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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 28
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no era un secreto que le apeteciera revelar. De todos modos no serviría de nada.

—Nunca nos atraparán, Olver, ni a ti ni a mí. —Revolvió el cabello del chico y Olver esbozó una sonrisa de oreja a oreja, la seguridad recobrada así de fácil—. No mientras mantengamos abiertos los ojos y no perdamos la cabeza. Recuerda, puedes encontrar un modo para salir de cualquier dificultad si mantienes alerta los ojos y la mente, pero si no lo haces, tropezarás con tus propios pies. —Olver asintió con actitud seria, pero la intención de Mat era que sus palabras fueran un recordatorio para los otros. O quizá para sí mismo. Luz, no había modo de que ninguno de ellos estuviera más alerta. A excepción de Olver, que se tomaba todo aquello como una gran aventura, todos habían estado con los nervios de punta y sobresaltándose por cualquier cosa desde antes de salir de la ciudad—. Ve a ayudar a Thera como te dijo Juilin, Olver. —Una ráfaga de viento se coló a través de la chaqueta y lo hizo temblar.

»Y ponte una chaqueta; hace frío —añadió cuando el chico pasó junto a Thera y se metió en la tienda. Los ruidos procedentes del interior indicaron que Olver se había puesto manos a la obra, con chaqueta o sin ella, pero Thera continuó agazapada a la entrada de la tienda, sin apartar los ojos de Mat. Si no fuera porque él se preocupaba, el chico podría pillar una pulmonía.

Tan pronto como Olver desapareció en la tienda, Egeanin se acercó más a él, de nuevo puesta en jarras, y Mat gimió entre dientes.

—Vamos a dejar claras las cosas ahora, Cauthon —dijo con tono duro—. ¡Ahora! No permitiré que el viaje naufrague porque des contraorden a lo que yo mando.

—No hay nada que aclarar —le contestó—. Nunca he sido un empleado contratado por vos, y no hay más que hablar. —De alguna manera la mujer consiguió que su semblante se tornara más duro y expresara con tanta claridad como si le estuviera gritando que ella no veía así las cosas. Esa mujer era tan tenaz como una tortuga cuando tenía atenazado algo con las mandíbulas, pero tenía que haber algún modo de abrirle las suyas para que le soltara la pierna. Que lo asparan si le apetecía quedarse solo con los dados rodando en la cabeza, pero eso era mejor que tener que escucharlos al tiempo que discutía con ella—. Voy a ver a Tuon antes de marcharnos. —Las palabras salieron de su boca antes de que su cerebro lograra asimilarlas. Se dio cuenta de que habían estado agazapadas allí desde hacía un rato, turbias y solidificándose lentamente.

La sangre abandonó las mejillas de Egeanin tan pronto como el nombre de Tuon salió de su boca, y se oyó un chillido de Thera seguido del chasquido de la lona al cerrarse bruscamente las solapas de la entrada. La antigua Panarch había asimilado muchas costumbres seanchan mientras fue propiedad de Suroth, así como muchos de sus tabúes. No obstante, Egeanin estaba hecha de material más duro.

—¿Por qué? —demandó. Y casi sin respirar continuó, anhelante y furiosa por igual—: No debes llamarla así. Debes mostrar respeto. —Más dura en ciertos aspectos.

Mat sonrió, pero la mujer no pareció encontrarle la gracia. ¿Respeto? ¿Acaso había respeto en meter a alguien una mordaza en la boca y enrollarlo en una colgadura de pared? Llamar a Tuon Augusta Señora o cualquier otra cosa así no iba a cambiar aquello. Claro que si Egeanin estaba poco dispuesta a hablar de damane liberadas, lo estaba aún menos a hablar de Tuon. Si pudiera hacer como si el secuestro no hubiera ocurrido, lo haría, y en realidad, lo intentaba. Luz, pero si había tratado de no darse por enterada mientras ocurría. A su entender, cualquier otro delito que hubiese cometido era nimio en comparación con eso.

—Porque quiero hablar con ella —respondió.

¿Y por qué no? Tenía que hacerlo, antes o después. Ahora la gente trotaba arriba y debajo de la calle, hombres a medio vestir con las camisas sueltas y mujeres con el cabello todavía envuelto en pañuelos de noche, algunos tirando de caballos y otros simplemente yendo de aquí para allí, sin ocuparse de nada aparentemente. Un crío nervudo, un poco más grande que Olver, hacía volteretas en cuanto la gente dejaba un hueco, practicando o quizá jugando. El tipo adormilado de la carreta verde aún no había aparecido. El Mayor Espectáculo Ambulante de Valan no se pondría en marcha en varias horas. Había tiempo de sobra.

—Podéis venir conmigo —sugirió con el tono de voz más inocente que pudo adoptar. Debería habérsele ocurrido antes.

La invitación hizo que Egeanin se pusiera más tiesa que un palo. Parecía del todo imposible que su tez se tornara más pálida, pero se puso.

—Le mostrarás el debido respeto —dijo con voz ronca, y agarró el pañuelo con las dos manos como si tratara de ajustar más aún la negra peluca—. Vamos, Bayle. Quiero asegurarme de que mis cosas se guarden adecuadamente.

Domon vaciló mientras la mujer daba media vuelta y se metía a buen paso entre la multitud, sin mirar atrás, y Mat lo miró con cautela. Guardaba vagos recuerdos de una lucha en el barco fluvial de Domon, una vez, pero vagos era lo mejor que podía decir de ellos. Thom se mostraba amistoso con Domon, un punto a favor del illiano, pero aun así era el hombre de Egeanin hasta las cachas, dispuesto a respaldarla en todo, hasta en la aversión a Juilin, y Mat no confiaba más en él que en ella. Lo que significaba más bien poco. Egeanin y Domon tenían sus propias metas, y que Mat Cauthon conservara entero el pellejo no era un factor que incidiera en ellas. A decir verdad, dudaba que el hombre confiara realmente en él; claro que ninguno de ellos tenía elección en ese momento.

—Así la Fortuna me clave su aguijón —rezongó Domon al tiempo que se rascaba el hirsuto cabello que empezaba a crecerle sobre la oreja izquierda—. Sea lo que sea lo que te traes entre manos, quizá sea más de lo que puedes abarcar. Creo que ella es más dura de lo que imaginas.

—¿Egeanin? —preguntó, incrédulo, Mat. Miró en derredor rápidamente para ver si había alguien cerca que hubiese oído su desliz. Unos cuantos los miraban a Domon y a él al pasar a su lado, pero sólo por encima, sin interés. Luca no era el único ansioso por marcharse de una ciudad donde el flujo de público al espectáculo se había secado, y donde la noche alumbrada por los rayos que habían convertido en un infierno la bahía era un recuerdo fresco en la memoria. Todos habrían huido esa primera noche, dejándolo sin un sitio donde esconderse, de no ser porque Luca los convenció. El oro prometido hizo que Luca se mostrara muy persuasivo—. Sé que es más dura que unas botas viejas, Domon, pero las botas viejas no cuentan para mí. Esto no es un jodido barco, y no voy a dejarla que se ponga al mando y lo eche todo a perder.

Domon torció el gesto como si Mat fuera un majadero.

—Hablo de la chica, hombre. ¿Crees que tú estarías tan tranquilo si te hubiesen raptado en mitad de la noche? Sea lo que sea a lo que estés jugando, con esos disparates de que es tu esposa, ten cuidado o te afeitará la cabeza por los hombros.

—Sólo fue una patochada —rezongó Mat—. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo? Perdí los nervios un momento. —Oh, y tanto que sí. Enterarse de quién era Tuon mientras forcejaba con ella habría puesto histérico a un maldito trolloc.

Domon gruñó con incredulidad. Bueno, no era precisamente la mejor excusa que se había inventado. No obstante, a excepción de Domon, todos los que lo habían oído balbucir habían aceptado su explicación. O creía que la habían aceptado, al menos. A Egeanin se le enredaría la lengua sólo de pensar en Tuon, pero habría tenido mucho que decir si hubiera creído que él había hablado en serio. Probablemente le habría hincado su cuchillo. El illiano escudriñó en la dirección por la que se había ido Egeanin y sacudió la cabeza.

—Trata de sujetar la lengua de ahora en adelante. A Eg… Leilwin casi le da un ataque cada vez que recuerda lo que dijiste. La he oído mascullar entre dientes, y puedes apostar a que la propia chica no se lo ha tomado mejor. Tú sigue «haciendo patochadas» con ella y puede que acabemos todos una cabeza más bajos. —Se pasó un dedo por la garganta muy expresivamente y luego se despidió con un seco cabeceo antes de meterse entre la gente en pos de Egeanin.

Mat lo siguió con la mirada y también sacudió la cabeza. ¿Tuon dura? Sí, era la Hija de las Nueve Lunas y todo eso, y había conseguido crisparle los nervios con una mirada, allá en el palacio de Tarasin, cuando creía que sólo era otra noble seanchan con la nariz bien empinada, pero eso sólo era porque no dejaba de aparecer cuando menos lo esperaba uno. Sólo por eso. ¿Dura? Pero si parecía una muñeca de porcelana negra. ¿Cómo iba a ser dura?

«Impediste a duras penas que te rompiera la nariz y puede que algo más», se recordó a sí mismo.

Había tenido mucho cuidado de no repetir lo que Domon llamaba «disparates», pero lo cierto era que iba a casarse con ella. La idea lo hizo suspirar. Lo tenía tan cierto como una profecía, que lo era, en cierto modo. No alcanzaba a comprender cómo podía producirse semejante matrimonio; parecía imposible, a la vista de las circunstancias, y no se echaría a llorar si resultaba ser así. Pero sabía que eso no ocurriría. ¿Por qué tenía que topar siempre con malditas mujeres que lo atacaban con cuchillos o intentaban descabezarlo de una patada? No era justo.

Intentó ir directamente al carromato donde tenían encerradas a Tuon y a Selucia, vigiladas por Setalle Anan; la posadera podía hacer que una piedra pareciera blanda a su lado. Total, una noble mimada y una doncella no podían causarle problemas, sobre todo teniendo a un Brazo Rojo de guardia en el exterior. Al menos, no se los habían dado hasta ahora, o Mat se habría enterado. A pesar de su propósito, se sorprendió deambulando por las serpenteantes calles que se extendían por el recinto. En todas había mucho movimiento, tanto si eran anchas como si eran estrechas. Los hombres pasaban a toda prisa conduciendo por las riendas a caballos que retozaban y respingaban, demasiado tiempo sin haber hecho ejercicio. Otras personas desmontaban las tiendas y guardaban cosas en las carretas de almacenaje, o sacaban bultos envueltos en tela, arcones reforzados con latón y barriles y latas de todos los tamaños de los carromatos semejantes a casas que llevaban meses instalados allí, descargando parcialmente para poder empaquetarlo todo de nuevo para el viaje, todo ello al tiempo que se enganchaban los tiros. El barullo era constante: caballos relinchando, mujeres llamando a voces a los niños, niños chillando por juguetes perdidos o por el puro placer de gritar, hombres inquiriendo a voz en cuello quién tenía sus arneses o quién había tomado prestada alguna herramienta. Un grupo de acróbatas, mujeres esbeltas y musculosas que trabajaban en cuerdas colgadas de altos postes, habían rodeado a uno de los mozos de caballos y todos agitaban los brazos y hablaban a gritos y nadie escuchaba. Mat se paró un

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