Aseguró que si conseguía encontrar los pimientos picantes adecuados iba a preparar un guiso de pescado —¡pimientos de Shara, nada menos! ¿Y por qué no de la luna?—, un guiso que le haría olvidar su cadera. Por lo que Noal siguió diciendo de los pimientos, Mat sospechó que cualquier olvido vendría dado porque estaría centrado en ingerir suficiente cerveza para calmar el ardor de lengua más que por el sabor.
Egeanin, que esperaba impaciente, tampoco prestaba atención a la mueca de Mat, así que éste le echó un brazo sobre los hombros. Si iban a volver, mejor sería ponerse en marcha. Ella se sacudió de encima el brazo. Esa mujer hacía que las solteronas que había conocido parecieran chicas de taberna en comparación.
—Se supone que somos amantes, vos y yo —le recordó.
—Aquí no hay nadie que nos vea —gruñó Egeanin.
—¿Cuántas veces tengo que decíroslo, Leilwin? —Tal era el nombre que la mujer utilizaba ahora; según ella, era tarabonés. En cualquier caso, no sonaba a seanchan—. Si ni siquiera nos cogemos de la mano a menos que haya alguien observando, vamos a parecer una pareja de amantes muy extraña a los ojos de cualquiera que nos mire sin nosotros saberlo.
Egeanin resopló con desdén, pero le dejó que volviera a rodearla con el brazo y pasó el suyo en torno a él, aunque le dirigió una mirada de advertencia al mismo tiempo.
Mat sacudió la cabeza. Estaba más loca que una cabra si pensaba que le gustaba eso. Casi todas las mujeres tenían algo de relleno sobre los músculos, al menos las mujeres que lo atraían, pero abrazar a Egeanin era como abrazar el poste de una valla. Casi igual de dura y definitivamente igual de tiesa. No entendía qué veía en ella Domon. Quizá no le había dado opción al illiano. Lo había comprado, después de todo, como quien compra un caballo. «Así me aspen, jamás entenderé a estos seanchan», pensó. Tampoco es que quisiera. Sólo que tenía que hacerlo.
Mientras daban media vuelta, echó una última ojeada a la bahía y casi deseó no haberlo hecho. Dos pequeñas embarcaciones surgieron a través de la densa neblina que se deslizaba lentamente corriente abajo. Deslizándose contra el viento. La hora de marcharse había pasado hacía tiempo.
Había tres kilómetros largos desde el río hasta la Gran Calzada del Norte a través de un terreno ondulado, cubierto de hierba marchita y maleza, y salpicado de macizos de enmarañados arbustos de enredaderas demasiado densos para cruzarlos incluso estando casi deshojados. Las elevaciones no merecían el nombre de colinas, al menos para alguien que hubiese trepado por las Colinas de Arena y las Montañas de la Niebla de pequeño —había lagunas en su memoria, pero podía recordar cosas—; no obstante, a no mucho tardar se alegraba de llevar el brazo sobre alguien. Había estado inmóvil, sentado en aquel puñetero peñasco, demasiado tiempo. El intenso pinchazo en la cadera había pasado a ser un dolor sordo, pero todavía lo obligaba a cojear, y si no hubiese tenido dónde apoyarse se habría tambaleado al bajar las cuestas. Y no es que se apoyara en Egeanin, por supuesto, pero ir agarrado lo ayudaba a mantener el equilibrio. La mujer lo miró ceñuda como si pensara que intentaba aprovecharse.
—Si hubieses hecho lo que se te dijo —gruñó—, no tendría que llevarte cargado.
Mat volvió a enseñar los dientes, esta vez sin intentar disfrazar la mueca como una sonrisa. El modo en que Noal correteaba junto a ellos sin dificultad, a pesar de llevar el cesto del pescado apoyado en una cadera y la caña de pescar en la otra mano, resultaba embarazoso. Por muy desgastado que pareciera, ese hombre era muy dinámico. A veces se pasaba.
El camino que llevaban se desviaba al norte del Circuito del Cielo, con sus gradas largas y abiertas a los extremos, con asientos de piedra pulida donde, en épocas más cálidas, los espectadores ricos se sentaban en cojines bajo las toldillas de lona de colores para ver correr a sus caballos. Ahora los toldillos y los postes estaban almacenados, los caballos —aquellos que los seanchan no habían confiscado— en sus cuadras del campo, y los asientos se encontraban vacíos salvo por un puñado de chiquillos que corrían gradas arriba y abajo jugando a «tú la llevas». A Mat le encantaban los caballos y las carreras, pero sus ojos pasaron sin detenerse por el Circuito y se detuvieron en Ebou Dar. Cada vez que remontaban una elevación se divisaba la maciza muralla blanca, tan ancha que por su parte superior corría una calzada que rodeaba la ciudad; mirar le sirvió de excusa para detenerse un momento. ¡Estúpida mujer! ¡Una pizca de cojera no significaba que lo estuviese llevando a cuestas! Si él lograba conservar el buen humor, estar a las duras y a las maduras y no protestar, ¿por qué no lo hacía ella?
Dentro de la ciudad, los techos y las paredes blancas, las cúpulas y las esbeltas torres níveas, brillaban en la gris claridad de la mañana; un cuadro de serenidad. No distinguía los huecos donde los edificios habían ardido hasta los cimientos. Una larga fila de carretas de granjeros tiradas por bueyes pasaba, traqueteando, bajo la enorme puerta en arco que daba a la Gran Calzada del Norte, hombres y mujeres de camino a los mercados de la ciudad con lo que quiera que les quedara para vender estando el invierno tan avanzado, y en medio de ellos una caravana de mercaderes con grandes carretas de cubiertas de lona tiradas por troncos de seis u ocho caballos y que transportaban mercancías de sólo la Luz sabía dónde. Otras siete caravanas, conformadas por entre cuatro a diez carretas, aguardaban en fila al lado de la calzada a que los guardias de la puerta acabaran de hacer la inspección. El comercio nunca cesaba del todo mientras el sol brillara, gobernara quien gobernara una ciudad, a menos que hubiese una lucha entablada. A veces ni siquiera se interrumpía entonces. El río de gente que fluía en dirección contraria estaba compuesto en su mayoría por seanchan, soldados en filas ordenadas con su armadura segmentada y rayas pintadas, y yelmos que semejaban cabezas de enormes insectos, algunos marchando a pie y otros a caballo, nobles que siempre iban montados, luciendo capas ornamentadas, trajes de montar de pliegues y velos de encaje, o pantalones amplísimos y chaquetas largas. También los colonos seanchan seguían saliendo de la ciudad, carreta tras carreta ocupadas por granjeros y artesanos y las herramientas de sus oficios. Los colonos habían comenzado a salir de la ciudad tan pronto como habían desembarcado, pero pasarían semanas antes de que se hubieran marchado todos. Era una escena plácida, de jornada laboral y normal y corriente si uno no supiera lo que había detrás; aun así, cada vez que llegaban a un lugar desde el que se divisaban las puertas, su mente volvía a lo ocurrido seis noches antes, y volvía a encontrarse allí, en esas mismas puertas.
La tormenta había arreciado mientras cruzaban la ciudad desde el palacio de Tarasin. La lluvia caía a cántaros, martilleando la ciudad y haciendo resbaladizos los adoquines bajo los cascos de los caballos, en tanto que el viento bramaba desde el Mar de las Tormentas impeliendo la lluvia como piedras lanzadas con una honda y sacudiendo las capas de forma que el intento de no mojarse era una causa perdida. Las nubes ocultaban la luna, y el diluvio parecía absorber la luz de las linternas montadas en varas largas que llevaban Blaeric y Fen, quienes marchaban a pie delante de todos. Entonces entraron en el largo pasadizo que atravesaba la muralla y al menos estuvieron al resguardo de la lluvia. El viento sonaba como el agudo lamento de una flauta en el túnel de alto techo. Los guardias de la puerta se encontraban al otro extremo del pasadizo, y cuatro de ellos llevaban también linternas sujetas en las puntas de largas varas. Otros doce, la mitad seanchan, sostenían alabardas que podían golpear a un hombre montado y tirarlo de la silla. Dos seanchan, con los yelmos quitados, atisbaban desde el vano iluminado del cuartelillo construido en la muralla enlucida, y unas sombras en movimiento detrás de ellos revelaban que había más dentro. Demasiados para abrirse paso a la fuerza sin meter jaleo; quizá demasiados hasta para abrirse camino. No sin que todo estallara como un fuego de artificios de los Iluminadores reventando de golpe en su mano.
De todos modos, el peligro —el mayor peligro— no radicaba en los guardias. Una mujer alta, de rostro llenito, con el vestido azul oscuro de falda dividida exhibiendo franjas rojas con rayos plateados, salió de la casa de guardia. En su mano izquierda llevaba envuelta una correa larga y plateada, cuyo extremo opuesto la unía a una mujer canosa, con el vestido gris oscuro, que la seguía exhibiendo una sonrisa anhelante. Mat sabía que estarían allí. Ahora los seanchan tenían sul’dam y damane en todas las puertas. Incluso podía haber otro par dentro, o dos. No estaban dispuestos a dejar que ninguna mujer capaz de encauzar escapara a sus redes. La cabeza de zorro plateada metida bajo la camisa tenía un tacto frío contra su piel; no por el frío que indicaba que alguien estuviera abrazando la Fuente en las inmediaciones, sino por el helor nocturno acumulado que su cuerpo aterido no podía calentar, pero aun así seguía esperando sentir el otro. ¡Luz, sí que estaba haciendo juegos malabares con fuegos de artificio esa noche, y con las mechas encendidas!
A lo mejor a los guardias los había desconcertado que una noble saliera de Ebou Dar en plena noche y con aquel tiempo, acompañada por más de una docena de sirvientes y una hilera de caballos de carga que indicaban un viaje largo, pero Egeanin pertenecía a la Sangre, como señalaban su capa con el bordado de un águila de alas blancas y negras extendidas y los largos dedos de los guantes rojos, adaptados para las uñas. Los soldados normales no cuestionaban lo que la Sangre decidía hacer, ni siquiera si era de la baja Sangre. Lo que no significaba que no hubiera requisitos. Cualquiera era libre de salir de la ciudad cuando quisiera, pero los seanchan anotaban los movimientos de damane, y había tres en el séquito, gachas las cabezas y los rostros cubiertos por las capuchas de las capas grises, cada cual unida por la correa plateada del a’dam a una sul’dam montada.
La sul’dam de cara rellenita caminó junto a ellos sin apenas dirigirles una mirada, pasadizo adelante. No obstante, su damane escrutó intensamente a cada mujer junto a la que pasaban, y Mat contuvo la respiración cuando se paró frente a la última damane montada y frunció ligeramente el entrecejo. Incluso con su suerte, no apostaría a que una seanchan no reconocería el rostro intemporal de una Aes Sedai si miraba bajo la capucha. Había Aes Sedai retenidas como damane, pero ¿qué probabilidades había de que las tres de Egeanin lo fueran? Luz, ¿qué probabilidades había de que alguien de la baja Sangre poseyera tres?
La mujer de cara rellenita hizo un ruido como chasqueando la lengua, semejante al que uno haría a su perro faldero, al tiempo que tiraba del a’dam, y la damane siguió caminando tras ella. Buscaban marath’damane intentando escapar de la correa, no damane. Mat creyó que iba a ahogarse. El ruido de los dados rodando en su cabeza había empezado otra vez, lo bastante alto para