con yelmos adornados con plumas finas y que les tapaban toda la cara excepto los ojos, cabalgaba al frente de la columna sin mirar ni a derecha ni a izquierda, las rojas capas extendidas perfectamente sobre las grupas de los caballos. El estandarte que ondeaba detrás de los oficiales mostraba lo que parecía una estilizada punta de flecha plateada, o quizás un ancla, cruzada por una larga flecha y un rayo dorado, con escritura y números debajo que Mat no pudo descifrar ya que el aire agitaba la bandera constantemente a uno y otro lado. Los hombres que llevaban las carretas de suministros vestían chaquetas de color azul oscuro y pantalones sueltos, así como gorros cuadrados, en rojo y azul, pero los soldados resultaban más llamativos que la mayoría de los seanchan, con la armadura segmentada, a rayas azules y ribeteada en el borde con blanco plateado, y a rayas rojas ribeteada con amarillo dorado, los yelmos pintados con los cuatro colores de manera que semejaban las cabezas de horribles arañas. Una gran insignia con el ancla —Mat creía que debía de ser un ancla— y la flecha y el rayo iba engastada en la parte delantera del yelmo, y todos los hombres, excepto los oficiales, portaban un arco de doble curva al costado, con una aljaba repleta de flechas a un lado del cinturón, equilibrando la espada corta en el lado opuesto.
—Arqueros de barco —gruñó Egeanin, que asestó una mirada fulminante a los soldados. Había dejado de sujetarse el pañuelo con la mano libre, pero la mantenía apuñada—. Camorristas de taberna. Siempre causan problemas cuando pasan demasiado tiempo en tierra firme.
A Mat le parecía que tenían aspecto de estar bien entrenados. De todos modos, no sabía de soldados que no se metieran en peleas, sobre todo cuando estaban borrachos o aburridos, y los soldados aburridos tendían a emborracharse. En un rincón de su mente se preguntó qué alcance tendrían esos arcos, pero fue un pensamiento distraído. No quería tener nada que ver con ningún soldado seanchan. Si por él fuera, no tendría nada que ver con ningún soldado nunca más. Mas, al parecer, su suerte no llegaba a tanto. El destino y la suerte eran distintos, por desgracia. Doscientos pasos, como mucho, decidió. Una buena ballesta los superaría, o cualquier arco de Dos Ríos.
—No nos encontramos en una taberna —masculló entre dientes—, y ahora no están armando gresca. Así que no empecemos una sólo porque os asustó que un granjero fuera a hablaros. —La mujer apretó los dientes y le lanzó una mirada lo bastante dura para partirle el cráneo. Pero era verdad. Le daba miedo abrir la boca cerca de cualquiera que pudiera reconocer su acento. A su entender era una buena precaución, pero es que todo parecía encresparla—. Tendremos a un alférez haciéndonos preguntas si seguís mirándolos así. Las mujeres de los alrededores de Ebou Dar tienen fama de recatadas —mintió. ¿Qué sabía ella de las costumbres locales?
Egeanin lo miró de reojo, ceñuda —quizás intentaba discernir lo que significaba «recatada»—, pero dejó de mirar con mal gesto a los arqueros. Ahora sólo parecía dispuesta a morder, en lugar de golpear.
—Ese tipo es tan oscuro como un Atha’an Miere —murmuró Noal con aire abstraído mientras observaba a los soldados que pasaban—. Atezado como un sharaní. Pero juraría que tiene los ojos azules. He visto gente así antes, pero ¿dónde? —Al intentar frotarse las sienes estuvo a punto de golpearse en la cabeza con la caña de pescar, y dio un paso como si tuviera intención de preguntar al tipo dónde había nacido.
Con un bandazo, Mat lo agarró de la manga.
—Volvemos al circo, Noal. Ahora. Nunca debimos salir.
—Eso te lo dije yo —manifestó Egeanin al tiempo que asentía bruscamente con la cabeza.
Mat gimió, pero lo único que podía hacer era seguir caminando. Oh, sí, ya tendrían que haberse marchado. Sólo esperaba no haberlo decidido demasiado tarde.
2. Dos capitanes
A unos tres kilómetros al norte de la ciudad un ancho cartelón de tela azul, extendido entre dos altos palos y sacudido por el viento, anunciaba el Gran Espectáculo Ambulante y Magnífica Exhibición de Maravillas y Portentos de Valan Luca en llamativas letras rojas lo bastante grandes para poder leerlas desde la calzada, situada a un centenar de pasos al este. Para los que no sabían leer, al menos indicaba la ubicación de algo fuera de lo común. Ése era el mayor espectáculo ambulante del mundo, afirmaba el cartelón. Luca afirmaba muchas grandes cosas, pero Mat creía que debía decir la verdad sobre eso. La pared de lona del espectáculo, de casi tres metros de altura y firmemente clavada al suelo con estacas, rodeaba tanto espacio como un pueblo de buen tamaño.
La gente que pasaba por allí miraba el cartel con curiosidad, pero a los granjeros y mercaderes les aguardaba su propio trabajo y a los colonos, su futuro, de modo que nadie se desviaba hacia allí. Gruesas cuerdas atadas a postes clavados en el suelo tenían el propósito de conducir multitudes hacia la ancha entrada en arco que había detrás del cartel, pero no había nadie esperando para entrar; a esa hora no. Últimamente eran pocos los que acudían a cualquier hora. La caída de Ebou Dar sólo había ocasionado un ligero descenso del público, una vez que la gente se dio cuenta de que la ciudad no sería saqueada y que no tenía que huir para salvar la vida, pero con el Retorno, con todos aquellos barcos y colonos, casi todo el mundo decidió guardar su dinero para afrontar necesidades más apremiantes. Dos hombres corpulentos, arrebujados en unas capas que parecían sacadas de una trapería, montaban guardia debajo del cartel para cerrar el paso a cualquiera que quisiera echar un vistazo sin haber pagado, pero incluso esos curiosos eran contados en la actualidad. La pareja, uno con la nariz torcida sobre el espeso bigote y el otro tuerto, estaba en cuclillas y jugaba a los dados.
Cosa sorprendente, Petro Anhill, el forzudo del espectáculo, observaba cómo jugaban los dos cuidadores de caballos, con los brazos —más largos que las piernas de muchos hombres— cruzados sobre el pecho. Era más bajo que Mat, pero el doble de ancho, y sus hombros atirantaban la gruesa chaqueta azul que su esposa le hacía ponerse para protegerse del frío. Petro parecía absorto en los dados, pero él no jugaba a nada, ni siquiera a lanzar céntimos al aire. Él y su esposa, Clarine, una domadora de perros, ahorraban cada moneda que les sobraba y, a la menor oportunidad, Petro se ponía a hablar largo y tendido de la posada que se proponían comprar algún día. Aún más sorprendente era que Clarine se encontraba a su lado, envuelta en una capa oscura y aparentemente tan absorta en el juego como su marido.
Petro echó una ojeada recelosa por encima del hombro hacia el campamento cuando vio que Mat y Egeanin se acercaban agarrados, lo que hizo que Mat frunciera el entrecejo. Que la gente mirara de soslayo por encima del hombro nunca era buena señal. Sin embargo, la regordeta y morena cara de Clarine se iluminó con una sonrisa. Como casi todas las mujeres del espectáculo, creía que Egeanin y él tenían una relación amorosa. El mozo de caballos de nariz torcida, un teariano de anchos hombros llamado Col, recogió la apuesta —unos cuantos cobres— al tiempo que lanzaba una mirada lasciva a Egeanin. Nadie aparte de Domon la consideraría guapa, pero para algunos necios la nobleza otorgaba belleza. O el dinero, y una noble tenía que ser rica. Unos pocos pensaban que cualquier dama noble que abandonara a su marido por alguien como Mat Cauthon podría estar dispuesta a dejarlo a él también; llevándose su dinero, claro. Tal era la historia que Mat y los otros habían hecho correr para explicar la razón de que huyeran de los seanchan: un cruel esposo y la huida de los amantes. Todos habían oído contar ese tipo de historias ya fuera por juglares o libros —aunque rara vez en la vida real— con suficiente frecuencia para aceptarla como cierta. Col mantuvo gacha la cabeza, no obstante. Egeanin —Leilwin— ya había sacado el cuchillo que llevaba en el cinturón contra un malabarista de espadas, un guaperas que se había excedido en sus insinuaciones al invitarla a tomar una copa de vino en su carreta, y nadie dudaba que habría hecho uso del arma si el tipo hubiera insistido en su pretensión lo más mínimo.
Tan pronto como Mat llegó junto al forzudo, Petro dijo en voz baja:
—Hay soldados seanchan hablando con Luca, unos veinte. Bueno, el oficial está hablando con él.
No parecía asustado, pero unas arrugas en su frente denotaban preocupación, y echó el brazo sobre los hombros de su mujer en actitud protectora. La sonrisa de Clarine se borró y alzó la mano para ponerla sobre la de su esposo. Confiaban en el juicio de Valan, a su manera, pero sabían el riesgo que corrían. O creían que lo sabían. Lo que pensaban ya era un riesgo importante.
—¿Qué quieren? —demandó Egeanin, que se soltó de Mat antes de que éste tuviera ocasión de abrir la boca. De hecho, nadie esperó a que lo hiciera.
—Sostén esto —dijo Noal, tendiendo el cesto y la caña de pescar al tipo tuerto, que lo miró boquiabierto. Después metió la nudosa mano en su chaqueta, donde guardaba dos cuchillos largos—. ¿Podemos llegar a nuestros caballos? —le preguntó a Petro. El forzudo lo miró con incertidumbre. Mat no era el único que albergaba dudas de si Noal estaba en sus cabales.
—No parecen interesados en registrar —se apresuró a comentar Clarine, que hizo un amago de reverencia a Egeanin. Se suponía que todos debían fingir que Mat y los otros formaban parte del espectáculo, pero muy pocos conseguían llevarlo a la práctica con Egeanin—. El oficial lleva más de media hora en la carreta de Luca, pero los soldados han permanecido junto a los caballos todo el tiempo.
—No creo que hayan venido por vos —añadió respetuosamente Petro, dirigiéndose de nuevo a Egeanin. ¿Por qué iba a ser diferente él? Seguramente practicaba la bienvenida a nobles en esa posada—. Sólo queríamos que no os sorprendieseis ni os preocuparais al verlos. Seguro que Luca los echará sin problema. —A despecho de su tono, las arrugas de la frente no se borraron. A la mayoría de los hombres les disgustaría que su esposa huyera, y un noble podía descargar el peso de su ira sobre otros. Un espectáculo ambulante, forasteros que iban de paso, era una diana fácil sin complicaciones añadidas—. No debe preocuparos que nadie diga algo fuera de lugar, milady. —Petro miró a los cuidadores de caballos y añadió—: ¿Verdad que no, Col?
El de la nariz torcida sacudió la cabeza, con los ojos prendidos en los dados que hacía saltar sobre la palma de la mano. Era un tipo grande, aunque no tanto como Petro, y el forzudo era capaz de enderezar herraduras sólo con sus manos.
—A todo el mundo le gusta tener ocasión de escupir en las botas de un noble de vez en cuando —rezongó el tipo tuerto mientras echaba un vistazo al interior del cesto de pescado. Era casi tan alto y tan ancho de hombros como Col, pero su tez semejaba un cuero viejo con arrugas y aún tenía menos dientes que Noal. Miró de soslayo a Egeanin, agachó la cabeza y añadió—: Con perdón de milady. Además, así todos ganamos algo de dinero,