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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 29
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momento tratando de entender por qué discutían, pero finalmente decidió que ni siquiera ellas lo sabían. Dos hombres sin chaqueta rodaban por el suelo enzarzados en una pelea observados por la que seguramente era causa de la riña, una costurera esbelta de ojos ardientes llamada Jameine, pero Petro apareció y los apartó a la fuerza antes de que Mat tuviera tiempo de apostar al ganador.

No tenía miedo de volver a ver a Tuon. Por supuesto que no. No se había acercado a ella después de meterla en ese carromato para darle tiempo a que se calmara. Eso era todo. Sólo que… Tranquila, era lo que Domon había dicho de ella, y era verdad. Raptada en mitad de la noche, arrastrada fuera en plena tormenta por gente que podía degollarla, que ella supiera, y había sido, con mucho, la más serena de todos. ¡Luz, en vista de su actitud habríase dicho que lo había planeado ella misma! Entonces lo había hecho sentirse como si la punta de un cuchillo lo rozara entre los omóplatos, y ahora, al pensar en ella, volvía a sentir lo mismo. Y los dados seguían tintineando dentro de su cráneo.

«Esa mujer no va a proponer intercambiar votos en este momento», pensó, soltando una risita, pero incluso a él le sonó forzada. Con todo, no había motivo en absoluto para que tuviera miedo. Su actitud era de lógica precaución, no miedo.

El espectáculo podría igualar en tamaño a un pueblo nada pequeño, pero uno sólo podía deambular por él durante un tiempo antes de tener que volver sobre sus pasos. A no tardar —más bien demasiado pronto— se encontró mirando fijamente el carromato sin ventanas pintado en un desvaído púrpura y rodeado por carretas de almacenaje cubiertas con lonas, a la vista de la estacada de caballos situada más al sur. Las carretillas de estiércol no se habían vaciado esa mañana y el tufo era intenso. El viento también traía un penetrante hedor de las jaulas de animales más cercanas, un olor a almizcle de los grandes felinos, de los osos y de la Luz sabía qué más. Más allá de las carretas de almacenaje y de las estacadas una sección del muro de lona cayó y otra empezó a sacudirse a medida que los hombres soltaban los vientos que sujetaban los postes. El sol, ahora medio oculto por unas nubes oscuras, había recorrido la mitad o más del arco hacia el mediodía, pero todavía era pronto.

Harnan y Metwyn, dos de los Brazos Rojos, habían enganchado ya el primer par de caballos a la vara del carromato púrpura y casi habían acabado de enganchar el segundo par. Soldados bien entrenados de la Compañía de la Mano Roja, estarían listos para ponerse en marcha mientras que la gente del espectáculo seguiría dilucidando hacia qué lado debían mirar los caballos. Mat había enseñado a la Compañía a moverse rápido cuando era preciso. Sus propios pies se arrastraban como si caminara hundido en barro.

Harnan, con aquel absurdo tatuaje de un halcón en la mejilla, fue el primero en verlo. El jefe de fila de prominente quijada siguió abrochando un tirante de la guarnición mientras intercambiaba una mirada con Metwyn, un cairhienino de rostro juvenil cuya apariencia desdecía su edad y su debilidad por las camorras de taberna. No tenían por qué parecer sorprendidos.

—¿Va todo bien? Quiero estar en camino pronto. —Se frotó las manos para entrar en calor y miró el carromato púrpura con inquietud. Tendría que haberle llevado un regalo, alguna joya o flores. Ambas cosas funcionaban con la mayoría de las mujeres.

—Bastante bien, milord —contestó Harnan en un tono cauteloso—. Ni gritos, ni chillidos, ni llantos. —También miró el carromato de soslayo, como si no diera crédito a sus propias palabras.

—El silencio me agrada —dijo Metwyn mientras ensartaba una de las riendas por un anillo del collar de un caballo—. Cuando una mujer se pone a llorar, lo único que se puede hacer es irse si uno valora su pellejo, y no podemos tirar a éstas a un lado del camino. —Pero también echó una ojeada al carromato y sacudió la cabeza con incredulidad.

A Mat no le quedaba más remedio que entrar, de modo que lo hizo. Sólo tuvo que hacer dos intentos, con una sonrisa petrificada en la cara, para animarse a subir el corto tramo de peldaños de madera pintada de la parte trasera del carromato. No tenía miedo, pero hasta un tonto entendería esa situación lo suficiente para estar nervioso.

A despecho de no tener ventanas, el interior del carromato estaba bien iluminado con cuatro lámparas de espejo encendidas que se alimentaban con buen aceite, por lo que no había olor a rancio. Claro que, con la peste de fuera, habría resultado difícil apreciarlo. Tenía que encontrar un sitio mejor para estacionarlo. Una pequeña estufa de ladrillo, con la puertecilla de hierro al igual que la parte superior para poder cocinar, hacía que el interior pareciera un horno en comparación con el exterior. No era un vehículo grande y cada centímetro de pared que podía aprovecharse estaba cubierto con armarios o estanterías o perchas para colgar ropa, toallas y cosas por el estilo, pero la mesa abatible, sujeta con cuerdas, se hallaba recogida en el techo, de modo que las tres mujeres que lo ocupaban no estaban apiñadas.

No podían ser más distintas. La señora Anan, una regia mujer con pinceladas grises en el cabello, se encontraba sentada en una de las dos estrechas camas construidas contra las paredes y parecía centrada en el bastidor de bordar, sin que en absoluto diera la impresión de ser una guardiana. Un gran aro de oro adornaba cada una de sus orejas y su Cuchillo de Esponsales colgaba de un collar de plata ajustado al cuello con el mango de piedras rojas y blancas reposando en el inicio del busto, visible por el estrecho y profundo escote de su vestido ebudariano que tenía un lado de la falda recogido con puntadas para que se vieran las enaguas amarillas. Llevaba otro cuchillo, éste de hoja larga y curva, metido en el cinturón, pero eso era costumbre en Ebou Dar. Setalle se había negado a ponerse un disfraz, cosa que tampoco estaba mal. Nadie tenía motivos para perseguirla, y encontrar ropas para todos los demás ya había sido un buen problema. Selucia, una bonita mujer de tez cremosa, se había sentado en el suelo cruzada de piernas, entre las camas; un pañuelo oscuro le cubría la cabeza afeitada y en su rostro había una expresión huraña, aunque normalmente hacía gala de una dignidad suficiente para que la señora Anan pareciera frívola en comparación. Sus ojos eran tan azules como los de Egeanin y más penetrantes, y había organizado más jaleo que ésta a la hora de afeitarse el resto del cabello. No le gustaba el vestido azul ebudariano que le habían facilitado porque a su entender el profundo escote era indecente, pero la disfrazaba de un modo tan eficaz como si llevara máscara. Pocos hombres que vieran el impresionante busto de Selucia serían capaces de mantener los ojos mucho tiempo en su rostro. El propio Mat habría disfrutado de esa vista un instante o dos, pero estaba Tuon, sentada en la única banqueta que había en la carreta, con un libro encuadernado en cuero sobre el regazo, y le costó muchísimo mirar cualquier otra cosa. Su futura esposa. ¡Luz!

Tuon era menuda, no sólo baja, sino también casi tan delgada como un muchacho, y el vestido suelto de paño marrón, comprado a uno de los trabajadores del espectáculo, la hacía parecer una cría disfrazada con las ropas de su hermana mayor. En absoluto el tipo de mujer que le gustaba, sobre todo con sólo una sombra del negro pelo crecido de unos pocos días cubriéndole el cuero cabelludo. Sin embargo, si se pasaba eso por alto era bonita —de un modo discreto— con aquel rostro en forma de corazón y sus carnosos labios, y sus ojos grandes, cual oscuros estanques de serenidad. Esa absoluta calma casi lo ponía nervioso. Ni siquiera una Aes Sedai estaría serena en sus circunstancias. Los jodidos dados rodando en su cabeza no ayudaban precisamente a mejorar las cosas.

—Setalle me ha mantenido informada —dijo, arrastrando las palabras y en un tono frío mientras Mat cerraba la puerta. Mat había aprendido a notar diferencias en el acento seanchan; el de Tuon hacía que el de Egeanin diera la impresión de que la mujer tenía la boca llena de papilla, pero todos poseían esa cualidad de arrastrar las palabras, esa pronunciación lenta—. Me contó la historia que te has inventado sobre mí, Juguete. —Tuon seguía insistiendo en llamarlo así, como hacía en el palacio de Tarasin. Entonces no le había importado. Bueno, no mucho.

—Me llamo Mat… —empezó.

Ni se dio cuenta de dónde salió la taza de loza que apareció en la mano de ella, pero se las ingenió para echarse al suelo a tiempo de que la taza se estrellara contra la puerta en lugar de hacerlo en su cabeza.

—¿Has dicho que soy una sirvienta, Juguete? —Si su tono había sido frío antes, ahora era como el más crudo invierno. Apenas alzó la voz, pero también sonó dura como el hielo. Su expresión habría hecho que un juez de la horca pareciera un tarambana—. ¿Una sirvienta ladrona? —El libro resbaló de su regazo cuando se puso de pie y se agachó a recoger el orinal blanco con tapa—. ¿Una sirvienta desleal?

—Necesitaremos eso —dijo Selucia con deferencia al tiempo que le quitaba el recipiente de las manos. Lo dejó a un lado con cuidado y se agachó a los pies de Tuon casi como si estuviera lista para arrojarse contra Mat ella misma, así de chusca resultaba la escena. Aunque no había mucho que pareciese chusco en ese momento.

La señora Anan alargó la mano hacia uno de los estantes que había sobre su cabeza y le tendió otra taza a Tuon.

—De éstas tenemos de sobra —murmuró.

Mat le asestó una mirada indignada, pero los ojos color avellana de la mujer chispearon divertidos. ¡Divertidos! ¡Se suponía que tenía que vigilar a esas dos! Un puño aporreó la puerta de entrada.

—¿Necesitáis ayuda ahí dentro? —inquirió Harnan con incertidumbre. Mat se preguntó a cuál de los dos se estaría dirigiendo.

—Todo está controlado —respondió Setalle mientras pasaba tranquilamente la aguja por la tela del bordado que el bastidor mantenía tensa. Viéndola habríase dicho que no había nada más importante que su labor—. Sigue con tu trabajo y no te entretengas. —No era ebudariana, pero desde luego había asimilado a fondo las costumbres del país. Tras un momento, se oyó el sonido de unas botas bajando los peldaños de fuera. Al parecer Harnan también había pasado demasiado tiempo en Ebou Dar.

Tuon giró la otra taza entre las manos como si examinara las flores que tenía pintadas, y sus labios esbozaron una sonrisa tan leve que podría haber sido incluso obra de la imaginación de Mat. Era muy bonita cuando sonreía, pero esa sonrisa había sido de las que indicaban que ella sabía cosas que él ignoraba. Acabaría saliéndole urticaria si seguía haciendo eso.

—No quiero que se me conozca como una sirvienta, Juguete.

—Me llamo Mat, no… eso otro —repuso mientras se ponía de pie y comprobaba la reacción de la cadera con cautela. Para su sorpresa, no le dolía más que antes de tirarse sobre el suelo de madera. Tuon enarcó una ceja y sopesó la taza en la mano—. No

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