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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 150
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Aún no. —Eso sonaba mucho a crítica, algo que la otra joven no merecía—. Soy la Sede Amyrlin, Bode. Algunas decisiones sólo puedo tomarlas yo. Y no debo pedirle a una novicia que haga ciertas cosas cuando yo puedo hacerlas mejor. —Quizás ese razonamiento no era mucho más suave, pero no podía explicarle a Bode lo de Larine y Nicola, ni el precio que la Torre Blanca exigía a todas sus hijas. La Amyrlin no podía contarle lo primero a una novicia, y una novicia no estaba preparada para enterarse de lo segundo.

Aun en la oscuridad de la noche, la postura de los hombros de Bode ponía de manifiesto que no lo comprendía, pero también había aprendido a no discutir con una Aes Sedai. Al igual que había aprendido que Egwene era una Aes Sedai. Lo demás ya lo aprendería con el tiempo. La Torre dedicaría todo el que hiciera falta para enseñarle.

Egwene desmontó y entregó las riendas de Bela a uno de los soldados; se remangó las faldas para caminar por la nieve en dirección a los sonidos esforzados de arrastre. Era un bote grande el que se remolcaba sobre el manto de nieve como si fuera un trineo. Un voluminoso trineo que obligaba a maniobrar trabajosamente para pasar entre los árboles, aunque con menos maldiciones una vez que los hombres que tiraban y empujaban se dieron cuenta de que Egwene los seguía a corta distancia. La mayoría llevaba mucho cuidado con lo que decía encontrándose cerca una Aes Sedai, y aunque no pudieran verle el rostro, entre la oscuridad y la capucha echada, ¿quién más podía encontrarse allí, junto al río? Y si sabían que no era la misma mujer que al principio iba a acompañarlos, ¿quién cuestionaba a una Aes Sedai?

Metieron el bote en el río con cuidado de que no hiciera ruido al entrar en el agua, y seis hombres subieron a él para colocar los remos en los toletes forrados con trapos. Los hombres iban descalzos para evitar el ruido de alguna bota raspando las planchas del casco. Botes más pequeños surcaban esas aguas, pero esta noche tenían que vencer las corrientes. Uno de los hombres que estaba a la orilla le dio la mano a Egwene para ayudarla a subir a la embarcación, y la joven se instaló en el asiento de proa, manteniendo cerrada la capa. El bote se apartó de la orilla, deslizándose en silencio salvo por el apagado murmullo de los remolinos creados por los remos al impulsarse dentro del agua.

Egwene miró al frente, hacia el sur. A Tar Valon. Las blancas murallas relucían a la luz de una luna que empezaba a menguar y el fulgor de las lámparas a través de las ventanas otorgaba a la urbe un resplandor difuso, casi como si la ciudad estuviera abrazando el Saidar. La Torre Blanca descollaba incluso en la oscuridad: la imponente mole brillaba bajo la luna con las ventanas iluminadas. Algo pasó veloz como un rayo ante el astro y Egwene contuvo la respiración. Por un instante creyó haber visto un Draghkar; una mala señal, precisamente en esta noche. Se dijo que sólo era un murciélago. La primavera estaba bastante próxima para que los murciélagos se aventuraran a salir. Se ciñó más la capa y clavó la mirada en la ciudad que iba acercándose más y más.

Cuando la muralla de Puerto del Norte surgió imponente delante del bote, los remeros invirtieron el impulso en el agua, dando marcha atrás; faltó un pelo para que la proa tocara la muralla, junto a la bocana del puerto. Egwene casi alargó la mano para esquivar la pálida piedra antes de que el bote chocara contra el muro. Ese impacto lo habrían oído los soldados que estuvieran de guardia. Sin embargo, los remos sólo hicieron un pequeño gorgoteo al impulsarse hacia atrás y el bote se detuvo en un punto donde Egwene habría podido tocar la enorme cadena cruzada de lado a lado de la bocana, con los inmensos eslabones emitiendo su propio brillo apagado a causa de la grasa que los cubría.

Pero no hubo necesidad de tocarlos. Y tampoco había razón para esperar. Egwene abrazó el Saidar y apenas fue consciente de la gozosa sensación que la colmaba de vida antes de que tuviera colocados los tejidos. Tierra, Fuego y Aire envolvieron la cadena; Tierra y Fuego la tocaron. El negro hierro irradió blanco repentinamente, todo a lo largo de la bocana.

Egwene sólo tuvo tiempo de percibir que alguien abrazaba la Fuente a corta distancia por encima de ella, en la muralla, y entonces algo golpeó el bote, la golpeó a ella, y sintió el frío del agua a su alrededor, cerrándose sobre ella, entrándole por la nariz y la boca. Oscuridad.

Egwene sintió algo duro debajo. Oyó voces de mujeres. Voces excitadas.

—¿Sabes quién es?

—Bien, bien. Indudablemente hemos conseguido más de lo que esperábamos.

Algo se apretó contra sus labios y un líquido caliente, con un ligero sabor a menta, penetró en su boca. Tragó con una convulsión y de repente fue consciente de estar helada, tiritando. Abrió los ojos de golpe. Y se quedaron prendidos en el rostro de una mujer que le sostenía la cabeza y la copa. Las linternas que enarbolaban los soldados que se apiñaban en derredor daban luz suficiente para distinguir esa cara con claridad. Un semblante intemporal. Estaba dentro del Puerto del Norte.

—Eso es, pequeña —dijo en tono alentador la Aes Sedai—. Bébetelo todo. Una fuerte dosis, por ahora.

Egwene intentó apartar la copa, intentó abrazar el Saidar, pero sintió que se hundía de nuevo en la oscuridad. La estaban esperando. Alguien la había traicionado. Pero ¿quién?

Epílogo: Una respuesta

Rand miraba por la ventana la constante lluvia que caía de un cielo gris. Descargaba otra tormenta procedente de la Columna Vertebral del Mundo. De la Pared del Dragón. Creía que la primavera no tardaría en llegar ya. Al final siempre llegaba. Allí, en Tear, antes que en casa, aunque no había señales de ella. Los relámpagos surcaban el cielo en rastros azul-plateados que se bifurcaban, y el estallido del trueno tardaba en sonar largos segundos. Relámpagos lejanos. Las heridas del costado le dolían. Luz, las garzas grabadas en sus palmas le dolían, después de tanto tiempo.

«A veces el dolor es lo único que te permite saber que estás vivo», susurró Lews Therin, pero Rand no hizo caso de la voz que sonaba en su mente.

La puerta se abrió a su espalda con un chirrido, y Rand giró la cabeza para mirar al hombre que entró en la sala de estar. Bashere llevaba una chaqueta gris de seda, corta, una prenda de intenso brillo, y portaba el bastón de mariscal de Saldaea —una vara de marfil rematada por una cabeza de lobo dorada— metido en el cinturón, junto a la espada envainada. Las botas de boca vuelta estaban lustradas hasta brillar. Rand procuró no exteriorizar su alivio. Habían estado ausentes mucho tiempo.

—¿Y bien? —inquirió.

—Los seanchan son tratables —contestó Bashere—. Están como cencerros, pero son tratables. No obstante, exigen una reunión con vos en persona. El mariscal de Saldaea no es el Dragón Renacido.

—¿Con esa tal lady Suroth?

Bashere sacudió la cabeza.

—No. Al parecer ha llegado un miembro de su familia imperial. Suroth quiere que os reunáis con una persona a la que llaman la Hija de las Nueve Lunas.

A lo lejos destelló un relámpago; el restallido del trueno desgarró el aire.

En la creciente tormenta, jinetes del viento,

cabalgamos hacia el fragor de los truenos.

Entre cegadores relámpagos danzamos,

y en dos al mundo desmembramos.

Fragmento de un poema anónimo supuestamente

escrito al final de la Era anterior,

llamada por algunos la Tercera Era.

A veces atribuido al Dragón Renacido.

Glosario

Aclaración sobre las fechas de este glosario

El calendario Tomano (ideado por Toma dur Ahmid) se adoptó aproximadamente dos siglos después de la muerte de los últimos varones Aes Sedai y registró los años transcurridos después del Desmembramiento del Mundo (DD). Muchos anales resultaron destruidos durante las Guerras de los Trollocs, de tal modo que, al concluir éstas, se abrió una discusión respecto al año exacto en que se hallaban en el antiguo sistema. Tiam de Gazar propuso un nuevo calendario, en conmemoración de la supuesta liberación de la amenaza trolloc, en el que los años se señalarían corno Año Libre (AL). El calendario Gazariano ganó amplia aceptación veinte años después del final de la guerra. Artur Hawkwing intentó establecer un nuevo anuario que partiría de la fecha de fundación de su imperio (DF, Desde la Fundación), pero únicamente los historiadores hacen referencia a él actualmente. Tras la generalizada destrucción, mortalidad y desintegración de la Guerra de los Cien Años, Uren din Jubai Gaviota Voladora, un erudito de las islas de los Marinos, concibió un cuarto calendario, el cual promulgó el Panarch Farede de Tarabon. El calendario Farede —iniciado a partir de la fecha, arbitrariamente decidida, del fin de la Guerra de los Cien Años—, que registra los años de la Nueva Era (NE), es el que se utiliza en la actualidad.

Ahondamiento: 1) La capacidad de usar el Poder Único para diagnosticar estados físicos y enfermedades. 2) La habilidad de hallar depósitos de minerales metalíferos con el Poder Único. El hecho de que ésta sea una habilidad perdida por las Aes Sedai mucho tiempo atrás puede explicar que el nombre se haya relacionado con otra facultad.

Allegadas, las: Incluso durante la Guerra de los Trollocs, hace más de dos mil años (alrededor del 1000-1350 DD), la Torre Blanca seguía manteniendo el nivel exigido y expulsaba a las mujeres que no daban la talla. Un grupo de mujeres, temerosas de regresar a sus casas en mitad de una guerra, huyó a Barashta (en las inmediaciones de donde se alza actualmente Ebou Dar), lo más lejos posible del conflicto en aquel tiempo. Se llamaron a sí mismas las Allegadas o las Emparentadas; mantuvieron en secreto su grupo y ofrecieron un refugio seguro a otras a las que habían expulsado. Con el tiempo, el hecho de entrar en contacto con mujeres a las que se les ordenaba abandonar la Torre las condujo a abordar a las fugitivas y, aunque las razones exactas quizá no se sepan nunca, las Allegadas empezaron a aceptar también a las que huían de la Torre. Ponían gran empeño en que esas jóvenes no descubrieran nada sobre su grupo hasta tener la seguridad de que las Aes Sedai no caerían sobre ellas de repente para arrastrarlas de vuelta a la Torre. Al fin y a la postre, era de todos sabido que a las fugitivas se las atrapaba siempre, antes o después, y las Allegadas sabían que, a menos que mantuvieran en secreto su organización, ellas mismas serían castigadas severamente.

Las Allegadas ignoraban que las Aes Sedai tenían conocimiento de su existencia casi desde el principio, pero la prosecución de la guerra no les dejaba tiempo para ocuparse de ellas. Al finalizar el conflicto, la Torre cayó en la cuenta de que no le convenía desmantelar el grupo de las Allegadas. Hasta entonces, la mayoría de las fugitivas había logrado escapar, pese a lo proclamado por la Torre; pero, una vez que las Allegadas empezaron a ayudarlas a huir, la Torre sabía exactamente adónde se encaminaba cualquier fugitiva, y así comenzó a recuperar a nueve de cada diez. Puesto que las Emparentadas se mudaban cada cierto tiempo de Barashta (que posteriormente se llamó Ebou Dar) con el propósito de mantener en secreto su existencia y el número de las componentes del grupo, sin que su

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