más lógico era que hubiesen aparecido en la propia Arad Doman.

—Yo también he preguntado a los refugiados, y me hablaron de asaltantes Aiel, no de ejércitos. Sea lo que sea lo que estén haciendo los Aiel en el llano, puede que haya frenado el avance seanchan, pero no los ha hecho retroceder. Sus bestias voladoras han empezado a explorar a este lado de la frontera. Eso no suena a retirada.

Con un floreo, sacó el papel doblado de la manga y lo sostuvo en alto para que todos vieran la Mano y la Espada impresa en la cera verde azulada. Como venía haciendo últimamente, había utilizado una cuchilla caliente para separar el sello real por un lado, dejándolo intacto, para así poder mostrárselo sin romper a los escépticos. Había habido muchos de ese tipo cuando se enteraban de algunas de las órdenes de Alsalam.

—Tengo orden del rey Alsalam de reunir a todos los hombres que pueda, dondequiera que pueda encontrarlos, y atacar con toda la contundencia posible a los seanchan. —Respiró hondo. Aquí corría otro riesgo, y Alsalam podía hacer que le cortaran la cabeza en el tajo a menos que los dados le fueran favorables—. Ofrezco una tregua. Me comprometo en nombre del rey a no hacer ningún movimiento hostil contra vosotros mientras los seanchan sean una amenaza para Arad Doman, si a vuestra vez os comprometéis a lo mismo y lucháis a mi lado contra ellos hasta que se los haya rechazado.

La respuesta fue un silencio pasmado. Rajabi, con su cuello de toro, se había quedado de una pieza. Wakeda se mordisqueaba el labio como una muchachita asustada.

—¿Se los puede rechazar, lord Ituralde? —masculló lord Shimron—. Me enfrenté a sus… Aes Sedai encadenadas en el llano de Almoth, como vos.

Las botas rechinaron en el suelo cuando los hombres rebulleron, apoyando el peso ora en un pie, ora en otro. A ninguno le gustaba pensar que estaba indefenso ante un enemigo, pero bastantes habían estado con Ituralde y Shimron en los primeros compases de ese enfrentamiento para saber cómo era ese enemigo.

—Se los puede rechazar, lord Shimron —contestó Ituralde—, aun con sus… pequeñas sorpresas. —Un modo extraño de calificar a la tierra estallando bajo los pies, y a exploradores que montaban lo que parecían Engendros de la Sombra, pero no sólo tenía que aparentar seguridad: también debía actuar y hablar en consecuencia. Además, cuando se sabe lo que el enemigo puede hacer, uno se adapta. Eso había sido una parte esencial en el arte de la guerra antes de que apareciesen los seanchan. La oscuridad reducía las ventajas de los seanchan, al igual que las tormentas, y una Zahorí siempre podía pronosticar cuándo se avecinaba una—. Un hombre sensato deja de mordisquear cuando llega al hueso —siguió—; pero, hasta ahora, los seanchan han cortado la carne en lonchas finas antes de llevársela a la boca. Me propongo echarles un pernil duro para que muerdan. Lo que es más, tengo un plan para que muerdan tan rápido que se rompan los dientes en el hueso antes de que hayan arrancado un bocado de carne. Bien. Yo he dado mi palabra. ¿Lo haréis vosotros?

Le costó mucho no contener la respiración. Todos los hombres parecían absortos en sí mismos. Podía verlos rumiando. El Lobo tenía un plan. Los seanchan habían encadenado Aes Sedai y volaban en bestias y sólo la Luz sabía qué más. Pero el Lobo tenía un plan. Los seanchan. El Lobo.

—Si hay un hombre que sea capaz de derrotarlos, sois vos, lord Ituralde —dijo finalmente Shimron—. Yo doy mi palabra.

—¡Y yo! —gritó Rajabi—. ¡Los rechazaremos y los haremos volver a través del océano hasta allí de donde proceden!

Cosa sorprendente, Wakeda bramó su aceptación con igual entusiasmo, y entonces estalló un estruendo de voces clamando que suscribían el compromiso con el rey, que aplastarían a los seanchan, e incluso hubo algunos que proclamaron que seguirían al Lobo a la Fosa de la Perdición. Todo muy gratificante, pero Ituralde había ido allí para algo más.

—Si lo que esperáis es que luchemos por Arad Doman —se alzó una voz por encima de las demás—, ¡entonces pedídnoslo!

Los hombres que se habían comprometido dando su palabra bajaron el tono a unos murmullos furiosos y empezaron a mascullar maldiciones entre dientes.

Ituralde ocultó su satisfacción tras una expresión afable y se volvió hacia el que había hablado, en el lado opuesto del salón. El tarabonés era un hombre enjuto, con una nariz aguileña que hacía que el velo pareciera una tienda de campaña. Con todo, sus ojos eran duros y perspicaces. Algunos taraboneses habían fruncido el entrecejo, como si les molestara que hubiese hablado; de modo que, al parecer, tampoco tenían un líder, como ocurría con los domani. Sin embargo, lo importante era que hubiese hablado. Ituralde había esperado obtener la respuesta de los juramentos prestados, pero no eran necesarios para su plan. Los de los taraboneses sí. Al menos, con ellos se centuplicaban las posibilidades de que funcionara. Hizo una cortés inclinación de cabeza al hombre.

—Os ofrezco la oportunidad de luchar por Tarabon, mi estimado señor. Los Aiel están ocasionando cierta confusión en el llano; los refugiados lo han comentado. Decidme, ¿podría una pequeña compañía de vuestros hombres, alrededor de un centenar, cruzar el llano aprovechando ese desorden y entrar en Tarabon, si sus armaduras llevaran franjas como las que lucen los que combaten por los seanchan?

Cualquiera habría pensado que era imposible que el rostro del tarabonés se tornara más tenso, pero lo hizo, y entonces les llegó el turno a los hombres que estaban en ese lado del salón de maldecir entre dientes y mascullar en tono furioso. Habían llegado suficientes noticias al norte para estar al corriente de que había un nuevo rey y una nueva Panarch puestos en los tronos por los seanchan y que habían jurado lealtad a una emperatriz del otro lado del Océano Aricio. Era lógico que no les gustase que les recordaran cuántos de sus compatriotas luchaban por esa emperatriz. La mayoría de los «seanchan» presentes en el llano de Almoth eran taraboneses.

—¿Y qué podría hacer una pequeña compañía? —gruñó el hombre enjuto.

—Muy poco —contestó Ituralde—. Pero ¿y si hubiera cincuenta compañías así? ¿O un centenar? —Estos taraboneses podrían tener, en conjunto, ese número de hombres—. ¿Y si todas atacasen el mismo día, por todo el territorio de Tarabon? Yo mismo cabalgaría con ellos, así como todos aquellos de mis hombres a los que se les pudiera proporcionar una armadura tarabonesa. Así sabríais que esto no es simplemente una estrategia para quitaros de en medio.

A su espalda, los domani empezaron a protestar en voz alta. Wakeda —¡quién lo hubiera dicho!— el que más. Estaba bien lo del plan del Lobo, pero lo querían a él al mando. La mayoría de los taraboneses se pusieron a discutir entre ellos sobre si tantos hombres podrían cruzar el llano sin ser detectados, aunque lo hicieran en grupos tan reducidos, sobre de qué iban a servir esas pequeñas compañías, sobre si estaban dispuestos a llevar armaduras marcadas con las franjas seanchan. Los taraboneses discutían con tanta facilidad como los saldaeninos y con igual acaloramiento. El hombre de nariz aguileña no. Sostuvo firmemente la mirada de Ituralde, y después hizo un ligero gesto de asentimiento con la cabeza. Resultaba difícil de asegurar con ese espeso bigote, pero a Ituralde le pareció que sonreía.

La tensión que mantenía tirantes sus hombros desapareció. El tipo no habría accedido mientras los demás discutían si no tuviera más autoridad de lo que sugerían las apariencias. Los otros irían, estaba convencido. Cabalgarían hacia el sur con él hasta el corazón de lo que los seanchan consideraban suyo, y les darían en plena cara. Los taraboneses querrían quedarse después, naturalmente, y seguir con la lucha en su propia patria. Era lo menos que podía esperar. Lo cual los dejaría, a él y a los pocos miles de hombres que pudiera llevar consigo, en la posición de ser perseguidos y acosados de vuelta al norte, a todo lo ancho del llano de Almoth. Perseguidos y acosados con ferocidad, si la Luz quería.

Devolvió la sonrisa al tarabonés, si es que había sido una sonrisa. Con un poco de suerte, los enfurecidos generales no advertirían hacia dónde los conducía hasta que no fuera demasiado tarde. Y si lo advertían… Bueno, tenía otro plan en reserva.

Elmon

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